Segundo final
La desaparición de la Luna levantó espanto y preocupación de un extremo a otro de la Tierra.
—¿Cómo vamos a contemplar el claro de Luna si ya no hay Luna? —se decían los soñadores.
—Y yo que me iba a la cama con la luz de la Luna para ahorrar electricidad, ¿no tendré más remedio que encender la lámpara? —se preguntaba un avaro.
—¡Que nos devuelvan nuestra Luna! —clamaban los periódicos.
Un ratero empezó a ir por las casas diciendo que el comité le había encargado recoger el oro necesario para comprar la Luna. Muchos ingenuos le entregaron anillos, pendientes, collares y cadenas. Cuando consiguió reunir algunos decagramos de oro el ratero huyó a Venezuela y nadie volvió a saber de él.
Para suerte de la humanidad y de los amantes de la Luna, en aquel tiempo vivía en Omegna, junto al lago de Orta, un científico tan inteligente como el doctor Terríbilis, pero no tan malvado, llamado Magneticus. Sin decir nada a nadie, fabricó en pocas horas un superimán atómico con el que atrajo a la Luna a su antigua órbita, a la distancia exacta de la Tierra. Terríbilis puso en funcionamiento todas las espantosas energías de su supercrik en vano: contra el imán de Magneticus no había nada que hacer. Despechado, Terríbilis emigró al planeta Júpiter.
La gente nunca supo quién ni cómo había reconquistado la Luna, sin batallar ni gastar una lira. A Magneticus no le interesaba la gloria y guardó su secreto. Además, él estaba ocupado con un invento importante: el de los botones que nunca se caen. Como es sabido, ha pasado después a la historia por este invento.