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SIN CITA PREVIA

Finalista del V Certamen de Relatos Faes-Farma (2007)

 Sin cita previa

Mi mujer tuvo el buen gusto de morirse antes de que nuestra convivencia , atrapada en las pequeñas manías de cada uno, se hiciera insoportable.

 

Me dejó el recuerdo de una persona afable y sencilla que escuchaba atentamente  mis chismes de la oficina mientras apoyaba en la barbilla su dedo corazón, invariablemente enfundado en un dedal azul,  a  cambio de que yo escuchara los suyos de la familia y amigos con los que nos relacionábamos Compartíamos así suficientes cosas de las que bastan para que una pareja pueda permanecer junta.

 

No tuvimos hijos y al morir ella esos familiares y amigos, sin su presencia,  resultaron ajenos.

 

Por eso, después de jubilarme y comenzar a tener mucho tiempo libre y vacío,  consideré que la experiencia vivida con mi mujer era lo bastante positiva para que pensara de nuevo en encontrar pareja.

 

Tomada esta decisión había que plantearse buscar a la persona adecuada.

 

Yo soy muy metódico, lo que cuando trabajaba me granjeó el reconocimiento de mis superiores y cierta inquina, teñida de envidia, de mis compañeros.  

Pero ahora, para este particular negocio mío, podía utilizar a gusto mi natural afición a los listados y clasificaciones.

 

En un folio en blanco, con mi rotulador favorito, me puse a redactar la lista de los lugares en donde pensaba que podría localizar  a mi nueva compañera. Una vez la tuve entre mis manos, comencé a tachar:

 

Centros Sociales para Pensionistas: no me gustan las bailonas que se emperifollan como adolescentes para encandilar a los babosos que las miran. Yo no soy de esos.

 

Las “Actividades de Mantenimiento físico” mostraban unos cuerpos decadentes enfundados en chándales de colorines.

 

Y en los  “Eventos Culturales” las marisabidillas cacareaban a placer.

 

Agencias, anuncios en los periódicos, y esas nuevas forma de encuentro por Internet:  las citas a ciegas no van con mi personalidad. Nadie es como parece ser y yo odio la falsedad por principio.

 

Por fortuna, observé que uno de los lugares a los que más mujeres de mi edad acuden es el Centro de Salud de mi barrio. Y no mujeres achacosas ni con aspecto enfermizo, en general resultan atractivas, van bien arregladas aunque discretas y parecen mujeres de bien. En fin, lo que yo realmente andaba buscando.

 

Mi plan era sentarme en una sala de espera tranquilamente, ver, escuchar, captar actitudes, miradas, compostura, y a partir de ahí iniciar una conversación trivial con la elegida.

 

Pero antes elaboré un nuevo listado, esta vez por especialidades médicas, después de copiarlas cuidadosamente del Directorio del vestíbulo.

 

Descarté de entrada Oncología por razones obvias, no deseaba quedarme viudo de nuevo; Salud Mental, porque las histéricas, hipocondríacas y depresivas alejan a cualquier persona medianamente sana de su lado, y Ginecología porque supuse que no sería bien acogida la presencia allí de un hombre solo.

 

Pensé luego en Cardiología, también la eliminé: las personas que padecen del corazón exhiben un buen aspecto en términos generales, pero pueden sufrir complicaciones graves al menor contratiempo que requieren una atención urgente. Ya me veía despertado en mitad de la noche, llamando al servicio de Urgencias y metido en una ambulancia junto a una mujer lívida con una mascarilla sobre la cara, camino del Hospital. No, esto me iba a suponer un  estrés mayor del que estaba dispuesto a soportar.

 

Neurología, no era tampoco adecuada, porque los pacientes con parkinsonismo o Alzheimer en sus inicios son aparentemente normales, pero su evolución a largo plazo es realmente dramática. Las imágenes de esos pobres seres que vagan en un estado vegetativo, con una dependencia total, su incontinencia emocional y sus balbuceos, me deprimían demasiado.

 

Digestivo no era para tenerla en cuenta: las mujeres dispépticas son bastante desagradables, no es necesario hacer explícita aquí toda la sintomatología derivada de flatulencias y malas digestiones; observan dietas muy poco apetitosas y, por lo tanto, no se puede compartir con ellas una buena cena aunque sea de tarde en tarde. Podía recordar a las esposas de un par de amigos que se extendían en repugnantes descripciones de sus problemas intestinales como si fueran del máximo interés para la concurrencia, precisamente a la hora de la merienda.

 

Pasé después a Urología, y a pesar de las marchosas sesentonas que anuncian en la televisión las diversas marcas de empapaderas, no me pareció tampoco la especialidad más atrayente; creo que la incontinencia por mucho que se empeñen esos anuncios es bastante desagradable para una relación en pareja. Yo soy muy escrupuloso con esto de las excretas, ¡qué le voy a hacer! Y tengo un olfato muy fino que me permite percibir ciertos olores .

 

Me decidí también a no contar con Dermatología, por la sospecha de que bajo la apariencia agraciada de lo que el decoro permite mostrar se ocultasen manchas, pústulas o úlceras, además no puedo quitarme de la cabeza ese ancestral miedo al contagio  amen de que imaginar una mujer cubierta de pomadas y apósitos me producía escalofríos.

 

Reumatología reunía a bastantes ejemplares femeninos, pero los andares basculantes, las espaldas encorvadas y los dedos engarabitados no resultaban nada seductores.

 

Quedaron al final dos especialidades para elegir: Otorrinolaringología y Oftalmología.

 

Y  opté por la segunda, por aquello de que no resultaba sencillo intimar con una persona dura de oído o a la que el audífono le está pitando continuamente.

 

Eso me condujo a pergeñar una nueva lista de opciones en otro de mis folios  siempre perfectamente ordenados sobre mi mesa en los que comencé por descartar a las señoras acompañadas de un caballero. Soy muy respetuoso con la institución matrimonial e incluso con la nueva institución de parejas de hecho. Jamás me entrometería entre ellos.

 

Y también  había que descartar a las señoras acompañadas de hijos o hijas, vínculos peligrosísimos de interdependencia si aquellos están solteros, o nietos a los que hay que cuidar invariablemente las noches de los sábados y otras muchas entre semana.

 

Al final tracé el perfil definitivo a tener en cuenta: señora que acude a consulta sola, con cierto aire de autosuficiencia.

 

Con esta criba pasé bastantes tardes acomodado en la sala de espera de la consulta de Oftalmología sin localizar a ninguna candidata abordable.

 

Llegaba hacia las cuatro de la tarde, la temperatura era agradable gracias a  la climatización del Centro y los módulos para sentarse medianamente cómodos.

 

Nadie parecía reparar en mí, los pacientes acudían con cita previa y eran nombrados por la enfermera que asomaba por la puerta provista de una larga lista .

 

Así, ellas pasaban por delante de mí como en una noria desapareciendo tras la puerta de la Consulta para reaparecer a los diez o quince minutos. Casi siempre observé que las mujeres que se cubrían con gafas oscuras solían salir llevando visibles apósitos en uno de sus ojos, por lo que era lógico que las pacientes acudieran acompañadas, lo que obstaculizaba mis planes.

 

Procuraba marcharme hacia las ocho, cuando todavía quedaba algún paciente para evitar que la enfermera me preguntase el nombre y comprobara que no aparecía en su listado.

 

Durante aquella primavera acabé cogiéndole gusto a las tardes del Centro de Salud, a veces me llevaba un periódico, otras un libro, otras veces miraba por la ventana los macizos de adelfas del patio interior. El ronroneo de las conversaciones en las antesalas de todos los consultorios me adormecía en ocasiones y en duermevela percibía a la mujer ideal sentada a mi lado, esperando a que le hablase. Pero cuando abría los ojos solía encontrarme en el asiento contiguo a un anciano  de gruesos lentes provisto de bastón, o a una madre de familia con un niño estrábico.

 

Nunca levanté la mirada hacia la enfermera que hacía pasar a los pacientes, quizá por miedo a que se me dirigiera para marcar con una señal mi nombre o llamarme si fallaba alguno de los citados.

 

Por eso no me di cuenta de que se trataba de una mujer cercana a los sesenta,  pulcramente peinada, con un cabello corto con mechas grises, a la que se le percibía, bajo su pijama sanitario, la estructura de un cuerpo todavía firme y que poseía además una simpática sonrisa.

 

Pero imagino que ella sí me había visto y se había sorprendido ante mi presencia día tras día y semana tras semana en la sala de espera.

 

Eran las siete de la tarde de un martes de junio cuando se me dirigió con su voz amable y bien timbrada:

 

—¿No tiene cita para hoy, verdad?

—No, señorita. No se preocupe. Sólo he venido a buscar a un amigo, pero por lo visto él sí ha olvidado la suya.

—Sin duda todos sus amigos son bastante desmemoriados en estos últimos meses —comentó con sorna.

 

Temí lo peor, temí que me considerara un pobre demenciado que confundía las fechas o las personas, o que tenía la extraña compulsión de acudir a los consultorios médicos. Así que mentí de nuevo:

 

—Bueno, realmente preciso una revisión ocular, últimamente  tengo algunas dificultades para la lectura, pero sufro de fobia a los médicos desde niño y vengo para irme  acostumbrando al ambiente.

 

Trataba de hacerla reír, pero ella, muy profesionalmente, y dada mi edad, me sugirió que, puesto que aquella tarde el doctor García no tenía mucho trabajo, podía aprovechar para hacerme esa revisión de la que hablaba.

 

No pude negarme, además ella me gustó, sí, francamente correspondía al perfil de mujer que había andado buscando.

 

Entré en Consulta, pasé todos los exámenes de rutina y escuché el diagnóstico:

 

—En efecto,  Sr Motiván, está usted en el momento adecuado para que se le intervenga esa catarata del ojo derecho. Quizás no le moleste mucho porque el ojo izquierdo tiene una agudeza visual espléndida para su edad, pero no hay que cansarlo, y usted, la verdad, por el ojo derecho debe ver más bien poco.

 

Bueno, salí con el volante y la fecha para operarme de las cataratas, fantaseé con la amable enfermera poniéndome cuidadosamente las gotas y escuchando mis quejas de doliente post-operado y me consideré afortunado.

 

Todo ha ido perfectamente y veo bastante mejor que antes, he tenido que ir  con cierta regularidad a la consulta y la enfermera, pues... sí, no me había equivocado, es una señora estupenda, me ha tratado de forma impecable, e incluso hemos establecido una cierta relación amistosa, por eso sé que es plenamente feliz con su amable esposo, sus  tres hijos y  sus cinco nietos a los que llevan a la pizzería todos los sábados.

 

 

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