RÉQUIEM POR DOS HERMANAS
Seleccionado en el IV Concurso de Cuentos de Tribuna Médica
RÉQUIEM POR DOS HERMANAS
El mortuorio estaba al final del pasillo, de un pasillo largo que hacía ángulos rectos cada doscientos metros. Estaba animado a aquella primera hora de la tarde, con todos los que iban a visitar a sus enfermos. El mortuorio estaba al fina, porque es el final de todo el dolor acumulado en las habitaciones, entre sábanas remendadas más de una vez, ente la pintura desconchada de las paredes, entre el olor a desinfectante industrial.
La gente entraba como todos los días, hacía las mismas preguntas, se turnaba con el familiar ojeroso y cansado que había permanecido horas antes junto a la cama La gente parecía ser siempre la misma, ni el médico ni la enfermera distinguían al enfermo de la 329 de ayer al de hoy, la explicación que se daba, de tan ambigua, era invariable, no había que esforzarse demasiado en recordar una gráfica ni unos análisis. La misma esperanza o la misma desesperanza día tras día y el mismo final.
Al final del pasillo estaba el mortuorio, cada vez había menos gente, cada vez había menos habitaciones, era el distanciamiento instintivo de la muerte, el gran tabú siniestro era lo que diferenciaba el último tramo del pasillo. El arquitecto había diseñado un pequeño patio, quizás pensó que se podría haber plantado allí un melancólico ciprés o unas matas de violetas para que aquel pequeño pabellón hermoseara un poco la muerte; pero la Administración había necesitado aprovechar todo el espacio en una última especulación del suelo que pertenece al dominio de lo eterno había colocado allí talleres y ambiguas dependencias donde reparar los cables rotos de un gastado electrocardiógrafo o echarle una mano de pintura a una camilla desvencijada.
La tarde estaba gris, de un gris plomizo de febrero, indiferente y frío.
La estancia era pequeña, cuadrada y con bancos de madera brillantes de a grasa de las manos y de la ropa de cuantos día tras día se sentaban a acompañar por última ve al resto humano, ya sólo materia fría y yerta, que yacía a pocos metros.
Los bancos estaban manchados de lágrimas, de saliva y mocos de la gente, los bancos guardaban el dolor y el cansancio al final de las largas jornadas de enfermedad y prisas, de trabajo y vela ininterrumpidos. El muerto descansaba ya, la familia también.
Ella era una puta vieja, su cuerpo gastado por las manos de los hombres que compraron carne se gastó también por los años y por la enfermedad.
Tras la pasión de algunos que mordieron sus pechos de muchacha, soportó a los babosos menos jóvenes que pagaron por su carne ya ajada, después utilizó su cerebro de vieja resabiada para sacar provecho de la caridad ingenua de otras viejas que no supieron nunca de su vida pasada y a las que contaría miserias y desgracias inventadas.
Al final, vivía con su hermana, un pobre ser oligofrénico, asustada por los golpes y los ayunos que le traía el dinero ganado de rodillas por los suelos de varias oficinas que limpiaba a diario.
Y ahora estaba muerta, no había cambiado mucho con la muerte, la muerte inviste a los seres de un dignidad especial, y sin embargo ella era la misma, una puta vieja. Siempre fue cuerpo únicamente y la muerte destruye el cuerpo, nada podía pues pasar al cosmos, ni el alma, ni el espíritu ni la psique.
La pobre oligofrénica estaba a su lado una vez más, alguien le había dado un viejo vestido negro, demasiado ancho para su cuerpo endeble y disarmónico. No lloraba ya, había agotado sus lágrimas hacía mucho tiempo, ahora seguía allí a su lado, como siempre, como un perro fiel y apaleado, con su mirada estúpida, su cabello grasiento y desgreñado, y un indefinible rictus de vacío en a boca.
Los bancos se habían llenado esta vez de algunas personas de su pueblo serrano, de aquellos que en principio se preguntaron qué hacía en la Ciudad, que luego criticaron sus negocios y luego se burlaron de su miseria; ahora habían llegado al final a saborear su muerte con ese gusto morboso de los humildes y los ignorantes por el obligado e ineludible paso a la eternidad. Besaron a la tonta y siguieron charlando de sus cosas, algunos revivieron alguna situación en relación con la muerta: cuando aquél de su pueblo la descubrió en un café de camareras y dio la noticia entre chanzas, o cuando aquel otro la fue a buscar para decirle que su madre había muerto al cuidado de una vecina y ya no pudo encontrarla.
Se sentaban también en otro lado el grupo de beatas que hicieron de la pobre desgraciada su inversión en acciones para el Cielo, ese cielo que ellas imaginaban azul como lo vemos y con ángeles y santos ingenuos. en silencio, calladas y discretas pesaban cada una en su futuro, de próximo final con la conciencia en paz de haber cumplido hasta lo último su deber de Caridad. Enterrar a los muertos, una de las Obras de Misericordia del Catecismo preconciliar.
Afuera, en el patio donde debió estar el ciprés estaban las vecinas, la habían criticado e insultado, la habían aborrecido, la habían despreciado, pero ahora: la muerte nos iguala a todos..., si no se perdona en estos momentos..., a todos los vecinos hemos ido... Frases hechas, estereotipadas y vacías. La expresión adecuada duró poco, una chispa de humor de alguna de ellas, un comentario justo, una burla picante, y la indiferencia estallaba en risas por dentro, mal contenida y peor disimulada por fuera.
Los funcionarios hicieron su oficio, cargaron el féretro y lo metieron en el furgón, las beatas acompañaron a la tonta en un coche negro y gastado que la funeraria enviaba a los entierros pobres.
El Cementerio habría sus puertas de hierro indiferentes, la tierra removida se acumulaba al lado de la fosa, al final, todo igual que tantas otras veces. La oración y el responso y la paz ¿para quién?
La pobre oligofrénica cruzo de nuevo el umbral del brazo de las beatas, después se quedó sola, pero la tarde ya no era gris, el viento de febrero había despejado el cielo, ahora era azul y hacía sol.
Miraba la calle desde el portal, apoyada una mano en el marco de hierro negro y con la otra en su cadera, una cadera deforme, de ser contrahecho y raquítico. De uno de esos seres que la naturaleza crea equivocadamente, como si en un momento dado la maquinaria se hubiera descompuesto y produjera imprecisos remedos de hombres y mujeres, como material de deshecho para purgar, de vez en cuando, el perfecto mecanismo.
Miraba la calle con su expresión estólida, con los ojos perdidos, siguiendo el ir y venir de los automóviles y de la gente. Nadie reparaba en ella, allí, de pie, con una sucia bayeta en las manos y un sacudidor deshilachado enganchado en la cinta de su delantal, un largo mandil de un gris impreciso que cubría sus flacas y torcidas piernas hasta las pantorrillas.
Todavía llevaba el vestido negro que alguien le dio el día de la muerte de su hermana, seguía cayendo informe sobre su cuerpo, sus manos y su cerebro eran demasiado inhábiles para haberlo ajustado a sus escuálidas proporciones; el negro deslustrado se había trocado por un pardo terroso y las sombras de manchas de ignorado origen completaban su desagradable aspecto.
Después de mal lavar las escaleras sin interés y con la monotonía rutinaria que le permitía su mermado cerebro, permanecía allí, en la puerta, viendo caer la tarde del todo, hasta que oscurecía.
Luego, volvía a casa, ya no soportaba la tiranía de la hermana, nadie contaba las pesetas que llevaba envueltas en un deshilachado pañuelo atado con tres nudos en uno de los bolsillos del mandil, pero ahora había tan solo silencio y soledad en la vivienda y ella era demasiado torpe para llenar aquel silencio y aquella soledad.
Lo realizaba todo con un ritmo cansino, como un viejo y agotado animal de tiro, comía algo desazonado que ella preparaba con su torpeza y contaba su dinero con los dedos, sin poder calcular la utilidad ni el provecho de aquellas ganancias.
Las beatas seguían visitándola, era el único rato en que sonreía, cuando le recordaban que no descuidara el cumplimiento de sus deberes religiosos; ella que no podía ni siquiera comprender qué cosa era Dios ni anhelar un Paraíso en el más allá, ¡tantas palabras ininteligibles!, pero sonreía y acudía cada domingo para saborear después el insípido bizcocho de Caridad.
Sin embargo nadie se acordaba de darle soluciones concretas a los problemas reales, nadie le dijo que había que pagar el suministro eléctrico y el agua potable, y un día vio que no se encendían las bombillas, y compró una vela, otro día que del mohoso grifo que había sobre la verdinosa y descascarillada pila de granito de la cocina ya no caía agua y bajó a la calle con un jarro hasta la fuente pública que aún quedaba arrinconada junto a las paredes desconchadas de un solar oliendo a orines, y al fina, alguien, un grupo de hombres serios y fríos llegaron con papeles escritos que no sabía leer y le sellaron la casa.
Otros hombres hablaron de su incapacidad jurídica para entrar en posesión y administrar una propiedad que le correspondía por herencia de su hermana. Y durante estos trámites ella los seguía asustada, indefensa, intentando comprender y sonriendo, vacía, cada vez que oía mentar su nombre sin saber si se le defendía o acusaba.
Alguien, por fin, a condujo otra vez en un viejo coche a un edificio grande, semejante a una iglesia en una pequeña plaza con árboles y bancos de piedra donde varios ancianos tomaban el temprano sol de la mañana.
La monja sonrió y oyó el resumen del informe oficial, lo oyó sin escuchar, cansada ya de tantos informes, resumen final de tantas vidas infelices, cansada ya de recoger el deshecho de una sociedad fría y mecanizada que arrincona lo inútil, lo desagradable, lo imperfecto, lo feo.
Esperó conocer a un nuevo ser con sus miserias arrastradas, ¡ya tendría tiempo de escuchar sin juzgar, de comprender sin juzgar por su cuenta!
Y la tonta, por fin, se sintió segura, por primera vez en su vida a escasos pasos ya de su muerte.