l
 

   

   TRASPLANTE DE CEREBRO

    Presentado al I Concurso de Cuentos de Tribuna Médica

.TRASPLANTE DE CEREBRO

 

Habían acudido a una nueva Consulta, otra más, otra etapa en aquel peregrinar que había comenzado tan solo hacía diez meses y que se les antojaba eterno; que ya había marcado su existencia para siempre.

Era un camino hecho de Salas de Espera, de aquellas salas funcionales y luminosas de los grandes Hospitales, con módulos de colores alegres, plantas y cristales por donde entraba el sol; colores, verde y sol que luchaban contra la angustia y la tristeza que se encerraba en los corazones de quienes las llenaban, día a día, ajenos al mensaje que el decorador de la Sanidad Oficial quiso dar; o de aquellas otras Salas de los Especialistas de renombre, monstruos sagrados de la Medicina Privada, recargadas y asfixiantes, con un lujo barroco e insultante, con fondo sonoro de hilo musical que no servía para borrar, con sus cadencias suaves, el dolor y la enfermedad.

Todo aquel camino estaba jalonado de entrevistas, de repetir una y otra vez, una Historia Clínica cuyas preguntas estereotipadas se sabían de memoria; una historia que quedaba escrita en palabras concretas, en términos profesionales indiferentes a la carga afectiva, a la carga de rabia y dolor que albergaban; una historia para computadora o para fichero que no reflejaría jamás la verdadera Historia, así, con mayúscula, del sufrimiento.

La noción del tiempo se había perdido entre las salas de espera y las consultas, entre las fechas anotadas a bolígrafo en un calendario de bolsillo grasiento y sobado y con una sonriente muchacha en el anverso como amarga ironía; entre las citas para controles, análisis y exploraciones con los modernos medios técnicos, que en un principio se les antojaron magníficos, después se convirtieron en algo rutinario y cotidiano, entre la esperanza y la desesperación.

Y ahora estaban ante otro médico, ya no valoraban si era joven o maduro, (antes, admiraban la experiencia de los segundos y la dedicación atenta de los primeros), ya no valoraban si tenía un largo “currículo” de títulos y cargos académicos (que comentaban con orgullo ante los parientes, como irrefutable prueba de garantía profesional); era uno más de quien les habían hablado, ya no recordaban dónde. Pero esta entrevista sería diferente, iba a ser diferente, porque eran ellos quienes traían la solución.

El hombre miró fijamente al doctor; especialista en Neurología, Psiquiatría y Electroencefalografía, rezaban sus títulos que adornaban la pared tras él, como una aureola, como un respaldo de seguridad, de ciencia, de omnipotencia que a él ya no le impresionaban.

Ya había relatado punto por punto el caso clínico, ya había contestado con impaciencia mal reprimida a todo aquello que, al principio, se esforzaba por recordar con exactitud, creyendo que cuantos mayores detalles aportara mejor se resolvería todo, y ahora que ya sabía que sólo constituían una serie de datos estadísticos para contrastar con el resto de material clínico de los ficheros. Por eso ahora contestaba por rutina, con indiferencia.

Se sentía impaciente, no quiso esperar a escuchar las palabras que ya conocía, y se lanzó a preguntar aquello que rondaba por su cabeza desde hacía tiempo desde que lo había leído en una revista que aquel amigo le llevó un día a la fábrica satisfecho de ayudar al compañero que sufre.

Sí, el Vicente le había dicho:

-Toma, esto podía servir para tu chico, yo no entiendo mucho lo que dice pero tú, que andas siempre cerca de los médicos esos cuando llevas al niño al Hospital, a lo mejor lo entiendes.

Y a é le había faltado tiempo para pedir permiso al Encargado para ir al servicio y allí, encerrado, ahogándose de olor a humedad y orín, devorar el artículo de la revista.

El artículo estaba salpicado de fotografías, en unas la carita terriblemente inexpresiva de un oligofrénico, con su triste sonrisa de Gioconda anencéfala, con sus ojos acuosos y perdidos, con sus estigmas de degeneración. Y, luego, en otras, cobayas blancos con la cabeza llena de cables eléctricos, electrodos, pensó enseguida el hombre, electrodos como los que había visto tantas veces entre los rizados cabellos de su hijo; y al verlos, sólo por este simple detalle, pensó que sí, que comprendería el artículo, porque él había visto aquellas máquinas de trazados interminables que tantas veces había querido interpretar, con la ansiedad de que cada nueva sucesión de puntas y ondas supusiera una paso hacia la normalidad del cerebro de su hijo.

Y leyó el artículo; había muchos términos semejantes, sí, a los que los doctores empleaban ablando de su hijo, entre ellos, pero sin dirigirse a él, aquellos términos que se habían grabado en su memoria como las piezas de un puzzle que encerraran la salud mental del niño.

Y ahora, con el artículo en sus manos y las fotografías delante, con aquellas líneas que sí le parecían dirigidas a él, obró nueva esperanza, supo que si comprendía su significado y después iba a hablar a los médicos, había dado con la solución.

Allí estaba bien claro, se experimentaba en injerto de neuronas vivas, trasplante de células de cerebro; es decir, pensaba él, que aquellas células que él imaginaba como animalillos vivientes que su hijo había perdido que se le habían muerto a los diez días de nacido a manos del meningococo, ahora podían ser sustituidas por otras, de quien fueran, de él mismo por supuesto, si era necesario, y todo volvería a funcionar, como el motor al que le cambian una pieza y sigue su marcha mejor, si cabe, que antes. Era tan fácil...

En verdad el Vicente, su amigo, tenía razón, él lo comprendía todo muy bien, además aquella revista era para la gente como él, para todo e mundo, para miles y miles de personas que podían adquirirla en un kiosco; y, por eso estaba escrita en palabras sencillas, y se explicaba muy bien el periodista aquel; y aquello se hacía en Alemania, claro, que allí hay muchos adelantos; pero él iría a Alemania con su chico que otros han ido a trabajar, y hasta de viaje fue aquel primo suyo cuando le tocó el premio de los detergentes.

Había salido de los lavabos con la revista en la mano y el semblante iluminado; no vio la mirada hosca del Encargado, que había controlado, con impaciencia, su larga estancia y su ausencia de su puesto habitual:

-Éste, desde que tiene el hijo tonto, no hace más que pedir permisos para llevarlo aquí o allá y cada vez trabaja menos.

No se apercibió de nada, hasta llegar al lado de su amigo y darle un puñetazo en el hombro con un brillo en los ojos que querían decirlo todo, y que el Vicente agradeció íntimamente satisfecho de su colaboración:

-Dios, si el chaval se curara- pensó –y le sonrió.

Ahora, al fin estaba delante de aquel doctor, dispuesto a pedir únicamente su orientación para ir allá, a Alemania; dispuesto a exigir como fuera, aquel trasplante de cerebro para su hijo, dispuesto a defender a toda costa con sus derechos de hombre, de trabajador, de padre, la solución a su problema. Nada más buscaba en aquella consulta.

Le habló al doctor seguro, como no había hablado nunca a los médicos ante los que sentía sagrado respeto; porque él lo había leído en una revista, porque ya no podían engañarle con malos pronósticos, ni aconsejarle paciencia, porque ahora sabía que su hijo tenía curación.

El doctor le escuchaba en silencio, le miraba fijamente y miraba a la esposa, sumisa a su lado, escuchando a su hombre, admirando sus palabras, su empuje, sus conocimientos; ella que siempre había ido en segundo término, cargada con el niño que se derrumbaba sobre ella incapaz de sostener la cabeza, incapaz de coordinar un movimiento, ella que había seguido en silencio a las enfermeras por los largos pasillos que conducían a los departamentos donde estaban las complicadas máquinas que controlaban el cerebro de su hijo, ella que nunca preguntaba porque nada entendía:

-Se puso muy malito una noche, con fiebre muy alta, tiesecito y morado, como muerto, y era tan chiquitín entonces, y se lo habían llevado de su lado- ella que, al principio, había tenido miedo de que aquel tinglado engullera a su hijo, que había tenido miedo ante el hombre que descargaba la ansiedad de aguardar fuera a que terminara la exploración –que entre la madre- decían siempre, llamándola ignorante porque no sabía el porqué y el para qué hacían aquello con su hijo, que había tenido miedo de que el niño muriera y de que siguiera viviendo, ella que, por fin, había dejado de tener miedo para sentir tan solo una tristeza honda y callada ya sin lágrimas y sin maldiciones.

El doctor escuchó pacientemente al hombre y le dejó hablar, sabía que lo necesitaba, que necesitaba pronunciar alguna vez, él mismo, aquellas palabras, aquellos términos que tanto le habían obsesionado y que ahora creía poseer; pero se puso a mirar a la mujer, para ayudarla con sus ojos, para decirle con su mirada y sin palabras que aquel amor de ella hacia su hijo, aquel suplir con sus manos las manos del hijo, con sus ojos los ojos del niño, con su pensamiento los pensamientos que jamás tendría el niño, era el único trasplante de cerebro posible; que las neuronas de su cerebro de madre, que aceptaban aquel hijo con amor eran las que podía sustituir las que el niño había perdido

Después, habló con el hombre, le explicó que el periodismo es sensacionalista, que la prensa especializada aún no se había definido en este sentido, que había que esperar, que había que aceptar, y entonces  fue el hombre el que no le escuchó.

Y salieron los tres, el hombre, la mujer y el niño de las neuronas muertas, por el largo pasillo de la tristeza, de la esperanza, de la resignación; y seguían buscando el inútil trasplante de cerebro. Y el hombre hablaba ahora con rabia, y descargaba contra el médico su nueva frustración, su sentimiento de ser injustamente tratado por la vida, acusando a la Medicina de ser injusta con él. Hablaba y hablaba para liberarse de aquella sensación de impotencia contra quien le había roto de nuevo su castillo de arena, y la mujer callaba, como siempre, pensando en las mil tareas rutinarias que esperaban en la casa por hacer, sin sentir ya casi el peso de su cruz.

El médico los había dejado marchar y también sentía rabia, rabia ante sus palabras inútiles, que se habían quedado en el aire, mensaje frustrado que no había llegado a grabarse en ninguna parte, porque el nombre no había podido escucharlo, no había querido o ya lo tenía demasiado impreso en su cerebro.

Afuera, el sol mediterráneo proclamaba la alegría de vivir.

 

Google