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   OTRA HISTORIA DE YERMA

    Seleccionado en el V Concurso de Cuentos de Tribuna Médica

OTRA HISTORIA DE YERMA

 

Estaban allí una vez más, con su aspecto indefenso y tímido y los ojos llenos de esperanza. El hombre, titubeante al atravesar la puerta, dudando siempre sobre si tender la mano o no, sobre si sentarse o permanecer de pie, miraba a la mujer con indecible dulzura; él, tan necesitado de apoyo por su propia miseria cultural, la protegía abarcándola con el azul inmenso de sus ojos, sin atreverse a tocarla allí, en aquel lugar, sin atreverse a tomarla del brazo o de los hombros por un sentimiento de pudor primitivo, pero cobijándola con una ternura inmaterial que trascendía más allá del contacto físico.

Ella, con su mejor atavío, aquél que usaba los domingos para acercarse al bar del pueblo con su hombre a beberse un cerveza fría con aceitunas.

-¡Rellenas, eh!- decía invariablemente él para diferenciar con aquel pequeño extraordinario el día festivo; el mismo con que acudía al mercado comarcal mensualmente, el mismo de las bodas, bautizos, comuniones y entierros de todos los amigos, parientes y conocidos del pueblo y los colindantes, pero llevado ahora de otra forma, con un aire más digno, más orgulloso, más entero, más lleno...

Y bajaba los ojos y se dejaba llevar también sin contacto físico alguno por la presencia del hombre, por su sombra, y se apoyaba en él imperceptiblemente, sintiéndose así segura porque ella titubeaba todavía más si se le preguntaban sus datos personales o lugar de nacimiento.

Hoy habían vuelto de nuevo al doctor, hoy estaban seguros, por fin, de que una nueva vida estaba ya creciendo en el seno de ella, lo habían creído muchas veces y la respuesta había sido siempre negativa, pero ahora no, ahora era imposible el error, ahora no hacía falta esperar unos análisis ni aquella desagradable y humillante exploración, ella lo sentía dentro de sí, como se movía, como deformaba su vientre ya maduro, como hinchaba su figura que había perdido ya el aire y la galanura hacía mucho tiempo. Y él estaba seguro de que su fuerza viril había trascendido y había dado fruto, que no en vano el empeño, noche tras noche, le hacía sembrar en su mujer su simiente caliente, y no en vano ella se satisfacía ofreciéndose con su cuerpo anhelante y su sexo, pobre flor ya marchita, abierto a la espera de la fecundidad.

Él se lo había explicado muchas veces al médico, a su manera, con sus palabras sencillas, reales, sin eufemismos poéticos, como se habla de algo que se tiene entre las manos, que es auténtico y por lo tanto no precisa de metáforas. Él le había contado al médico de qué forma lo hacía, sanamente, sin necesitar de todas aquellas extrañas posiciones que alguna vez había visto en las fotos de las revistas que tenía el barbero y que constituían uno de los alicientes del habitual rapado de nucas en el pueblo.

él no hacía aquellas “guarrerías” –que su mujer era honrada y no era decente intentar con ella lo que se hace con las putas, “con perdón”-.

Pero, eso sí, se lo había contado al médico, para merecer su aprobación de que el método era infalible, mientras su mujer se vestía en el cuarto contiguo, ayudada por la enfermera, porque estas cosas se hablan de hombre a hombre y no es cuestión de poner en evidencia a las mujeres con aquellos detalles que tan gráficamente, con gestos y ademanes contaba y que, sin embargo, estaban tan cargados de sinceridad, trataban de explicar algo tan cotidianamente humano, tan suyo, que en absoluto resultaban obscenos.

Luego salía ella, escuchaba el veredicto del doctor con los ojos bajos, como un reo culpable al que leen su sentencia, enrojecía y sentía en sus ojos la quemazón de unas lágrimas muy ácidas que no llegaban a salir; no decía nada, pero la vivencia de su nuevo fracaso, de su nuevo error, el derrumbamiento de sus ilusiones, dejaba dentro de sí una conmoción tal que comenzaba a ahogarse; pero tenía que aguantar y apretar más aquel nudo que le estrangulaba el grito de rabia e impotencia, y tenía que dominar la angustia y la vergüenza, y tenía que sostenerse en pie mientras regresaban de casa del doctor, caminando como autómatas hasta la estación, tenía que sentarse en el vagón pegajoso y grasiento y mantener la máscara ante las otras gentes de su pueblo y los pueblos vecinos que sonreían con amabilidad fingida y que, como siempre, dirigían miradas indiscretas a su vientre y a sus pechos vacíos.

Y tenía que gritar para adentro, que llorar para adentro, que sufrir para adentro, y por eso su cabeza estallaba por dentro, sin poder contener ya lo que desbordaba todos los mecanismos de racionalización y de represión que ella podía manejar.

Después, quedaba el enfrentamiento con las viejas, con su madre y con su suegra, que interrogaban sin palabras, sólo con unos ojos grises del color del acero, aquellas viejas expectantes, aquellas mujeres para las que parir hijos fue la ocupación habitual, tan rutinaria, tan repetida con una regularidad casi anual durante varios años, que ante ellas se sentía inútil y como minusválida sin poder continuar la estirpe de su raza.

Ellos eran ya entre los hermanos y cuñados, un caso aparte; y ella no podía participar de la charla de las mujeres sobre aquella experiencia común que es dar a luz, sobre la alimentación de los hijos, ¡el gran deber de madre!, sobre su crecimiento y sus lindezas, sobre sus risas y sus llantos.

Ella estaba al margen de un mundo de mujeres-madre que la rodeaba en el cual la escala de valores se medía en función de la relación madre-hijo.

Pero, esta vez, todo iba a ser distinto, ¡estaban tan claro!; no lo había dicho a nadie todavía, ahora ya no lo decía como las primeras veces que creía sentir, a fuerza de desearlo, lo que tantas veces había oído contar a las otras, sus hermanas, sus amigas; ahora ya no comentaba, como de pasada, que había vomitado al levantase, o que se mareaba al volverse en la cama, o que tenía el capricho de comer moras del barranco de La Borda; no, ya no podía decir aquellas cosas porque después había una sonrisa de conmiseración para ella entre las otras mujeres y acababan diciéndole casi a la cara que le acabaría dando “el histérico” si seguía así. Sabiduría popular que no conoce los mecanismos de proyección ni los orígenes etimológicos de las palabras y juega con ellas y acierta en muchos casos.

Y, sin embargo, esta vez, que ella no había dicho nada, su hermana mayor, que estaba ya en vísperas de conocer a su primer nieto, se le había quedado mirando con extraña sonrisa diciéndole:

-¿No vas donde el doctor este mes?-. Y no hubo más, ella cambió de tema y habló de lo hermoso que estaba creciendo el trigo aquella primavera, sin darse cuenta del mensaje subliminal que aquel comentario comportaba.

Y luego, por la calle, hacía mucho tiempo que las amigas no le decían con aquella intención veladamente pícara aquello de:

-Chica, se te ve como más gorda, ¿no?

Y hasta su suegra, aquella mujer siempre de negro por el luto de otros tantos hijos que fueron muriéndose de niños, pero que habían llegado a nacer, habló de ciertos campos, más allá de la torre del Cherro, que podían ser para ellos a la próxima vendimia, como presintiendo que podía levantar ya la segregación que sufrían en el reparto de las tierras por no tener descendencia.

Cuando llegaron ante el doctor, sólo sonrieron, no hacía falta explicar el por qué y el para qué de la consulta; el doctor les veía frente a él, esperando de sus palabras la confirmación de su verdad, y ponían tal unción al escucharle que el médico se sentía agobiado ante la responsabilidad que su diagnóstico suponía.

Y tenía que desengañarlos de nuevo, ella, en efecto, sufría retrasos menstruales, y todo un cortejo de síntomas subjetivos que simulaban el embarazo, igual que las otras veces, y ya no precisaba la prueba biológica del test de orina, le bastaba explorar aquella vagina que conocía bien, que tantas veces se había dejado recorrer por sus dedos enguantados para que pudiera confirmar el deseado embarazo.

El médico temía el momento de siempre, la situación repetida una vez más que suponía para el compartir el desengaño de nuevo, y pensó que ella ya tenía 39 años, que dentro de muy poco tendría que explicarle que quizás la amenorrea fuera ya indicio de la menopausia cerrando la última puerta a la esperanza.

Por eso, esta vez, intentó hablarles de las soluciones que la ciencia había encontrado en casos como el suyo, pensó hallar una luz de esperanza si sabían y entendían lo que suponía la fecundación “in vitro”, los bancos de esperma e incluso las matrices alquiladas que han resuelto ya los problemas de muchas parejas.

El médico les hablaba eligiendo cuidadosamente las palabras, comenzando con las mínimas nociones de fisiología necesarias para hacerles ver cómo su hijo, tan soñado, podía comenzar a formarse en un tubo de cristal de un maravilloso laboratorio, cómo para comenzar de esta forma la vida de su hijo no era necesario el acto de amor y deseo que ellos realizaban como un rito, sino que debían acudir también a ese mismo laboratorio donde se tomarían sus elementos vitales en largas pipetas y tubos de ensayo y allí realizarían la fecundación, fuera de su cuerpo, hasta que el nuevo ser comenzara a existir ella podría acogerlo entonces y nutrirlo; o bien, y en último caso de su matriz lo rechazara, podría crecer dentro de otra mujer, desconocida, que al transcurrir las nueve lunas –lunas de miel y hiel- se lo entregaría, porque era de ellos, sólo hijo de ellos, y esto quedaba completamente claro.

El médico estaba pendiente de sus reacciones al hablarles, se daba cuenta de su sorpresa, de que por mucho que quisiera convencerles de que podía ser hermoso tener un hijo de aquella manera, no conseguía transmitirles un mensaje esperanzador; que había demasiada carga de superstición y cultura ancestral grabada en sus mentes siglo tras siglo para que pudieran aceptar el método, que, para ellos, el hijo de un laboratorio sólo podía ser un monstruo ajeno a su familia, del que se sentirían aún más avergonzados que de su propia infertilidad.

Y estaban, podía el médico sentirlo, ofendidos e irritados contra él, que les proponía aquella extraña solución; el en ellos crecía el sentimiento de macho y hembra primitivos y animales que no precisan de tubos y probetas para hacer “lo que hay que hacer”.

Y su agresividad contenida contra el propio entorno, ignorante y brutal, que les había marginado, se volvía ahora contra el médico con la misma ignorancia y brutalidad porque ellos pertenecían a ese mismo pueblo y reaccionaban de la misma forma cuando creían tener un motivo, al fin, de descargar su tensión reprimida.

Se marcharon altivos, sin titubeos, cogida ella del brazo de él, ostentosamente con orgullo primario y estúpido.

Y hablaban de aquellos médicos que estaban todos locos y pretendían hacer niños en botellas, y hablaban de que tenían que haber ido hacía mucho tiempo atrás a ver a la tía Roseta la de l’Alter que tenía unas hierbas muy buenas para esto de las mujeres, como habían dicho sus madres.



 
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