El héroe sin sospechar nada coge la túnica y se la pone. Ofrecía incienso y plegarias a las primeras llamas y derramaba vino sobre el altar de mármol; la fuerza del veneno se calentó, y liberada por las llamas se difundió derramándose a través de todos los miembros de Hércules. Éste reprimió el dolor cuanto le fue posible con su habitual fortaleza. Después de que su capacidad de resistencia fue vencida por el dolor, dio un empujón al altar y llenó con sus gritos el monte Eta, abundante en bosques. Y al punto trata de rasgar la mortífera túnica, pero, por donde tira de ella, tira ella de la piel, y , o bien se adhiere a sus miembros y no es posible separara, o bien deja al aire los miembros desgarrados y los enormes huesos. La propia sangre, al igual que sucede con una barra de metal ardiente sumergida en un recipiente de agua fría, chirría y hierve con el fuego del veneno. Y no hay límite, las llamas voraces le abrasan las entrañas, de todo su cuerpo fluye un sudor negruzo, crujen los tendones calcinados, y con la médula derretida por el coluto veneno lanza terribles gritos. [...]
Después de cortar árboles y amontonarlos en una pira, ordena a Filoctetes que prenda la llama en la base de aquélla, y que tome su arco y su aljaba, destinados a ver de nuevo Troya [...]. Y, mientras el fuego voraz prende en los troncos, extiende en la parte alta de la pira la piel del león de Nemea y se acuesta con el cuello apoyado en la maza con el mismo rostro que tendría un comensal de un banquete tengigo entre vasos llenos de vinos y coronas de guirnaldas.
Ovidio, Metamorfosis, IX, 157 ss.
Ya crepitaban las llamas poderosas extendiéndose por la pira y se fririgen a sus miembros; los dioses sintieron miedo por el defensor de la tierra, pero así les habló con rostro alegre el Saturnino Júpiter: “[...] No se asusten con un temor vano vuestros corazones. Quien venció todas las cosas, vencerá el fuego que veis, y sólo sentirá al poderoso Vulcano en su parte materna. Lo que recibió de mí es eterno, libre e inmune a la muerte, y no será destrído por ningún fuego. Y esa parte, una vez cumplida su tarea en la tierra, yo la recibiré en las regiones celestes, y confío en que mi acción alegrará a todos los dioses”. [...] Mientras tanto el fuego había consumido ya cuanto las llamas pueden quemar y ya no era reconovible la imagen de Hércules; no quedaba ya nada que procediera de la figura de su madre, y sólo permanecían los rasgos de Júpiter. [...] Y el padre omnipotente llevando a éste en un carro de cuatro caballos envuelto en juevas nubes, lo trasladó a los resplandecientes astros.
Ovidio, Metamorfosis, IX, 239 ss.