DOSCIENTOS AÑOS
ATRÁS
Ros se secó los
labios satisfecho. Se disponía a cerrar la cantimplora cuando un desgarrador
grito estremeció todo su cuerpo.
-¿Qué
diablos es eso?- se dijo.
Una jauría de
aullidos de espanto parecía haber estallado a pocos metros de la colina en la
que se hallaba.
-¡Socorro!
No cabía duda, algo espantoso
estaba sucediendo. Aquella súplica desesperada lo arrancó de su sorpresa. Arrojó
a un lado la cantimplora y salió a todo correr en dirección a los lamentos. Las
zarzas se entretejían entre sus piernas pero los alaridos de horror que crecían
a cada instante espoleaban su loco
descenso.
-¡Dios mío!- murmuró
jadeando.
Le faltaba ya el aire, el sol
y el esfuerzo, provocaban una avalancha de sudor en su cuerpo, más no podía
detenerse, el frenesí de los bramidos lastimeros lo azuzaban sin
descanso.
-¡Y ahora
carcajadas!
Unas cavernosas risas se
elevaban sobre los gemidos. El concierto era espeluznante. Ros angustiado por la
cercanía de la tragedia apretó el paso hasta encontrarse frente a frente con un
espeso arbusto que le cortaba el avance.
En su mochila no llevaba ningún objeto capaz de abrirse paso entre la maraña de
ramas y espinas, así a todo tenía que atravesarla, los llantos suplicaban su
presencia y su ayuda.
Sus manos desnudas
apartaron con gran esfuerzo el ramaje, su respiración agitada casi acallaba la
delirante algarabía, solo podía escuchar con claridad el desbocado latir de su
corazón. Ni siquiera el dolor ni la sangre que corría por sus manos a causa de
las espinas del arbusto, consiguieron apartar sus ojos del horror que ahora
observaba.
Abrió la boca para dar rienda
suelta al pánico que su corazón experimentaba y de sus labios no salió la más
mínima palabra.
Una caravana aparcada en
un claro del bosque, enmarcaba el drama. Una familia de campistas: padre, madre
y dos hijos pequeños, yacían en el suelo acosados por las morbosas risas. Media
docenas de andrajosos motoristas de aspecto demoníaco, los rodeaban, atacándolos
constantemente con unas barras largas de metal que recordaban a las lanzas
utilizadas en tiempos lejanos. Un manto de sangre, de gritos y de polvo, cubría
a los cuatro desgraciados. Los padres protegían con sus cuerpos sanguinolentos a
los pequeños más los diablos, sin dejar de mofarse y de divertirse de lo lindo,
descabalgaron de sus monstruos metálicos y decidieron trinchar con sus estacas
de acero carne más joven.
Ros había
perdido el aliento. Sus pies permanecían clavados en el suelo mientras sus ojos
desorbitados imprimían en su cerebro hasta el mínimo macabro detalle de aquella
siniestra ejecución.
Los gemidos se
habían acallado. Solo las risas de las bestias de carne y hueso, la sangre y la
muerte, reinaban ya en la arena. Las espinas que se clavaban en los dedos de
Ros, lo devolvieron a la realidad. Apartó precipitadamente sus manos del arbusto
y la ventana al infierno que el mismo había abierto, se cerró
estrepitosamente.
-¡Allá arriba hay
alguien!- gritó uno de los monstruos.
-¡Cojonudo! ¡La fiesta continúa!
La ola
de polvo, los aullidos demoníacos y el rugir de los motores de las bestias de
metal, se lanzaron colina arriba en busca de más
diversión.
Ros no tuvo que pensar
demasiado. Sus pies lo hicieron por él. Decidieron echar alas y poner tierra
entre él y aquellos demoníacos verdugos.
Saltaba zarzas, rocas, caminos, arbustos, troncos, un obstáculo tras otro, sin
detenerse, sin pensar, sin descansar, respirando urgentemente, cabalgando al
ritmo desenfrenado de su corazón. Los bramidos de los motores y de las gargantas
de los bárbaros, lo seguían de cerca. Ellos no se cansaban, no jadeaban, no
sudaban, no temblaban. Ros se quedaba sin fuerzas, sin aire, sin energía y aún
así seguía corriendo. Sentía el aliento de los ejecutores en su nuca y su peste
le espoleaba en el ascenso.
-¡Quiero
vivir! ¡Quiero vivir!- repetía su
cerebro.
Pero su tiempo parecía
agotarse. Las lágrimas rodaron por su rostro al descubrirse pensando en todos
aquellos planes que algún día había trazado y que jamás podría
realizar.
No tenía ninguna oportunidad.
Ya no podía más. La cabeza estaba a punto de estallarle, los pulmones se
resistían a absorber ni un gramo más de aire y su corazón se hallaba al límite
de sus fuerzas.
-Debo encontrar un
escondrijo.
Esconderse, esconderse como
un conejo era lo que le restaba. Una extraña construcción de piedra posiblemente
de los tiempos de los megalitos, se presentó ante él como la única oportunidad.
No podía buscar nada mejor estaba completamente desfallecido y los motoristas le
pisaban los talones. Se abrió camino entre las zarzas para llegar hasta ella.
Sus pasos fatigados lo arrastraron hasta el interior y allí se dejó caer sin
aliento.
Las motos no tardaron en
alcanzar la zona, rondaban el megalito como si pudiesen oler el miedo que entre
las cuatro rocas se ocultaba. Ros intentaba calmar su pecho. Se apretaba el
corazón para impedir que sus latidos llegasen a los oídos de los
monstruos.
-¡Tiene que estar por
aquí!
-Creo que se ha
escondido.
-Ja,
ja
-Tengo la estaca lista. Lo
ensartaremos en ella y podemos cocinarlo como una pincho de
carne.
-¡Ja ja
ja!
-Una estupenda idea. El que lo
descubra tendrá el derecho al primer
bocado.
La siniestra alegría de los
ejecutores se clavó en el corazón de Ros con casi tanto dolor como lo haría la
estaca metálica.
Era el fin. Iba a
morir, lo sabía y no podía defenderse, no tenía ninguna posibilidad. Su vida
acabaría entre terribles gritos de dolor durante una larga tortura. Aquel sabor
a hiel helada que reventó en la boca de Ros no era otra cosa que miedo, pavor en
el mayor grado que él jamás había
experimentado
-¡No quiero
morir!
Inconscientemente alargó su mano
hacia el suelo buscando algo con lo que defenderse. Un objeto helado fue
capturado por sus dedos. Toda la sangre de su cuerpo se heló en ese instante.
Unos ojos le sonreían satisfechos entre la
maleza.
-¡Lo tengo! ¡Es mío! ¡Yo le daré
el primer bocado! Ja ja ja.
Los rugidos
se acercaron a su escondite, las carcajadas los acompañaban. Una lanza de metal
se abrió paso entre la maleza antes de sus
captores.
-¡Sal, amiguito, vamos a
divertirnos!
Ros no sabía lo que hacía.
Se levantó. Sus piernas temblorosas milagrosamente podían soportarlo. Su corazón
parecía haber dejado de latir. Solo el hielo amargo del terror que secaba su
boca, le recordaba que aún estaba vivo, aunque por poco
tiempo.
-¡Quiero vivir!- gritó
aterrorizado
Una carcajada general
recibió su lamento.
Ros alzó su mano
derecha y amenazó a las bestias con el objeto con el que se había
armado.
Las carcajadas se acallaron. Los
gestos se tornaron serios por un instante. Pero no tardaron en reventar de nuevo
con más fuerza.
-Ja. Ja, ¿Piensas
matarnos arrojándonos una vieja
calavera?
Entonces Ros contempló por
primera vez el objeto que alzaba. Sus dedos se aferraban a la parte trasera de
un cráneo mugriento. Todo su cuerpo se convulsionó de espanto, espanto, por
todo, por el horror que había presenciado, por el miedo que aquellas bestias le
producían, por el terror a perder su vida, por hallarse allí blandiendo una
profética calavera.
-Quiero vivir,
quiero vivir.- gritó con toda su alma
Y
el cielo le respondió. Aquel día soleado de camping se obscureció de repente.
Las nubes negras lo tomaron al asalto y la luz desapareció de la faz de la
tierrra. Los motores callaron, las risas cesaron y Ros invocó a la desesperada a
la calavera.
-¡Quiero
vivir!
Tenía tanto miedo que sus piernas
se doblaron cayendo de rodillas sobre la tierra mientras las lágrimas de terror
le inundaban el rostro.
El cielo estalló
a su grito. Miles de rayos cubrieron el horizonte. Los motoristas intentaron
huir pero sus máquinas se habían callado para siempre. Permanecieron sobre ellas
como muertos vivientes con sus demoníacos ojos clavados en la calavera.
Un rayo cruzó el cielo y se dirigió
hacia el mugriento cráneo. Entró por la órbita vacía del ojo y tras salir por la
otra, ocupó repentinamente su boca.
Ros
soporto como pudo la descarga. Su cuerpo temblaba tanto que no podía distinguir
la fuerza del rayo y la de su terror. En alto la calavera recibía el beso
furioso del cielo, retumbaba llena de ira a punto de reventar. Ros la mantenía
para el cielo y no apartaba ni un instante su mirada de ella. Al fin lo que
esperaba sucedió. La fuerza de las alturas reventó en mil pedazos el viejo
cráneo.
Una mancha negra, un objeto
quizás, un ente oscuro y siniestro osciló en el aire. Un ente desconocido tomó
cuerpo de entre las sombras y rápidamente se encaramó en el hombro de
Ros.
El día retornó. La tormenta se
disipó y Ros se puso en pie sonriendo. Solo tuvo que dar un paso, un solo paso
al frente y los motoristas del infierno se desplomaron como estatuas de ceniza.
Ros se sacudió la ropa. Se encontraba
bien, estaba tranquilo. No había olvidado nada de lo que había sucedido mas no
le parecía en aquellos instantes tan terrible. Dio una patada a unos de los
montículos que un cuerpo de los motoristas había dejado y las cenizas se
esparcieron por el aire.
¿Miedo? ¡No! No
tenía miedo. ¿Cómo podría tenerlo? El terror había abandonado su alma para
siempre.
Terror encogió y estiró su
masa negra y Ros se frotó su hombro derecho, ahí donde notaba un curioso peso
pero donde nadie podía ver nada.