nuca chica El santo dentista

por María Del Rey Navajas

El teléfono de mi casa demanda nuestra atención de forma insaciable. Su estridente “ring” se cuela por cada rincón y nadie parece oírlo. Mi hermana, en plena crisis hormonal, sigue enganchada a su música encerrada en su habitación y se muestra indiferente al ruido. Parece que finalmente tendré que ser yo misma la que descuelgue. Al otro lado de la línea una chica, con tono pausado pero sin ocultar su estridente voz, pregunta por mí. Como si mi vida fuera a dar un vuelco con su llamada, como si me hubiera tocado la lotería, me dice que ya ha pasado un año y que tengo cita con el dentista Santos para dentro de dos días. Le doy las gracias, con ese estilo tan fino que solo sale cuando tratas con desconocidos por teléfono. La memoria a veces resulta traicionera. Cómo pude obviar el interés del doctor por embolsarse unos billetes, ahora que ya hacía un año que no lo visitaba. Siempre está la excusa de la revisión anual. En estos momentos es cuando te llevas las manos a la boca y recuerdas las veces que no te cepillaste los dientes durante este año, los malditos envases que abriste gracias a ellos y, sobre todo, que no seguiste sus rigurosas instrucciones en el cepillado “de arriba abajo, de arriba abajo”. Seguro que lo aprecia. Pasan los dos días rápidamente e intento recuperar todo el tiempo perdido con mis dientes. Les presto especial atención, los reviso de vez en cuando, cada espejo me sirve de autoevaluación, pero pronto llega el día y la hora indicada por la complaciente secretaria. Ese día uno se despierta un poco inquieto, deseando que caiga la noche y con ella pase el sometimiento a los taladros y utensilios que hurgan en tu boca. Pero como todavía no se ha inventado ninguna máquina del futuro solo podemos atenernos al día a día. Nunca he tenido nada en contra de nadie, ni siquiera de los dentistas, al fin y al cabo hacen su trabajo lo mejor que pueden o les sale. Como en todas las profesiones hay buenos, malos e indefinidos a primera vista. Sin embargo, el ritual de una visita a la clínica sigue poniéndome muy nerviosa. Una vez en la salita de espera, solo te queda el consuelo de hojear algunas revistas del corazón, que por el tiempo que han de llevar sobre la mesita, deben recoger aún la boda de alguna de las Infantas. Pronto escuchas una voz que pronuncia tu nombre y apellidos y te acompaña a ese asiento que aunque en la forma lo aparente, de anatómico tiene poco. Es en ese mismo instante en el que percibes que ya no hay vuelta atrás. El dentista, siempre con una dentadura espléndida, te hurga por tus cavidades bucales más íntimas, sin perder la sonrisa. Cuando finaliza la expedición te recomienda que sigas cepillándote y que, como los llevas tan limpios, esta vez no es necesario hacerte una limpieza. Vaya, para una cosa que entraba en el seguro médico. En fin, tampoco me puedo quejar, al final el dentista Santos no me encontró ni un diente picado, ni una muela del juicio todavía sin sacar, ni sarro acumulado o malformación en la dentadura. Santos se apiadó de mí, bendito sea.


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