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ÁNGEL FERNÁNDEZ SANTOS
Julius Henry, conocido como Groucho, apodo destilado del verbo inglés
to grouch, con el que él mismo aludía a su mal carácter,
a su condición de tipo áspero y gruñón, era el tercero
de los cinco hijos del matrimonio Marx, ambos judíos, él francés
y ella alemana -'Cuando se conocieron', contó, 'ninguno de los dos entendía
lo que decía el otro, así que se casaron. Y como de casados seguían
sin entenderse, se pusieron a tener hijos'-, que emigraron a Nueva York en 1885.
Nació en un tabuco de la Calle 93 de Manhattan en 1890 y murió
en su mansión de Los Angeles el 19 de agosto de 1977, hace hoy un cuarto
de siglo. No se entendería bien su tiempo sin él.
Cuentan quienes le conocieron en sus últimos años, ya retirado
de estudios y escenarios, que le amargaba envejecer y se aferraba a la vida
como a un clavo ardiendo. Poco antes de irse, a los 87 años, Groucho
proclamó suya -y a cambio le cedió el derecho a usar como propio
aquel navajazo de absurdo suicida de que 'jamás entraría en un
club que dejase entrar a un sujeto como yo'- la idea de un cómico discípulo
y paisano suyo, llamado Woody Allen, de que 'no tengo inconveniente en morirme,
a condición de que yo asista en persona a mi funeral'. Un día
de aquellos últimos recibió una carta con un cheque dentro, en
pago a una entrevista, y dijo a su secretaria, Erin Fleming, blandiendo el talón:
'Mira, sigo vivo'.
La crueldad de su ingenio, la velocidad y la precisión de sus gags verbales,
su dominio de la paradoja y la zarpa felina de su instinto de réplica
hicieron de él una leyenda viviente, a la que todos buscaban y asaltaban,
incluso en las calles, en busca de oírle una ocurrencia inédita
que luego contar. Pero muy pocos sabían que éste cómico
de humor devastador -un malabarista de los choques verbales del absurdo, que
forjó su oficio muy abajo, en el caos de los escenarios golfos e ingobernables
del vodevil neoyorquino de la segunda década del siglo XX- rechazaba,
e incluso odiaba, la improvisación como método de trabajo y que
sus veloces y divertidísimas repentizaciones no eran en realidad tales,
sino configuraciones instantáneas de un reposado núcleo de ideas,
gestos y frases ya construidas en minuciosos tanteos y concienzudos ensayos
interiores.
La construcción de su personaje, ese locuaz e intolerable nudo de salivazos
verbales subversivos, cuya huidiza y sin embargo contundente presencia es uno
de los iconos identificadores del mundo moderno, fue la consecuencia de un largo
proceso de busca y afinamiento que comenzó con el encuentro, en una caja
de trastos inservibles, de unas gafillas sin cristal de su madre, Minnie; siguió
con el genial disparate del bigote pintado -era el invierno de 1921, llegó
tarde al teatro el día que nació su primer hijo y, para ganar
tiempo, en vez de pegarse el bigote, se tiznó bajo la nariz con betún-
y se cerró el día en que por azar descubrió, mirándose
de soslayo en un espejo, que su levita adquiría más relieve caricaturesco
cuando caminaba agachado y a zancadas, con las piernas encogidas y el torso
erguido. Una larga década le llevó a Julius construir a Groucho.
No fue nunca un improvisador este, asombroso por su velocidad de réplica,
genial cómico. Aunque fue un hombre de izquierda -su humor lo proclama
y llegó a ser investigado con lupa por el FBI en los tiempos de la caza
de brujas del senador McCarthy-, sus comportamientos eran los de un terco e
irremediable conservador. Cuando la fama de sus espectáculos reventó
las cajas de resonancia de Broadway, Hollywood enroló a la troupe de
Zeppo, Chico, Harpo y Groucho Marx y los convirtió, arrastrados por éste,
en un suceso cinematográfico arrollador, un vendaval de humor libérrimo
y corrosivo que aún hoy sigue escondiendo las llaves de su misteriosa
eficacia universal, por encima de culturas, edades, sensibilidades y tiempos.
La primera vez que se dejó filmar, Groucho se presentó ante la
cámara con su bigote pintado, y, cuando el cámara le pidió
que lo cambiase por uno de pelo, pues el brillo del betún comía
la nariz, él estalló en un ataque de furia. La trifulca fue resuelta
por la química del departamento de maquillaje, pues Groucho dijo que
defendería a tiros su bigote de betún, que ahí sigue, en
la memoria del humor no perecedero.
Groucho dijo que defendería a tiros su bigote de betún, que ahí
sigue, en la memoria del humor no perecedero
Quien desveló con sagacidad el mecanismo del conservadurismo de tan
feroz iconoclasta fue Charlotte Chandler en su libro Hola y adiós. Allí
dice que, 'tras haber salvado varias grietas generacionales, Groucho confiaba
en su modernidad lo suficiente como para sentirse autorizado a mantener opiniones
descaradamente anticuadas', sobre todo en lo relativo a las mujeres. Y tras
su fama de mujeriego se esconde un monógamo, un tipo sedentario, un paciente
escritor de nueve libros y urdidor esencial de los guiones teatrales, radiofónicos
y cinematográficos que interpretó y, en gran medida, como advirtió
Rouben Mamoulian -que, como otro genio de la dirección, Ernst Lubitsch,
se negó a dirigirle, arguyendo que no quería que le dirigiesen
a él-, director de sus películas, aunque nominalmente fuesen dirigidas
por otros.
Algo de esto deja ver la continuidad de estilo que se percibe en la filmografía
marxiana, sobre todo la realizada entre 1933 y 1945, cuyo eje es Groucho y éste
impone a la imagen tanto pautas de realización como de montaje, desde
Cocoanuts a Amor en conserva -donde personalmente eligió y en cierta
manera lanzó a Marilyn Monroe-, pasando por Sopa de ganso, Plumas de
caballo, Una noche en la ópera, Pistoleros de agua dulce, Los hermanos
Marx en el Oeste, El hotel de los líos, Un día en las carreras,
Una noche en Casablanca y Una tarde en el circo. Más tarde, cuando Groucho
comenzó su corta carrera en solitario y esto le obligó a abandonar
su personaje, una parte esencial de su gracia perdió definición
e intensidad. Y, aunque Copacabana, en 1947; Míster Música, en
1950; Don Dólar, en 1951, y Un amor en cada puerto, en 1952, alargaron
aspectos hasta entonces ocultos de su genio, éste quedó atrapado
en el rincón de su casa donde guardó sus gafillas de aro sin cristal,
el garabato de su frac y su caja de betún negro.
Pero quedó intacta su inteligencia, que sigue viva, ahora quizá
eclipsada en un silencio momentáneo, pero que tras este cuarto de siglo
de su muerte física -la artística ocurrió hace más
de medio siglo- volverá sin duda a despertar, cosa que hace cada día
en los muchos e inefables libros que escribió y en el acabamiento casi
escultórico de lo que es su más refinada obra de arte: su manera,
al mismo tiempo gozosa y crepuscular, de vivir y de hacernos ver la vida.
Algunas lecciones de vitriolo y elocuencia
No es fácil aislar un chiste de Groucho, sacarlo de la escena o de la
vida. Su lógica cómica radica en el concatenado, en la secuencia
verbal y gestual, llena de violentos zigzags, de los que saltan chispas de crueldad
y de gracia.
Dijo: 'Mi madre adoraba a los niños, le hubiera gustado que yo fuera
uno'. Y a su secretaria, poco antes de morir: 'Ayer llamé a mi sastre
y me respondió una chica. Le dije que soy Groucho y ella me contestó
que no la tomase el pelo, que yo estaba muerto. Tenía razón'.
Una vez, en una pastelería checa de Los Ángeles, pidió
pfeffernüs en perfecto alemán. 'No sabía que comprendiera
el alemán, señor Marx', observó el pastelero. Y Groucho:
'No lo comprendo en absoluto, pero lo hablo muy bien'.
En un lujoso restaurante de Beverly Hills se le acercó el maître,
reverencial. Y Groucho dijo: 'Quiero una mesa barata para dos' '¿Le parece
bien la de siempre, señor Marx?' 'Me parece asquerosa ¿Caben cuatro
personas?' 'Por supuesto, señor Marx' 'En ese caso, comeremos sólo
dos ¿Qué me recomienda?' 'Hoy el pescado es excelente'. 'No se
hable más, no tenemos tiempo para comer. Traiga directamente la cuenta'.
Y otro día: '¿Qué desea de aperitivo, señor Marx?'
'Vitriolo' 'Lo siento, pero no tenemos vitriolo, señor Marx' 'Que no
tienen vitriolo? ¿Pero qué clase de restaurante es éste?'
Inventó para su tumba este célebre epitafio: 'Salió de
la nada y llegó a la más absoluta de las miserias'. Y se le atribuye
otro: 'Perdonen que no me levante'. Dijo que la política no hace extraños
compañeros de cama, eso lo hace el matrimonio, que es la fuente principal
de divorcios. Y 'encuentro a la tele educativa. Cada vez que alguien la enciende,
cojo un libro' Y 'si quisiera un centavo rompería la hucha de mi hijo,
si tuviera hijo'. Y 'es una tontería mirar debajo de la cama. Si tu mujer
tiene visita, lo más probable es que se esconda en el armario. Conozco
a un tipo que se encontró con tanta gente en el armario de su mujer que
tuvo que divorciarse para poder conseguir donde colgar la ropa'.
www.elpais.es (19/8/02)