El nuevo acelerador
por H.G. Wells

Ciertamente, si alguna vez alguien se ha encontrado una guinea mientras buscaba un alfiler, ése era mi buen amigo el profesor Gibberne. He oído hablar de algunos investigadores que han conseguido mucho más de lo que pretendían, pero nunca de forma tan extraordinaria como él. Esta vez, realmente, sin ningún tipo de exageración, ha descubierto algo que revolucionará al género humano. Y eso que sólo buscaba un estimulante para los nervios que fortaleciese a las personas más débiles de cara a la tensión de la vida actual. He probado la sustancia muchas veces y no puedo hacer menos que describir los efectos que ha producido en mí. Deparará experiencias asombrosas y resultará bastante interesante a todos aquellos que busquen nuevas sensaciones.

El profesor Gibberne, como mucha gente ya sabe, es vecino mío en Folkestone. Si no me falla la memoria, creo que a finales de 1899 ya apareció una fotografía suya en la revista The Strand Magazine, pero no puedo buscarla porque le presté ese número a alguien que nunca me lo ha devuelto. El lector quizá podrá recordar la elevada frente y la singularidad de las pobladas cejas negras que le dan ese toque mefistofélico a su cara. Vive en una de esas agradables casas adosadas de estilos mezclados que hacen que la parte oeste de la zona alta de la avenida Sandgate resulte tan interesante. La suya es la del tejado flamenco y el pórtico morisco, y es en la habitación de la ventana saliente con parteluz en la que trabaja cuando está aquí, y en la que a menudo, alguna tarde, fumábamos y hablábamos juntos. Es extremadamente bromista, aunque, además, le gusta hablarme de su trabajo; es uno de esos hombres que encuentra que hablar es un estímulo y una ayuda y por eso he podido seguir la concepción del Nuevo Acelerador desde buen principio. Naturalmente, la mayor parte de su trabajo experimental no ha sido realizada en Folkestone, sino en la calle Gower, en el maravilloso y nuevo laboratorio que está cerca del hospital y que él fue el primero en utilizar.

Como todos saben, o, al menos, la gente inteligente sabe, la especialidad en la que Gibberne ha conseguido esa reputación tan grande y merecida entre los fisiólogos es la de la acción de las medicinas sobre el sistema nervioso. Sé que es inigualable en lo que se refiere a somníferos, sedantes y anestésicos. También es un químico de eminencia considerable y supongo que en la compleja y astuta jungla de los enigmas que se centran en la célula del ganglio y en el nervio axial hay muy pocas aclaraciones sobre su investigación, pocos claros de iluminación que, hasta que él no vea oportuno publicar sus resultados, son inaccesibles a cualquier ser humano. En los últimos años se dedicó, particularmente, a esta cuestión de los estimulantes nerviosos, de la que ya había salido victorioso antes del descubrimiento del Nuevo Acelerador. La ciencia médica tiene que agradecerle, al menos, tres estimulantes distintos y absolutamente seguros de un valor incomparable para el hombre. En casos de agotamiento, creo que el preparado conocido como «Jarabe Gibberne» ya ha salvado más vidas que cualquier barco salvavidas en la costa.

—Pero nada de esto ha empezado a satisfacerme todavía —me dijo hace casi un año—. O aumentan la energía central sin afectar a los nervios, o simplemente, aumentan la energía disponible debilitando la conductividad nerviosa; y todas las medicinas son desiguales y locales en sus efectos. Una estimula el corazón y las vísceras pero aturde al cerebro, y la otra le proporciona al cerebro una sensación como de embriaguez pero daña el plexo solar. Lo que quiero y pretendo conseguir, si hay alguna posibilidad, es un estimulante que lo estimule todo, que te active de golpe, desde la coronilla hasta la punta del dedo gordo del pie, que multiplique nuestra actividad por dos, o incluso por tres respecto a la gente corriente, ¿de acuerdo? Eso es lo que persigo.

—Cansará a cualquiera —dije.

—No hay duda. Pero comerá doble o triple, y ya está. Piense en lo que significa, imagínese a usted mismo con un frasco pequeño como éste —alzó una botellita de cristal verde y la señaló— y que este precioso frasco contiene el poder de pensar el doble de rápido, de moverse el doble de deprisa, de hacer dos veces más trabajo en un tiempo dado.

—Pero ¿eso es posible?

—Eso creo. Si no, he estado perdiendo el tiempo durante un año. Estos distintos preparados de hipofosfito, por ejemplo, parecen demostrarlo… Aunque sólo fuera una vez y media más rápido, lo haría.

—Lo haría —dije.

—Si usted fuera un hombre de estado en un aprieto, por ejemplo, al que el tiempo se le echara encima y tuviera algo urgente por hacer, ¿eh?

—Podría medicar a su secretaria personal —dije.

—Y ganar… el doble de tiempo. E imagínese que usted, por ejemplo, quisiera acabar un libro.

—Normalmente —dije—, lo que deseo es no empezarlos.

—O un médico al que se le muere el paciente y quisiera sentarse para pensar en ese caso. O un abogado, o cualquiera que estuviera estudiando para un examen.

—Una guinea por gota —dije— y más… para hombres como esos.

—Y también en un duelo —dijo Gibberne—, donde todo depende de la rapidez en apretar el gatillo.

—O en la esgrima —continué.

—¿Lo ve? —dijo—. Si lo consigo y fuera una sustancia de uso habitual, en realidad no podría hacer ningún daño, excepto que quizá nos haría envejecer antes en un grado infinitesimal. Simplemente, se viviría dos veces lo que otra gente vive una.

—¿Sería justo en un duelo? —se me ocurrió.

—Sería cuestión de segundos —contestó él.

Me remonté un instante atrás.

—¿Y cree realmente que es posible? —pregunté.

—Tan posible —dijo Gibberne, mirando hacia algo que hacía vibrar la ventana— como un autobús. A decir verdad… —Se detuvo y me sonrió profundamente, dando golpecitos en el borde de su escritorio con el frasco verde—. Creo que he dado con el quid de la cuestión… Ya me estoy acercando a algo. —La sonrisa nerviosa de su cara delataba la gravedad de su revelación. Raramente hablaba de sus experimentos a no ser que llegaran a su fin—. Y puede ser, puede ser…, no me sorprendería, que proporcionara una velocidad superior al doble.

—¡Sería algo grande! —aventuré.

—Supongo que sería algo bastante grande.

Pero no creo que comprendiera por completo lo grande que iba a ser.

Recuerdo que tuvimos varias charlas posteriores sobre el producto; le llamaba el Nuevo Acelerador y cada vez hablaba de él con más confianza. Algunas veces se ponía nervioso al hablar de los efectos fisiológicos inesperados que podría provocar su uso y entonces se quedaba un tanto triste; otras se mostraba francamente materialista y discutíamos, larga y ansiosamente, sobre cómo debería comercializarse la sustancia.

—Es algo bueno —decía Gibberne—, algo tremendo. Sé que le estoy dando al mundo algo y creo que es razonable que esperemos que el mundo nos lo pague. La dignidad de la ciencia está muy bien, pero creo que, de alguna manera, debo tener el monopolio del fármaco digamos que durante diez años. No veo por qué todo lo bueno de la vida tiene que ser para los comerciantes de jamón.

Ciertamente, mi interés personal por el fármaco venidero no disminuía con el tiempo. Siempre he tenido una rara inclinación por la metafísica y siempre se me han dado bien las paradojas sobre el espacio y el tiempo, y me parecía que Gibberne, en realidad, estaba preparando nada menos que la aceleración absoluta de la vida. Imagínense a un hombre al que se le suministra repetidamente este preparado: verdaderamente viviría una vida activa y acelerada, pero podría ser adulto a los once años, de mediana edad a los veinticinco y, hacia los treinta iría camino de la demencia senil. Me parecía que lo único que Gibberne iba a facilitar a cualquiera que se tomara este fármaco era lo que la naturaleza había concedido a judíos y orientales, que son hombres en la adolescencia y ancianos a los cincuenta, y más rápidos de pensamiento y acción que nosotros. La maravilla de los fármacos siempre me ha fascinado; se puede enloquecer a un hombre, calmarlo, convertirle en alguien increíblemente fuerte y activo, o en un tronco indefenso, reavivarle la pasión o calmársela, todo mediante los fármacos, y aquí teníamos un nuevo milagro para añadir al extraño arsenal de frascos que usan los médicos. Pero Gibberne estaba demasiado ansioso por sus puntos técnicos como para considerar con entusiasmo el aspecto de mi pregunta.

Estábamos a siete u ocho de agosto cuando me dijo que la destilación que decidiría su fracaso o su éxito se estaba llevando a cabo mientras hablábamos, y entonces me dijo que todo estaba resuelto y que el Nuevo Acelerador era una realidad tangible. Me lo encontré cuando yo subía por Sandgate Hill hacia Folkestone —creo que iba a cortarme el pelo y él bajó hacia mí rápidamente—, supongo que se dirigía a mi casa para anunciarme su éxito. Recuerdo que sus ojos brillaban de una forma inusual y que su rostro estaba enrojecido; aun así noté su paso acelerado.

—¡Lo he conseguido! —gritó—. ¡Increíble! Venga y véalo.

—¿Y funciona… a doble velocidad?

—Más aún, mucho más. Me asusta. Venga a mi casa y véalo. ¡Pruébelo, inténtelo! Es el producto más increíble de la tierra.

Me agarró del brazo, corriendo de tal manera que me hizo ir al trote, íbamos gritando colina arriba. Todos los pasajeros de un charabán se volvieron a la vez y nos miraron fijamente, de la manera que mira la gente de los charabanes. Fue en uno de esos días calurosos y claros en los que Folkestone mostraba mucho de sí, todos los colores eran increíblemente brillantes y las siluetas claras. Naturalmente, soplaba una brisa, pero no la suficiente, en aquellas condiciones, para mantenerme fresco y seco. Resollé pidiendo clemencia.

—No ando deprisa, ¿verdad? —gritó Gibberne y cambió el ritmo a una marcha rápida.

—¿Ha tomado algo de ese producto? —dije con un resoplido.

—No —dijo—. Como mucho una gota que quedaba en el vaso de precipitación del que limpié hasta el último rastro del fármaco. Ayer por la noche me tome un poco… Pero eso ahora ya es historia.

—¿Y duplica la velocidad? —pregunté aproximándome a la entrada con un sudor agradecido.

—¡La multiplica por mil, por muchos miles de veces! —gritó con un gesto teatral, precipitándose para abrir la puerta de roble tallada del primer gótico inglés.

—¡Buf! —dije, y le seguí hasta la puerta.

—No sé por cuántas veces multiplica —dijo con la llave en la mano.

—Y usted…

—¡Nos proporciona todo tipo de explicaciones sobre la fisiología nerviosa! ¡Le da una patada a la teoría de la visión y le da una forma perfectamente nueva!… Sólo el cielo sabe por cuántas veces multiplica. Ya lo comprobaremos; la cuestión es probar la sustancia ahora.

—¿Probar la sustancia? —dije mientras íbamos por el pasillo.

—Un poco —respondió Gibberne, volviéndose hacia mí ya en su estudio—. ¡Ahí está, en aquel frasco pequeño de allí! A no ser que tenga usted miedo.

Soy un hombre prudente por naturaleza y sólo aventurero teóricamente. Estaba asustado, pero, por otro lado, tenía mi orgullo.

—Bien —argumenté—. ¿No dijo que lo había probado?

—Lo he probado —contestó— y parece que no me ha hecho daño, ¿verdad? Ni siquiera tengo mal aspecto y me siento…

Tomé asiento.

—Deme la poción —le dije—. Si pasa lo peor, me ahorraré tener que cortarme el pelo, y creo que es una de las obligaciones más odiosas del hombre civilizado. ¿Cómo se toma la mezcla?

—Con agua —dijo Gibberne golpeando una botella.

Estaba en pie delante de su escritorio y me miraba, yo estaba sentado en su silla. Su actitud reflejó de repente ese toque de investigador de la calle Harley.

—Es ron, ya sabe —dijo.

Hice un gesto con mi mano.

—Debo advertirle, en primer lugar, que cierre los ojos en cuanto se lo trague y ábralos muy despacio pasado un minuto, más o menos. Todavía podrá ver. El sentido de la vista es cuestión de la longitud de la vibración y no de la multitud de impactos; pero hay una especie de conmoción en la retina, de mareo molesto, justo al abrir los ojos. Manténgalos cerrados.

—¡Cerrados! —dije—. ¡Bien!

—A continuación debe quedarse quieto. No se mueva. Podría darle un golpe a cualquier cosa si lo hace. Recuerde que todo lo hará miles de veces más rápido que antes, el corazón, los pulmones, los músculos, el cerebro…, todo irá más deprisa y podría darse un fuerte golpe sin darse cuenta. No será consciente, ¿sabe? Se sentirá como ahora. Simplemente, le parecerá que todo funciona miles de veces más despacio que de costumbre. Eso es lo que hace que sea diabólicamente extraño.

—¡Dios mío! —dije—. Y quiere decir que…

—Ya lo verá —dijo él y cogió un medidor. Contempló el material de su mesa—. Vasos —dijo—, agua. Todo está aquí. No debe tomar demasiado la primera vez.

El frasco pequeño mostraba su precioso contenido.

—No olvide lo que le he dicho —me dijo, vertiendo el contenido del medidor en el vaso como si fuera un camarero italiano midiendo el whisky—. Quédese sentado con los ojos bien cerrados y totalmente quieto durante dos minutos. Después me oirá hablar.

Añadió a cada vaso aproximadamente un dedo de agua.

—A propósito —dijo—, no suelte el vaso. Manténgalo en la mano y apoye la mano en la rodilla. Sí…, así. Y ahora…

Alzó su vaso.

—El Nuevo Acelerador —dije.

—El Nuevo Acelerador —respondió. Brindamos y bebimos; al instante cerré los ojos.

Ya conocen el suspenso de la existencia en que caemos cuando inhalamos algún gas. Durante un intervalo impreciso me sentí así. Después oí a Gibberne que me decía que me levantara y entonces me moví y abrí los ojos. Allí estaba él, en pie, como antes, con el vaso aún en la mano pero vacío; ésa era la única diferencia.

—¿Y bien? —preguntó— ¿No nota nada extraño?

—Nada. Una ligera sensación de entusiasmo, quizá. Nada más.

—¿Ruidos?

—Todo está tranquilo —dije—. ¡Caramba! ¡Sí! Todo tranquilo excepto una especie de ligeros golpecitos que suenan como cuando cae la lluvia. ¿Qué es?

—Sonidos analizados —creo que fue lo que dijo, pero no estoy seguro. Miró hacia la ventana—. ¿Había visto antes una cortina colgada así ante una ventana? Seguí su mirada y ahí estaba la punta de la cortina, congelada, como si la esquina levantada estuviera en medio de un enérgico aleteo por la brisa.

—No —dije—; es extraño.

—Y esto —dijo abriendo la mano con la que sujetaba el vaso.

Naturalmente, parpadeé, esperando a que el vaso cayera. Pero lejos de caerse, ni siquiera parecía moverse; se quedó suspendido en el aire, inmóvil.

—Hablando claramente —dijo Gibberne—, en nuestras latitudes, un objeto, al caer, recorre una distancia de cuatro metros y ochenta centímetros el primer segundo. Este vaso está cayendo así ahora, sólo que, ya ve, todavía no ha recorrido la centésima parte de un segundo. Esto le da una idea del ritmo de mi Acelerador.

Y movió su mano, dando vueltas alrededor del vaso que descendía lentamente. Al final lo cogió por la base y lo dejó, con mucho cuidado, sobre la mesa.

—¿Eh? —me dijo riéndose.

—Me parece bien —le dije.

Comencé a levantarme de la silla con mucha cautela, me sentía perfectamente bien, muy ligero y cómodo, y muy seguro de mí mismo. Cada vez vivía más deprisa. Mi corazón, por ejemplo, batía a mil pulsaciones por segundo, pero, de hecho, no me causaba ningún malestar. Miré por la ventana. Un ciclista inmóvil, con la cabeza bajada y una nube de polvo congelada tras la rueda de su bicicleta, se esforzaba por alcanzar un charabán que no se movía.

—Gibberne —grité—. ¿Cuánto dura esta maldita droga?

—¡Sólo el cielo lo sabe! —respondió—. La última vez que me la tomé me fui a dormir para que se pasasen los efectos. Te confieso que tenía miedo. Debió de durar unos minutos, creo, pero parecieron horas. Sin embargo, creo que después de un rato la velocidad se reduce bastante rápidamente.

Me enorgulleció comprobar que no tenía miedo, supongo que porque éramos dos.

—¿Por qué no salimos fuera? —pregunté.

—¿Por qué no?

—La gente nos verá.

—¡No, por Dios, no! ¿Por qué? Iremos miles de veces más deprisa que los más rápidos. ¡Vamos! ¿Por dónde saldremos? ¿Por la ventana o por la puerta?

Y salimos por la ventana.

No hay duda de que de entre todas las experiencias extrañas que he tenido, o que he imaginado, o que he leído que otras personas han tenido o imaginado, esta pequeña aventura que corrí con Gibberne por las calles de Folkestone bajo la influencia del Nuevo Acelerador es la más extraña y loca de todas. Salimos por la puerta hacia la carretera y allí examinamos minuciosamente el paso estático del tráfico. Los bordes de las ruedas, algunas de las patas de los caballos de un charabán, el extremo del látigo y la mandíbula inferior del conductor —que empezaba a bostezar— estaban en movimiento perceptible, pero el resto del pesado vehículo parecía inmóvil. Todo era bastante silencioso excepto por el débil sonido que salía de la garganta de un hombre. Formando parte de esa imagen congelada, había un conductor, un cobrador y once personas. El efecto que nos producía esa droga mientras caminábamos comenzó siendo curioso y acabó siendo… desagradable. Ahí estaban, personas como nosotros pero no exactamente como nosotros, sino congeladas en actitudes despreocupadas, capturadas a medio gesto. Una chica y un hombre se sonreían con una sonrisa falsa que amenazaba con durar para siempre jamás; una mujer con una flexible capellina apoyaba su brazo en la barandilla y observaba la casa de Gibberne con la mirada fija de la eternidad; un hombre se atusaba el bigote como si fuera una figura de cera y otro dirigía una mano rígida y cansada, con la palma abierta, hacia su sombrero. Nos quedamos mirándolos, nos reímos de ellos, les hicimos muecas y, entonces, nos llegó de ellos una cierta sensación de indignación, dimos media vuelta y, rodeando al ciclista, nos dirigimos hacia el parque.

—¡Dios mío! —gritó de repente Gibberne—. ¡Mire eso!

Lo señaló y, allí, al final de la punta de su dedo y sostenida por el aire, batiendo lentamente las alas con la velocidad de un caracol excepcionalmente lánguido, había una abeja.

Nos adentramos en el parque. Allí todo parecía todavía más frenético. La banda tocaba sobre un quiosco, aunque todo el sonido que producían nos parecía un ruidoso jadeo de tono grave, una especie de último suspiro prolongado que, a veces, se convertía en el lento y apagado tictac de algún reloj monstruoso. La gente congelada estaba en pie, erguida; como si fueran muñecos extraños, silenciosos y acartonados que permanecían inestables a mitad de camino de sus movimientos, paseándose por la hierba. Pasé cerca de un caniche detenido en un salto y observé el lento movimiento de sus patas cuando volvía a tocar tierra.

—¡Dios mío, mire aquí! —gritó Gibberne.

Nos detuvimos un instante ante un caballero que llevaba unos pantalones blancos, de franela, con un estampado de tenues rayas, zapatos también blancos y un sombrero de panamá que se había dado la vuelta para guiñarles el ojo a dos damas con las que se cruzó y que iban vestidas alegremente. Un guiño, estudiado con la deliberación ociosa de la que disponíamos, es algo desagradable. Perdía toda su alegría, y uno de nosotros observó que el ojo guiñado no se cerró del todo, que bajo ese párpado caído aparecía el borde inferior del globo ocular y una línea blanca.

—¡Dios, házmelo recordar! —dije—, y nunca volveré a guiñar un ojo.

—O a sonreír —dijo Gibberne, con un ojo en la sonriente respuesta de las damas.

—Hace un calor de espanto —dije—. Vayamos más despacio.

—¡Oh, vamos! —dijo Gibberne.

Seguimos nuestro camino por entre las sillas de ruedas del sendero. Muchas de las personas que estaban sentadas en las sillas parecían casi naturales en sus poses estáticas, pero las muecas de los músicos de la banda no constituían una imagen relajante. Un caballero con la cara de color púrpura estaba congelado en medio de una violenta pelea para sujetar su periódico en contra del viento que se lo llevaba. Era muy evidente que todas aquellas lentas personas estaban expuestas a una brisa considerable, una brisa que para nuestra sensibilidad era imperceptible. Salimos de allí y caminamos alejándonos de la aglomeración, nos volvimos para observar. Resultó increíblemente maravilloso ver cómo toda aquella multitud se transformó y pasó de ser una imagen paralizada a adquirir el realista aspecto de las figuras de cera. Naturalmente, era absurdo, pero me llenaba de un sentimiento de superioridad irracional y exultante. Consideren lo maravilloso que era todo aquello. Todo lo que yo había dicho, hecho y pensado desde que la droga había empezado a causar efecto en mis venas había sucedido, para aquellas personas y para el mundo en general, durante el parpadeo de un ojo.

—El Nuevo Acelerador… —empecé a decir, pero Gibberne me interrumpió.

—Ahí está esa vieja infernal —dijo.

—¿Qué vieja?

—La que vive en la casa de al lado —dijo Gibberne—. Tiene un caniche que no para de ladrar. ¡Dios mío, qué tentación tan fuerte!

A veces hay algo muy infantil e impulsivo en Gibberne. Antes de que pudiera reconvenirle, salió disparado, agarró al desafortunado animal y corrió furiosamente con él hacia el precipicio. Fue de lo más extraordinario. La pequeña bestia no ladraba, ni se movía ni daba la más mínima muestra de vitalidad. Se mantenía totalmente rígida adoptando una actitud de solemne reposo y Gibberne la cogió por el cuello.

Era como correr con un perro de madera.

—¡Gibberne —grité—, déjelo! —Después añadí gritando:— Si corre así, Gibberne, se quemará la ropa. ¡Sus pantalones de lino se están volviendo pardos!

Se golpeó el muslo con la mano y se quedó dubitativo en el borde.

—¡Gibberne! —grité mientras subía—. ¡Déjelo! ¡Este calor es demasiado fuerte! ¡Es por nuestra velocidad! ¡Seis o siete kilómetros por segundo! ¡La fricción del aire!

—¿Qué? —dijo, echándole un vistazo al perro.

—¡La fricción del aire! —grité—. ¡La fricción del aire! Por correr a tanta velocidad. Como los meteoritos y esas cosas. Demasiado caliente. Y… ¡Gibberne! ¡Gibberne! Siento unos pinchazos por todas partes y una especie de sudor. Podrá ver que la gente se mueve un poco más. ¡Creo que la droga está perdiendo el efecto! Suelte ese perro.

—¿Eh? —dijo él.

—El efecto se acaba —repetí—. Tenemos mucho calor y el efecto de la droga desvanece. Estoy completamente empapado.

Se me quedó mirando. Después miró la banda; el ruidoso jadeo de aquella actuación se iba acelerando.

Después, con un movimiento rápido del brazo, lanzó al perro lejos de él y éste subió dando vueltas, todavía inanimado, y al final cayó sobre un grupo de sombrillas donde había gente charlando. Gibberne me sujetaba el codo.

—¡Caramba! —gritó—. ¡Creo que es cierto! Siento una especie de pinchazos calientes y… sí. ¡Resulta apreciable que aquel hombre se está sacando el pañuelo del bolsillo! Tenemos que salir de aquí rápidamente.

Pero no pudimos hacerlo con suficiente rapidez. ¡Quizá por suerte! Porque podíamos correr y creo que si hubiésemos corrido habríamos empezado a arder. Casi seguro que nos habríamos quemado. Ninguno de los dos había pensado en ello, pero antes de poder empezar a correr el efecto de la droga ya había terminado. Fue en cuestión de fracciones de segundo. El efecto del Nuevo Acelerador se pasó como cuando se corre una cortina, que desaparece con un movimiento de mano. Oí la voz de Gibberne en un tono muy alarmado.

—¡Siéntese! —dijo.

Se dejó caer y yo me senté sobre el césped del borde del precipicio, abrasado. Todavía hay una parte de hierba quemada allí donde yo me senté. La parálisis parecía despertar, como yo. El ruido inarticulado de la banda se conjuntó en una explosión musical, los transeúntes bajaron sus pies y continuaron su caminar, los papeles y las banderas comenzaron a ondear, las sonrisas se convertían en palabras, el hombre que guiñaba el ojo acabó su guiño y prosiguió su camino complacientemente y toda la gente que estaba sentada se movía y hablaba.

El mundo entero volvía a la vida, iba tan rápido como nosotros o, quizá, nosotros no íbamos más deprisa que el resto del mundo. Era como reducir la velocidad al llegar a la estación de tren. Parecía que todo estuviera dando vueltas durante uno o dos segundos, tuve una momentánea sensación de náusea, y eso fue todo. El perrito, que pareció flotar por un momento cuando fue impulsado por el brazo de Gibberne, cayó con una rápida aceleración sobre la sombrilla de una dama.

Ésa fue nuestra salvación. Si no hubiera sido por aquel corpulento anciano de la silla de ruedas que dio un respingo al vernos y que después empezó a lanzarnos miradas de desconfianza, y que al final creo que le dijo algo sobre nosotros a su enfermera, dudé de que alguna persona se hubiera dado cuenta de nuestra aparición repentina. ¡Zas! Debimos aparecer abruptamente. Dejamos de arder casi de golpe, aunque el césped que estaba debajo de mí seguía desprendiendo un calor molesto. La atención de todo el mundo —incluso la de la banda de la Asociación de Entretenimiento, que en aquella ocasión, por única vez en su historia, perdió el compás— fue atrapada por el increíble hecho de que un respetable perro faldero sobrealimentado que dormía tranquilamente en el lado este del quiosco de música se abalanzara, súbitamente, sobre la sombrilla de la señora que estaba en el lado oeste, en un estado ligeramente chamuscado debido a la extrema velocidad de sus movimientos por el aire. Además, ocurrió en estos absurdos tiempos en que todos queremos ser adivinadores, supersticiosos y estúpidos. La gente se levantó y se atropellaron unos a otros, tumbaron las sillas, y los policías del parque corrieron. No sé cómo ocurrió todo, estábamos demasiado ansiosos por librarnos de aquel enredo y salir de la vista del anciano que estaba en la silla de ruedas como para hacer preguntas. En cuanto estuvimos lo suficientemente frescos y recuperados del mareo, las náuseas y la confusión mental, nos levantamos y, eludiendo a la multitud, dirigimos nuestros pasos hacia la casa de Gibberne por el camino que quedaba por debajo del Metropol. Pero en medio del barullo oí claramente al caballero que había estado sentado tras la dama de la sombrilla rota dirigirse con un lenguaje y un tono amenazante injustificable a uno de esos vigilantes de las sillas en cuyas gorras pone «Inspector».

—Si usted no fue quien lanzó al perro —dijo—, ¿quién lo hizo?

La repentina vuelta del movimiento y los ruidos familiares, y nuestra preocupación natural por nosotros mismos (nuestras ropas todavía estaban terriblemente calientes y la parte delantera de los muslos de los pantalones blancos de Gibberne estaba quemada y tenía un color marrón pardusco), evitaron las detalladas observaciones que me habría gustado hacer sobre todos aquellos acontecimientos. En realidad, sobre ese regreso no hice ninguna observación de valor científico. Naturalmente, la abeja se había ido. Busqué al ciclista, pero ya había desaparecido de nuestra vista cuando subíamos por la calle Sandgate o el tráfico nos lo había ocultado; sin embargo, el charabán seguía con sus pasajeros, ahora vivos y moviéndose, traqueteando a un ritmo brioso casi al lado de la iglesia más cercana.

Nos dimos cuenta, no obstante, de que el alféizar de la ventana por el que habíamos pasado al salir de la casa estaba ligeramente chamuscado y que las huellas de nuestros pies sobre la grava del camino eran inusualmente profundas.

Así fue mi primera experiencia con el Nuevo Acelerador. Prácticamente estuvimos correteando, diciendo y haciendo todo tipo de cosas en un espacio de tiempo aproximado de un segundo. Vivimos una media hora mientras la banda tocaba, quizá, un par de compases. Pero el efecto que nos provocó fue que todo el mundo se había detenido para nuestra cómoda observación. Considerando todo esto y, particularmente, nuestra prisa en aventurarnos fuera de la casa, la experiencia podría haber resultado más desagradable de lo que fue. Indiscutiblemente, demostró que a Gibberne todavía le quedaba mucho por aprender antes de conseguir que su fármaco fuera fácil de utilizar, pero su factibilidad estaba ciertamente demostrada más allá de toda duda.

Desde aquella aventura ha mantenido su uso firmemente bajo control y yo he tomado muchas veces dosis moderadas bajo su control y sin el más mínimo perjuicio; aunque debo confesar que no me he aventurado a salir fuera otra vez cuando estoy bajo sus efectos. Tengo que mencionar, por ejemplo, que he escrito esta historia de golpe y sin interrupción, excepto para mordisquear algo de chocolate, usando este fármaco. Empecé a las 6.25 y mi reloj marca ahora cerca de un minuto pasado de la media. La conveniencia de asegurarme un largo rato de trabajo sin interrupción en mitad de un día lleno de citas no puede considerarse como algo desmesurado. Gibberne está trabajando actualmente en el tratamiento cuantitativo de su preparado, con una especial referencia a sus efectos particulares sobre los distintos tipos de constitución. Por lo tanto, espera encontrar un Retardador con el que pueda disminuir su un tanto excesiva potencia actual. Naturalmente, el Retardador deberá invertir el efecto del Acelerador; usado separadamente deberá permitir que el paciente dedique unos pocos segundos a muchas horas de tiempo ordinario y así poder mantener una inactividad indolente, una ausencia de celeridad parecida a un glaciar, en medio de las situaciones más animadas o irritantes. Las dos sustancias juntas causarán, necesariamente, una revolución total de la existencia. Es el comienzo de nuestra escapada de ese Vestido del Tiempo del que habla Carlyle. Mientras que el Acelerador nos permitirá concentrarnos, con un tremendo impacto, en cualquier momento u ocasión que requiera nuestra máxima sensibilidad y vigor, el Retardador nos permitirá pasar, con una pasiva tranquilidad, a través del sufrimiento infinito y del tedio. Quizá me muestre un poco optimista respecto al Retardador, que todavía no ha sido descubierto, pero en cuanto al Acelerador no cabe ningún tipo de duda. Su aparición en el mercado bajo una forma conveniente, controlada y asimilable se llevará a cabo en los próximos meses. Todos los químicos y farmacéuticos podrán obtenerlo, en pequeñas botellas verdes, a un precio alto pero no excesivo si tenemos en cuenta sus extraordinarias cualidades. «El Acelerador Nervioso de Gibberne» será su nombre y él espera poder suministrarlo en tres tamaños: uno de 200, uno de 900 y uno de 2.000, que se distinguirán por etiquetas amarillas, rosas y blancas, respectivamente.

No hay duda de que su uso proporcionará un gran número de posibilidades extraordinarias, porque, naturalmente, actos notables y, posiblemente, incluso delictivos se pueden ver afectados por la impunidad al evadirse por los intersticios del tiempo. Como todas las sustancias potentes es probable su abuso. Sin embargo, hemos discutido sobre este aspecto detalladamente y hemos decidido que es una cuestión meramente relacionada con la jurisprudencia médica y que queda fuera de nuestro alcance. Debemos fabricar y vender el Acelerador y, en cuanto a las consecuencias, pues ya veremos.


© H.G. Wells
Extraído de:
http://personales.mundivia.es/jmallart/Literatu/Wells1.htm


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