2. La escolaridad como construcción social.

El sistema escolar no es un fenómeno natural y constante, sino una construcción social artificial que puede servir a intereses muy dispares, mientras se hace difícil prever, planificar y obtener los resultados que se pretenden alcanzar. Esta configuración de la enseñanza como construcción social la hace enfrentarse y generar a su vez una problemática compleja, que se agrava porque cualquiera puede tener una opinión sobre cómo debe funcionar la escuela, cómo habría que tratar al alumnado, y en ocasiones al profesorado, e incluso cómo y qué se debería enseñar.

Esta situación dificulta la consideración del docente como profesional de la enseñanza para sí mismo y para el resto de la sociedad, sobre todo porque afecta a dos rasgos fundamentales de la profesionalización de una tarea: la autonomía y la protección del profesional, como especialista ante las objeciones del cliente.

En el momento actual no existe una respuesta clara y unívoca sobre lo que hay que enseñar, cómo hay que tratar al alumnado para que su desarrollo personal y su adaptación socio-laboral sea óptima, y cómo ha de funcionar la escuela para que cumpla sus objetivos. Y a falta de investigación educativa sistemática, rigurosa y contextualizada, o haciendo caso omiso de la existente, especialistas, políticos y enseñantes se dejan llevar por la inercia histórica o por prescripciones pedagógicas o psicológicas poco contrastadas.

A todo lo anterior habría que añadir el importante papel que juega la evaluación del alumnado en la construcción de su autoimagen y en sus posibilidades de promoción socio-laboral futura (a esto dedicaremos un apartado aparte), sobre todo cuando no se tiene la seguridad de que las calificaciones recibidas reflejen necesariamente sus capacidades y conocimientos para "enfrentarse a la vida". Esto hace que la actividad docente, compleja de por sí, llegue a tales cotas de dificultad que lleve a pensar, en ocasiones, en nuestra relativa incapacidad para actuar en el sistema escolar y, a algunos enseñantes, a buscar otras salidas profesionales en las que la exigencia no sea tan fuerte, ni la indefinición de sus cometidos tan patente.

La problemática apuntada anteriormente lleva a ubicar el punto de tensión de la enseñanza en el dilema de si ésta ha de centrarse en el individuo y sus necesidades actuales o en la sociedad y sus exigencias, o si las necesidades del individuo y la sociedad pueden llegar a un punto de equilibrio.

El análisis que los especialistas han llevado a cabo parte de la aceptación de que el hecho educativo es fundamental para que el individuo pueda alcanzar su madurez humana, tanto en el terreno personal como en lo social. Pero la reflexión sobre el conflicto que surge entre el individuo y el sistema escolar es una temática relativamente reciente.

El concepto de enseñanza ha ido siempre ligado al tipo de organización sociocultural de la sociedad, que se ha ido dotando, con más o menos fortuna, de recursos para conservar el equilibrio de los roles establecidos. Cuando las sociedades, mediante los procesos de urbanización e industrialización, buscaron homogeneizarse mediante unas formas organizativas democráticas y una promoción social mediante el acceso de las capas sociales menos favorecidas a la cultura dominante, el sistema escolar pasó a ser un objetivo para los grupos tradicionalmente desheredados. Así, la educación escolar puede a la vez concebirse como posibilitadora de ascenso social y configurarse como un sistema de control social, dado que en su interior sólo determinados individuos podrán realizar ese ascenso.

De este modo, los cambios sufridos por la sociedad en los procesos de urbanización e industrialización, sobre todo después de la segunda guerra mundial, dieron a la escuela un papel cada vez más protagonista, pero a la vez más difuso. Se empezó a suponer que debía suplir todo aquello que la familia o la comunidad-sociedad no podían ofrecer a los ciudadanos más jóvenes. Esta posición afecta al ámbito personal, pero además la escuela también tenía que preparar al alumnado para adaptarse críticamente al mundo adulto del trabajo, que a su vez, no se ha caracterizado precisamente por ser un modelo de armonía entre el individuo y la sociedad.

Estos dos enfoques han predominado hasta los inicios de los años ochenta. En la actualidad parece apuntar un cierto distanciamiento de estos objetivos, pues el desarrollo de la sociedad postindustrial ha trastocado el sistema laboral, creando nuevas necesidades, y ha puesto al descubierto que en realidad, por preparación "para la vida" se entendía preparación para el trabajo. Cuando éste ha dejado de ser el objetivo dominante de los valores y logros sociales, una salida que justificaba la larga escolarización de los individuos, la función de la escuela ha comenzado a replantearse.

Por eso hoy, aunque muchos profesores, sobre todo de enseñanza secundaria y universitaria, aseguran que ellos se limitan a transmitir unos conocimientos sin más, distintos estudios realizados sobre todo desde la sociología del conocimiento (Bourdieu, 1983; Young, 1971), sugieren que la forma de seleccionar, articular, transmitir y evaluar los contenidos del currículum, así como su desarrollo particular en un determinado contexto, tiene una importancia considerable en la evaluación personal e intelectual del alumnado, su forma de aproximarse al conocimiento en la vida cotidiana, y su propio éxito o fracaso dentro del sistema escolar.

Podemos decir que el problema clave que tiene planteado la enseñanza actual es el de poder determinar sus propios objetivos, en consonancia con la realidad social y cultural presente, y poder articular los medios personales y materiales necesarios para estar en condiciones de alcanzarlos. Este problema es especialmente grave porque no es fácil llegar a un acuerdo entre los distintos grupos implicados en la educación que ostentan poder decisorio. En un sistema escolar centralizado como el nuestro, en el que objetivos, directrices, recomendaciones y hasta materiales curriculares vienen homologados desde la Administración, los mismos encargados de elaborarlos pueden tener ideas muy diferentes e incluso opuestas, aunque al final estas diferencias puedan quedar minimizadas. A esto hay que añadir la visión del profesorado que, en última instancia, es quien toma las decisiones sobre las metas educativas reales, la forma de presentar los contenidos del currículum, los materiales que utiliza, y los sistemas de evaluación y de revisión que emplea.

Otro conjunto de problemas se refiere a la dificultad de llevar a cabo los proyectos educativos tal y como fueron planeados, bien porque no se den las condiciones necesarias para poder alcanzar las metas pretendidas, bien porque no se sepa exactamente cuáles son esas condiciones, y ello a pesar de las aportaciones que se han venido realizando sobre la comprensión del fenómeno educativo y sobre las intenciones que tienen lugar en los procesos de enseñanza y aprendizaje.

En definitiva, habría que decir que en la actualidad estamos demasiado lejos de haber resuelto el tema de la educación institucional en lo que se refiere no sólo a las cuestiones de tecnología de la educación, es decir, en la elección de los mejores medios para obtener los mejores resultados, sino, y sobre todo, a las que tienen que ver con los problemas básicos de la educación: para qué se enseña, y en función de ello, qué se ha de enseñar, y cuál es la mejor manera de hacerlo. Esto hace, por tanto, que las relaciones entre enseñanza y aprendizaje sigan inscritas en las preocupaciones cotidianas.

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