Contexto social y literario
El
primer gran movimiento de la Revolución Industrial fue detenido
en Inglaterra por las guerras napoleónicas y relanzado después,
ya en forma definitiva, hasta la mitad del siglo. Tras el ferrocarril (1830),
la reforma del Parlamento (1832), la supresión de la esclavitud
en las colonias (1833), la sociedad de la época se sentía
impulsada por las nuevas fuerzas espirituales que aportaba el liberalismo
y por las renovadas fuentes de energía material. Estas reformas,
inventos e iniciativas, que trasformaban los modos seculares del trabajo
productivo y repercutían, uno tras otro, sobre cada frente del conjunto
de la economía, parecían traer consigo la promesa de un futuro
rotundamente optimista. Un progreso que proporcionaría el bienestar
a todos y, de momento y en primicia, prosperidad a una burguesía
laboriosa y emprendedora.
El estamento burgués, constituido en indiscutible dirigente de la
economía nacional, se reveló pragmático en la gerencia
de las nuevas fábricas y, a la vez, ávido de lujo y reconocimiento
público. Realismo y refinamiento social serán los rasgos
principales incorporados al hombre burgués de la época victoriana;
rasgos necesarios en su función rectora de unas ciudades colmadas
de obreros y criados.
La reina Victoria era coronada en 1837, abriendo un largo reinado que se
enmarcaría entre esta prosperidad y optimismo y la otra prosperidad
del final de su reinado, en 1901; pero criticada e incluso envuelta en
sombras pesimistas por la literatura de los últimos años.
Y es que, si la época victoriana había significado el término
de un entusiasmo de tonos épicos - Napoleón, Wellington,
Byron, fueron personalidades para esa época -, hacia 1880 se iniciaba,
antes en la poesía y luego en la prosa, un largo canto en que declinaban
hasta tintes sombríos esperanzas en cualquier mejora definitiva
para la humanidad en su conjunto. Al menos, la crítica social que
sucedió al primer momento capitalista agresivo y hambriento de riqueza,
la de Dickens, estuvo cargada de humanismo y mantenía el humor y
la esperanza. Esperanza en un mundo asediado por la miseria de los más
desfavorecidos y el destino que, irreductiblemente, cercaba a todos.
Esta pesimismo
en la última veintena del siglo XIX resultaba en gran medida del
agotamiento tras el enfrentamiento irresoluble entre los tradicionales
sentimientos religiosos y el nuevo espíritu científico, en
otras palabras, entre el misticismo y el racionalismo. Un enfrentamiento
que tenía formas particularmente duras de expresión en la
creación y en la crítica literaria. El período victoriano,
que pareció en sus comienzos continuar el Romanticismo, se vio a
lo largo del siglo caracterizado principalmente por las tendencias realistas
y naturalistas; una orientación global que era, sin embargo, contestada
y corregida desde otras posiciones intelectuales y, a menudo, tachada como
la negación misma de la literatura.
En suma, el
hálito místico del Romanticismo se mostró incapaz
de sobrevivir en la atmósfera de las ciudades transformadas por
el pragmatismo y el bienestar burgués. Mientras que el Naturalismo,
de clara filiación racionalista, no lograba alentar ningún
entusiasmo nuevo que no fueran las fuerzas que a él mismo le había
dado nacimiento y era, finalmente, frenado por un amplio sentir popular
que se negaba a habitar mundos excesivamente sombríos.
Quizás,
en concreto, no cabía esperar menos de ese pueblo inglés
al que siempre se concedió el buen juicio, los modales, la inteligencia
práctica y la dignidad de casi todos sus actos que, en los años
finales del siglo, tomaba cautelosas distancias tanto frente al pesimismo
naturalista como frente al esteticismo casi sublime de los que optaban
por hacer una religión de su propio arte y trabajaban en su taller
la belleza de los objetos y las palabras con exquisitez renacentista.
El quehacer
literario afectado más que antes por el gusto popular y deseado
también por una crítica literaria institucionalizada; perdida
la estética unitaria que en tiempos pasados posibilitó períodos
separados por sucesivas coherencias, resultaba un quehacer más abierto
y diverso, que explica en gran medida la amplia variedad de estilos y formas
novelísticas aparecidas en la segunda mitad del siglo XIX en Inglaterra.
Muestra de una de esas variaciones es la obra de Roberto Louis Stevenson
( autor sobre el que voy a estudiar su novela El extraño caso
del Dr. Jekyll y Mr. Hyde)
El optimismo provocado
por la obra de R. L. Stevenson parece lograrse a despecho de las propias
circunstancias de la vida de este, lastrada por la enfermedad, pero quizás
también valorada por los momentos felices entrelazados entre los
períodos de dolor. Pero era, además, efecto de los propios
objetivos literarios del autor. La opción por lo imaginativo y la
transformación fantástica de lo pasado, lo distante o lo
sobrenatural se tamiza siempre por el orden de su pensamiento, uno de los
más lúcidos de su generación, y por la limpieza de
su estilo sereno, trabajado y elegante. Es también una opción
consciente, parte de una estética y una particular comprensión
de la literatura como responsabilidad y profesión.
Negó el Naturalismo
como forma literaria y condenó que la literatura hurgase en el lodo
de la naturaleza del hombre o que copiase las acciones visibles y cotidianas.
Se trataba más bien de hablar de la imaginación y mover posiciones
en torno a un mundo lleno de variedad y ofrecido como campo en donde
a la raíz de lo humano le eran posibles experiencias inagotables.
Precisamente la obra de
Stevenson se sitúa al otro lado de lo cotidiano y lo presuntamente
sabido. Su lectura tiende al contacto con lo insólito, lo distante
y lo sobrenatural. Pero no sólo en cuanto todo esto tiene de aventura,
sorpresa y deleite; también a otro nivel de la trama de la acción
y señalado por ella, lo insólito, distante y sobrenatural
se convierte en lo desconocido cotidiano, en ámbito distante y sorprendente
donde vemos nacer la pregunta por lo común de las vidas humanas
y por lo más interior que se pensaba tan cercano. Esta técnica,
tan genuinamente artística, es lo que permite como todas las verdaderas
obras de creación, leer una historia y escuchar un mensaje que habla
desde tan lejos de lo que tan íntimamente nos concierne.
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