PRIMER MANIFIESTO SURREALISTA ANDRÉ
BRETON
PRIMER MANIFIESTO SURREALISTA ANDRÉ BRETON
Poeta y crítico francés (1896-1966). Uno de los fundadores del
movimiento surrealista y su principal teórico. En 1924 publicó el
Primer Manifiesto del surrealismo Luego los ensayos Los pasos perdidos
(1924) y Legítima defensa (1926), el relato Nadja (1928) y los
experimentos de escritura automática de La Inmaculada Concepción
(1930), junto con Paul Éluard, con quien publicó un segundo Manifiesto
(1930). Entre sus libros posteriores figuran Los vasos comunicantes
(1932), El amor loco (1937) y Antología del humor negro (1937).
Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario,
en la vida real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer. El
hombre, soñador sin remedio, al sentirse de día en día más descontento
de su sino, examina con dolor los objetos que le han enseñado a
utilizar, y que ha obtenido al través de su indiferencia o de su
interés, casi siempre a través de su interés, ya que ha consentido
someterse al trabajo o, por lo menos no se ha negado a aprovechar las
oportunidades... ¡Lo que él llama oportunidades! Cuando llega a este
momento, el hombre es profundamente modesto: sabe cómo son las mujeres
que ha poseído, sabe cómo fueron las risibles aventuras que emprendió,
la riqueza y la pobreza nada le importan, y en este aspecto el hombre
vuelve a ser como un niño recién nacido; y en cuanto se refiere a la
aprobación de su conciencia moral, reconozco que el hombre puede
prescindir de ella sin grandes dificultades.
Si le queda un poco de lucidez, no tiene más remedio que dirigir la
vista hacia atrás, hacia su infancia que siempre le parecerá
maravillosa, por mucho que los cuidados de sus educadores la hayan
destrozado. En la infancia la ausencia de toda norma conocida ofrece
al hombre la perspectiva de múltiples vidas vividas al mismo tiempo;
el hombre hace suya esta ilusión; sólo le interesa la facilidad
momentánea, extremada, que todas las cosas ofrecen. Todas las mañanas
los niños inician su camino sin inquietudes. Todo está al alcance de
la mano, las peores circunstancias materiales parecen excelentes.
Luzca el sol o esté negro el cielo, siempre seguiremos adelante, jamás
dormiremos.
Pero no se llega muy lejos a lo largo de este camino; y no se trata
solamente de una cuestión de distancia. Las amenazas se acumulan, se
cede, se renuncia a una parte del terreno que se debía conquistar.
Aquella imaginación que no reconocía límite alguno ya no puede
ejercerse sino dentro de los límites fijados por las leyes de un
utilitarismo convencional; la imaginación no puede cumplir mucho
tiempo esta función subordinada, y cuando alcanza aproximadamente la
edad de veinte años prefiere, por lo general, abandonar al hombre a su
destino de tinieblas.
Pero si más tarde el hombre, fuese por lo que fuere, intenta
enmendarse al sentir que poco a poco van desapareciendo todas las
razones para vivir, al ver que se ha convertido en un ser incapaz de
estar a la altura de una situación excepcional, como la del amor,
difícilmente logrará su propósito. Y ello es así por cuanto el hombre
se ha entregado, en cuerpo y alma al imperio de unas necesidades
prácticas que no toleran el olvido.
Todos los actos del hombre carecerán de altura, todas sus ideas, de
profundidad. De todo cuanto le ocurra o cuanto pueda llegar a
ocurrirle, el hombre solamente verá aquel aspecto del conocimiento que
lo liga a una multitud de acontecimientos parecidos, acontecimientos
en los que no ha tomado parte, acontecimientos que se ha perdido. Más
aún, el hombre juzgará cuanto le ocurra o pueda ocurrirle poniéndolo
en relación con uno de aquellos acontecimientos últimos, cuyas
consecuencias sean más tranquilizadoras que las de los demás. Bajo
ningún pretexto sabrá percibir su salvación.
Amada imaginación, lo que más amo en vos es que jamás perdonás.
Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me
parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo
humano. Sin duda alguna, se basa en mi única aspiración legítima. Pese
a tantas y tantas desgracias como hemos heredado, es preciso reconocer
que se nos ha legado una libertad espiritual suma. A nosotros
corresponde utilizarla sabiamente. Reducir la imaginación a la
esclavitud, cuando a pesar de todo quedará esclavizada en virtud de
aquello que con grosero criterio se denomina felicidad, es despojar a
cuanto uno encuentra en lo más hondo de sí mismo del derecho a la
suprema justicia. Tan sólo la imaginación me permite llegar a saber lo
que puede llegar a ser, y esto basta para mitigar un poco su terrible
condena; y esto basta también para que me abandone a ella, sin miedo
al engaño (como si pudiéramos engañarnos todavía más). ¿En qué punto
comienza la imaginación a ser perniciosa y en qué punto deja de
existir la seguridad del espíritu? ¿Para el espíritu, acaso la
posibilidad de errar no es sino una contingencia del bien?
Queda la locura, la locura que solemos recluir, como muy bien se ha
dicho.
Esta locura o la otra... Todos sabemos que los locos son internados en
méritos de un reducido número de actos reprobables, y que, en la
ausencia de estos actos, su libertad (y la parte visible de su
libertad) no sería puesta en tela de juicio. Estoy plenamente
dispuesto a reconocer que los locos son, en cierta medida, víctimas de
su imaginación, en el sentido que ésta le induce quebrantar ciertas
reglas, reglas cuya trasgresión define la calidad de loco, lo cual
todo ser humano ha de procurar saber por su propio bien. Sin embargo,
la profunda indiferencia de los locos dan muestra con respecto a la
crítica de que les hacemos objeto, por no hablar ya de las diversas
correcciones que les infligimos, permite suponer que su imaginación
les proporciona grandes consuelos, que gozan de su delirio lo
suficiente para soportar que tan sólo tenga validez para ellos. Y, en
realidad, las alucinaciones, las visiones, etcétera, no son una fuente
de placer despreciable. La sensualidad más culta goza con ella, y me
consta que muchas noches acariciaría con gusto aquella linda mano que,
en las últimas páginas de L’Intelligence, de Taine, se entrega a tan
curiosas fechorías. Me pasaría la vida entera dedicado a provocar las
confidencias de los locos. Son como la gente de escrupulosa honradez,
cuya inocencia tan sólo se pude comparar a la mía. Para poder
descubrir América, Colón tuvo que iniciar el viaje en compañía de
locos. Y ahora podéis ver que aquella locura dio frutos reales y
duraderos.
No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera
de la imaginación.
Después de haber instruido proceso a la actitud materialista, es
imperativo instruir proceso a la actitud realista. Aquélla, más
poética que ésta, desde luego, presupone en el hombre un orgullo
monstruoso, pero no comporta una nueva y más completa frustración. Es
conveniente ver ante todo en dicha escuela bienhechora reacción contra
ciertas risibles tendencias del espiritualismo. Y, por fin, la actitud
materialista no es incompatible con cierta elevación intelectual.
Contrariamente, la actitud realista, inspirada en el positivismo,
desde Santo Tomás a Anatole France, me parece hostil a todo género de
elevación intelectual y moral. Le tengo horror por considerarla
resultado de la mediocridad, del odio, y de vacíos sentimientos de
suficiencia. Esta actitud es la que ha engendrado en nuestros días
esos libros ridículos y esas obras teatrales insultantes. Se alimenta
incesantemente de las noticias periodísticas, y traiciona a la ciencia
y al arte, al buscar halagar al público en sus gustos más rastreros;
su claridad roza la estulticia, y está a altura perruna. Esta actitud
llega a perjudicar la actividad de las mejores inteligencias, ya que
la ley del mínimo esfuerzo termina por imponerse a éstas, al igual que
a las demás. Una consecuencia agradable de dicho estado de cosas
estriba, en el terreno de la literatura, en la abundancia de novelas.
Todos ponen a contribución sus pequeñas dotes de «observación». A fin
de proceder a aislar los elementos esenciales, M. Paul Valéry propuso
recientemente la formación de una antología en la que se reuniera el
mayor número posible de novelas primerizas cuya insensatez esperaba
alcanzase altas cimas. En esta antología también figurarían obras de
los autores más famosos. Esta es una idea que honra a Paul Valéry,
quien no hace mucho me aseguraba, en ocasión de hablarme del género
novelístico que siempre se negaría a escribir la siguiente frase: la
marquesa salió a las cinco. Pero, ¿ha cumplido la palabra dada?
Si reconocemos que el estilo pura y simplemente informativo, del
que la frase antes citada constituye un ejemplo, es casi exclusivo
patrimonio de la novela, será preciso reconocer también que sus
autores no son excesivamente ambiciosos. El carácter circunstanciado,
inútilmente particularista de cada una de sus observaciones me induce
a sospechar que tan sólo pretenden divertirse a mis expensas. No me
permiten tener siquiera la menor duda acerca de los personajes: ¿será
este personaje rubio o moreno? ¿Cómo se llamará? ¿Lo conoceremos en
verano...? Todas estas interrogantes quedan resueltas de una vez para
siempre, a la buena de Dios; no me queda más libertad que la de cerrar
el libro, de lo cual no suelo privarme tan pronto llego a la primera
página de la obra, más o menos. ¡Y las descripciones! En cuanto a
vaciedad, nada hay que se les pueda comparar; no son más que
superposiciones de imágenes de catálogo, de las que el autor se sirve
sin limitación alguna, y aprovecha la ocasión para poner bajo mi vista
sus tarjetas postales, buscando que juntamente con él fije mi atención
en los lugares comunes que me ofrece: la pequeña estancia a la que
hicieron pasar al joven tenía las paredes cubiertas de papel amarillo;
en las ventanas había geranios y estaban cubiertas con cortinillas de
muselina, el sol poniente lo iluminaba todo con su luz cruda. En la
habitación no había nada digno de ser destacado.
Los muebles de madera blanca eran muy viejos. Un diván de alto
respaldo inclinado, ante el diván una mesa de tablero ovalado, un
lavabo y un espejo adosados a un entrepaño, unas cuantas sillas
arrimadas a las paredes, dos o tres grabados sin valor que
representaban a unas señoritas alemanas con pájaros en las manos... A
eso se reducía el mobiliario.(1)
No estoy dispuesto a admitir que la inteligencia se ocupe, siquiera
de paso, de semejantes temas. Habrá quien diga que esta parvularia
descripción está en el lugar que le corresponde, y que en este punto
de la obra el autor tenía sus razones para atormentarme. Pero no por
eso dejó de perder el tiempo, porque yo en ningún momento he penetrado
en tal estancia. La pereza, la fatiga de los demás no me atraen. Creo
que la continuidad de la vida ofrece altibajos demasiado contrastados
para que mis minutos de depresión y de debilidad tengan el mismo valor
que mis mejores minutos. Quiero que la gente se calle tan pronto deje
de sentir. Y quede bien claro que no ataco la falta de originalidad
por la falta de originalidad. Me he limitado a decir que no dejo
constancia de los momentos nulos de mi vida, y que me parece indigno
que haya hombres que expresen los momentos que a su juicio son nulos.
Permitidme que me salte la descripción arriba reproducida, así como
muchas otras.
Y ahora llegamos a la psicología, tema sobre el que no tendré el
menor empacho en bromear un poco.
El autor toma un personaje, y, tras haberlo descrito, hace
peregrinar a su héroe a lo largo y ancho del mundo. Pase lo que pase,
dicho héroe, cuyas acciones y reacciones han sido admirablemente
previstas, no debe comportarse de un modo que discrepe, pese a
revestir apariencias de discrepancia, de los cálculos de que ha sido
objeto. Aunque el oleaje de la vida cause la impresión de elevar al
personaje, de revolcarlo, de hundirlo, el personaje siempre será aquel
tipo humano previamente formado.
Se trata de una simple partida de ajedrez que no despierta mi interés,
porque el hombre, sea quien sea, me resulta un adversario de escaso
valor.
Lo que no puedo soportar son esas lamentables disquisiciones
referentes a tal o cual jugada, cuando ello no comporta ganar ni
perder. Y si el viaje no merece las alforjas, si la razón objetiva
deja en el más terrible abandono -y esto es lo que ocurre- a quien la
llama en su ayuda, ¿no será mejor prescindir de tales
disquisiciones? «La diversidad es tan amplia que en ella caben todos
los tonos de voz, todos los modos de andar, de toser, de sonarse, de
estornudar...»(2) Si un racimo de uvas no contiene dos granos
semejantes, ¿a santo de qué describir un grano en representación de
otro, un grano en representación de todos, un grano que, en virtud de
mi arte, resulte comestible? La insoportable manía de equiparar lo
desconocido a lo conocido, a lo clasificable, domina los cerebros. El
deseo de análisis impera sobre los sentimientos(3). De ahí nacen
largas exposiciones cuya fuerza persuasiva radica tan sólo en su
propio absurdo, y que tan sólo logran imponerse al lector, mediante el
recurso a un vocabulario abstracto, bastante vago, ciertamente. Si con
ello resultara que las ideas generales que la filosofía se ha ocupado
de estudiar, hasta el presente momento, penetrasen definitivamente en
un ámbito más amplio, yo sería el primero en alegrarme. Pero no es
así, y todo queda reducido a un simple discreteo; por el momento, los
rasgos de ingenio y otras galanas habilidades, en vez de dedicarse a
juegos inocuos consigo mismas, ocultan a nuestra visión, en la mayoría
de los casos, el verdadero pensamiento que, a su vez, se busca a sí
mismo. Creo que todo acto lleva en sí su propia justificación, por lo
menos en cuanto respecta a quien ha sido capaz de ejecutarlo; creo que
todo acto está dotado de un poder de irradiación de luz al que
cualquier glosa, por ligera que sea, siempre debilitará. El solo hecho
de que un acto sea glosado determina que, en cierto modo, este acto
deje de producirse. El adorno del comentario ningún beneficio produce
al acto. Los personajes de Stendhal quedan aplastados por las
apreciaciones del autor, apreciaciones más o menos acertadas pero que
en nada contribuyen a la mayor gloria de los personajes, a quienes
verdaderamente descubrimos en el instante en que escapan del poder de
Stendhal.
Todavía vivimos bajo el imperio de la lógica, y precisamente a eso
quería llegar. Sin embargo, en nuestros días, los procedimientos
lógicos tan sólo se aplican a la resolución de problemas de interés
secundario. La parte de racionalismo absoluto que todavía solamente
puede aplicarse a hechos estrechamente ligados a nuestra experiencia.
Contrariamente, las finalidades de orden puramente lógico quedan fuera
de su alcance. Sobra decir que la propia experiencia se ha visto
sometida a ciertas limitaciones. La experiencia está confinada en una
jaula, en cuyo interior da vueltas y vueltas sobre sí misma, y de la
que cada vez es más difícil hacerla salir. La lógica también, se basa
en la utilidad inmediata, y queda protegida por el sentido común. So
pretexto de civilización, con la excusa del progreso, se ha llegado a
desterrar del reino del espíritu cuanto pueda clasificarse, con razón
o sin ella, de superstición o quimera; se ha llegado a proscribir
todos aquellos modos de investigación que no se conformen con los
imperantes. Al parecer, tan sólo al azar se debe que recientemente se
haya descubierto una parte del mundo intelectual, que, a mi juicio,
es, con mucho, la más importante y que se pretendía relegar al olvido.
A este respecto, debemos reconocer que los descubrimientos de Freud
han sido de decisiva importancia. Con base en dichos descubrimientos,
comienza al fin a perfilarse una corriente de opinión, a cuyo favor
podrá el explorador avanzar y llevar sus investigaciones a más lejanos
territorios, al quedar autorizado a dejar de limitarse únicamente a
las realidades más someras. Quizá haya llegado el momento en que la
imaginación esté próxima a volver a ejercer los derechos que le
corresponden. Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan
extrañas fuerzas capaces de aumentar aquellas que se advierten en la
superficie, o de luchar victoriosamente contra ellas, es del mayor
interés captar estas fuerzas, captarlas ante todo para, a
continuación, someterlas al dominio de nuestra razón, si es que
resulta procedente. Con ello, incluso los propios analistas no
obtendrán sino ventajas. Pero es conveniente observar que no se ha
ideado a priori ningún método para llevar a cabo la anterior empresa,
la cual, mientras no se demuestre lo contrario, puede ser competencia
de los poetas al igual que de los sabios, y que el éxito no depende de
los caminos más o menos caprichosos que se sigan.
Con toda justificación, Freud ha proyectado su labor crítica sobre
los sueños, ya que, efectivamente, es inadmisible que esta importante
parte de la actividad psíquica haya merecido, por el momento, tan
escasa atención.
Y ello es así por cuanto el pensamiento humano, por lo menos desde el
instante del nacimiento del hombre hasta el de su muerte, no ofrece
solución de continuidad alguna, y la suma total de los momentos de
sueño, desde un punto de vista temporal, y considerando solamente el
sueño puro, el sueño de los períodos en que el hombre duerme, no es
inferior a la suma de los momentos de realidad, o, mejor dicho, de los
momentos de vigilia.
La extremada diferencia, en cuanto a importancia y gravedad, que para
el observador ordinario existe entre los acontecimientos en estado de
vigilia y aquellos correspondientes al estado de sueño, siempre ha
sido sorprendente. Así es debido a que el hombre se convierte,
principalmente cuando deja de dormir, en juguete de su memoria que, en
el estado normal, se complace en evocar muy débilmente las
circunstancias del sueño, a privar a éste de toda trascendencia
actual, y a situar el único punto de referencia del sueño en el
instante en que el hombre cree haberlo abandonado, unas cuantas horas
antes, en el instante de aquella esperanza o de aquella preocupación
anterior. El hombre, al despertar, tiene la falsa idea de emprender
algo que vale la pena. Por esto, el sueño queda relegado al interior
de un paréntesis, igual que la noche. Y, en general, el sueño, al
igual que la noche, se considera irrelevante. Este singular estado de
cosas me induce a algunas reflexiones, a mi juicio, oportunas:
1. Dentro de los límites en que se produce (o se cree que se
produce), el sueño es, según todas las apariencias, continuo con
trazas de tener una organización o estructura. Únicamente la memoria
se irroga el derecho de imponerlas, de no tener en cuenta las
transiciones y de ofrecernos antes una serie de sueños que el sueño
propiamente dicho. Del mismo modo, únicamente tenemos una
representación fragmentaria de las realidades, representación cuya
coordinación depende de la voluntad (4). Aquí es importante señalar
que nada puede justificar el proceder a una mayor dislocación de los
elementos constitutivos del sueño. Lamento tener que expresarme
mediante unas fórmulas que, en principio, excluyen el sueño.
¿Cuándo llegará, señores lógicos, la hora de los filósofos durmientes?
Quisiera dormir para entregarme a los durmientes, del mismo modo que
me entrego a quienes me leen, con los ojos abiertos, para dejar de
hacer prevalecer, en esta materia, el ritmo consciente de mi
pensamiento. Acaso mi sueño de la última noche sea continuación del
sueño de la precedente, y prosiga, la noche siguiente, con un rigor
harto plausible. Es muy posible, como suele decirse. Y habida cuenta
que no se ha demostrado en modo alguno que al ocurrir lo antes dicho
la «realidad» que me ocupa subsista en el estado de sueño, que esté
oscuramente presente en una zona ajena a la memoria, ¿por qué razón no
he de otorgar al sueño aquello que a veces niego a la realidad, este
valor de certidumbre que, en el tiempo en que se produce, no queda
sujeto a mi escepticismo? ¿Por qué no espero de los indicios del sueño
más lo que espero de mi grado de conciencia, de día en día más
elevado? ¿No cabe acaso emplear también el sueño para resolver los
problemas fundamentales de la vida? ¿Estas cuestiones son las mismas
tanto en un estado como en el otro, y, en el sueño, tienen ya el
carácter de tales cuestiones? ¿Conlleva el sueño menos sanciones que
cuanto no sea sueño? Envejezco, y quizá sea sueño, antes que esta
realidad a la que creo ser fiel, y quizá sea la indiferencia con que
contemplo el sueño lo que me hace envejecer.
2. Vuelvo, una vez más, al estado de vigilia. Estoy obligado a
considerarlo como un fenómeno de interferencia. Y no sólo ocurre que
el espíritu da muestras, en estas condiciones, de una extraña
tendencia a la desorientación (me refiero a los lapsus y malas
interpretaciones de todo género, cuyas causas secretas comienzan a
sernos conocidas) sino que, lo que es todavía más, parece que el
espíritu, en su funcionamiento normal, se limite a obedecer
sugerencias procedentes de aquella noche profunda de la que yo acabo
de extraerle. Por muy bien condicionado que esté, el equilibrio del
espíritu es siempre relativo. El espíritu apenas se atreve a
expresarse y, caso de que lo haga, se limita a constatar que tal idea,
tal mujer, le hace efecto. Es incapaz de expresar de qué clase de
efecto se trata, lo cual únicamente sirve para darnos la medida de su
subjetivismo. Aquella idea, aquella mujer, conturban al espíritu, le
inclinan a no ser tan rígido, producen el efecto de aislarle durante
un segundo del disolvente en que se encuentra sumergido, de
depositarle en el cielo, de convertirle en el bello precipitado que
puede llegar a ser, en el bello precipitado que es. Carente de
esperanzas de hallar las causas de lo anterior, el espíritu recurre al
azar, divinidad más oscura que cualquiera otra, a la que atribuye
todos sus extravíos. ¿Y quién podrá demostrarme que la luz bajo la que
se presenta esa idea que impresiona al espíritu, bajo la que advierte
aquello que más ama en los ojos de aquella mujer, no sea precisamente
el vínculo que le une al sueño, que le encadena a unos presupuestos
básicos que, por su propia culpa, ha olvidado? ¿Y si no fuera así, de
qué sería el espíritu capaz? Quisiera entregarle la llave que le
permitiera penetrar en estos pasadizos.
3. El espíritu del hombre que sueña queda plenamente satisfecho con
lo que sueña. La angustiante incógnita de la posibilidad deja de
formularse.
Matá, volá más deprisa, amá cuanto querás. Y si morís, ¿acaso no tenés
la certeza de despertar entre los muertos? Dejate llevar, los
acontecimientos no toleran que los diferás. Carecés de nombre. Todo es
de una facilidad preciosa.
Me pregunto qué razón, razón muy superior a la otra, confiere al
sueño este aire de naturalidad, y me induce a acoger sin reservas una
multitud de episodios cuya rareza me deja anonadado, ahora, en el
momento en que escribo. Sin embargo, he de creer el testimonio de mi
vista, de mis oídos; aquel día tan hermoso existió, y aquel animal
habló.
La dureza del despertar del hombre, lo súbito de la ruptura del
encanto, se debe a que se le ha inducido ha formarse una débil idea de
lo que es la expiación.
4. En el instante en que el sueño sea objeto de un examen metódico
o en que, por medios aún desconocidos, lleguemos a tener conciencia
del sueño en toda su integridad (y esto implica una disciplina de la
memoria que tan sólo se puede lograr en el curso de varias
generaciones, en la que se comenzaría por registrar ante todo los
hechos más destacados) o en que su curva se desarrolle con una
regularidad y amplitud hasta el momento desconocidas, cabrá esperar
que los misterios que dejen de serlo nos ofrezcan la visión de un gran
Misterio. Creo en la futura armonización de estos dos estados,
aparentemente tan contradictorios, que son el sueño e la realidad, en
una especie de realidad absoluta, en una sobrerrealidad o surrealidad,
si así se puede llamar. Esto es la conquista que pretendo, en la
certeza de jamás conseguirla, pero demasiado olvidadizo de la
perspectiva de la muerte para privarme de anticipar un poco los goces
de tal posesión.
Se cuenta que todos los días, en el momento de disponerse a dormir,
Saint-Pol-Roux hacía colocar en la puerta de su mansión de Camaret un
cartel en el que se leía: EL POETA TRABAJA.
Habría mucho más que añadir sobre este tema, pero tan sólo me he
propuesto tocarlo ligeramente y de pasada, ya que se trata de algo que
requiere una exposición muy larga y mucho más rigurosa; más adelante
volveré a ocuparme de él. En la presente ocasión, he escrito con el
propósito de hacer justicia a lo maravilloso, de situar en su justo
contexto este odio hacia lo maravilloso que ciertos hombres padecen,
este ridículo que algunos pretenden atribuir a lo maravilloso.
Digámoslo claramente: lo maravilloso es siempre bello, todo lo
maravilloso, sea lo que fuere, es bello, e incluso debemos decir que
solamente lo maravilloso es bello.
En el ámbito de la literatura únicamente lo maravilloso puede dar
vida a las obras pertenecientes a géneros inferiores, tal como el
novelístico, y, en general, todos los que se sirven de la anécdota. El
monje, de Lewis, constituye una admirable demostración de lo anterior.
El soplo de lo maravilloso penetra la obra entera. Mucho antes de que
el autor haya liberado a sus personajes de toda servidumbre temporal,
se nota que están prestos a actuar con su orgullo carente de
precedentes. Aquella pasión de eternidad que les eleva incesantemente
da acentos inolvidables a su tortura y a la mía. A mi entender, este
libro exalta ante todo, desde el principio al fin, y de la manera más
pura que jamás se haya dado, cuanto en el espíritu aspira a elevarse
del suelo; y esta obra, una vez una vez despojada de su fabulación
novelesca, de moda en la época en que fue escrita, constituye un
ejemplo de justeza y de inocente grandeza (5). A mi juicio pocas son
las obras que la superan, y el personaje de Mathilde, en especial, es
la creación más conmovedora que cabe anotar en las partidas del activo
de aquella moda de figuración en literatura. Mathilde no es tanto un
personaje cuanto una constante tentación. Y si un personaje no es una
tentación, ¿qué otra cosa puede ser? Extremada tentación la de
Mathilde. El principio «nada es imposible para quien quiere
arriesgarse» tiene en El monje su máxima fuerza de convicción. Las
apariciones ejercen en esta obra una función lógica, por cuanto el
espíritu crítico no se preocupa de desmentirlas. Del mismo modo, el
castigo de Ambrosio queda tratado de manera plenamente legítima, ya
que a fin de cuentas es aceptado por el espíritu crítico como un
desenlace natural.
Quizá parezca injustificado que haya empleado el anterior ejemplo,
al referirme a lo maravilloso, cuando las literaturas nórdicas y las
orientales se han servido de él constantemente, por no hablar ya de
las literaturas propiamente religiosas de todos los países. Sin
embargo, si así lo he hecho, ello se debe a que los ejemplos que estas
literaturas hubieran podido proporcionarme están plagados de
puerilidades, ya que se dirigen a niños. En un principio, estos no
pueden percibir lo maravilloso, y, después, no conservan la suficiente
virginidad espiritual para que Piel de Asno les produzca demasiado
placer. Por encantadores que sean los cuentos de hadas, el hombre se
sentiría frustrado si tuviera que alimentarse sólo con ellos, y, por
otra parte, reconozco que no todos los cuentos de hadas son adecuados
para los adultos. La trama de adorables inverosimilitudes exige una
mayor finura espiritual que la propia de muchos adultos, y uno ha de
ser capaz de esperar todavía mayores locuras... Pero la sensibilidad
jamás cambia radicalmente. El miedo, la atracción sentida hacia lo
insólito, el azar, el amor al lujo, son recursos que nunca se
utilizarán estérilmente. Hay muchos cuentos que escribir con destino a
los mayores, cuentos que todavía son casi azules.
Lo maravilloso no siempre es igual en todas las épocas; lo
maravilloso participa oscuramente de cierta clase de revelación
general de la que tan sólo percibimos los detalles: estos son las
ruinas románticas, el maniquí moderno, o cualquier otro símbolo
susceptible de conmover la sensibilidad humana durante cierto tiempo.
Sin embargo, en estos cuadros que nos hacen sonreír se refleja siempre
la irremediable inquietud humana, y por esto he fijado mi atención en
ellos, ya que los estimo inseparablemente unidos a ciertas
producciones geniales que están más dolorosamente influenciadas por
aquella inquietud que muchas otras obras. Y al decirlo, pienso en los
patíbulos de Villon, en los griegos de Racine, en los divanes de
Baudelaire. Coinciden con un eclipse del buen gusto que soporto muy
bien, por cuanto considero que el buen gusto es una formidable lacra.
En el ambiente de mal gusto propio de mi época, me esfuerzo en llegar
más lejos que cualquier otro. Si hubiese vivido en 1820 yo hubiera
hablado de la «ensangrentada monja», y no hubiera ahorrado aquel
astuto y trivial «disimulemos» de que habla el Cuisin enamorado de la
parodia, y yo hubiese utilizado las gigantescas metáforas en todas las
fases, tal como Cuisin dice, del curso del «disco, plateado». En los
presentes días pienso en un castillo, la mitad del cual no ha de
encontrarse forzosamente en ruinas; este castillo es mío, y lo veo
situado en un lugar agreste, no muy lejos de París. Las dependencias
de este castillo son infinitas, y su interior ha sido terriblemente
restaurado, de modo que no deja nada que desear en cuanto se refiere a
comodidades. Ante la puerta que las sombras de los árboles ocultan,
hay automóviles que esperan. Algunos de mis amigos viven en él: ahí va
Louis Aragón, que abandona el castillo y apenas tiene tiempo para
decirles adiós; Philippe Soupault se levanta con las estrellas, y Paul
Eluard, nuestro gran Eluard, todavía no ha regresado. Ahí están Robert
Desnos y Roger Vitrac, que descifran en el parque un viejo edicto
sobre los duelos; y Georges Auric y Jean Paulhan; Max Morise, quien
tan bien rema, y Benjamin Péret, con sus ecuaciones de pájaros; y
Joseph Delteil; y Jean Carrive; y Georges Limbour, y Georges Limbour
(hay un bosque de Georges Limbour); y Marcel Noll; he ahí a T.
Fraenkel, quien nos saludó desde un globo cautivo, Georges Malkine,
Antonin Artaud, Francis Gérard, Pierre Naville, J.-A. Boiffard,
después Jacques Baron y su hermano, apuestos y cordiales, y tantos
otros, y mujeres de arrebatadora belleza, de verdad. A esa gente joven
nada se le puede negar, y, en cuanto concierne a la riqueza, sus
deseos son órdenes. Francis Picabia nos visita, y, la semana pasada,
hemos dado una recepción a un tal Marcel Duchamp, a quien todavía no
conocíamos. Picasso caza por los alrededores.
El espíritu de la desmoralización ha fijado su domicilio en el
castillo, y a él recurrimos todas las veces que tenemos que entrar en
relación con nuestros semejantes, pero las puertas están siempre
abiertas, y no comenzamos nuestras relaciones dando las gracias al
prójimo, ¿saben ustedes? Por lo demás, grande es la soledad, y no nos
reunimos con frecuencia, porque, ¿acaso lo esencial no es que seamos
dueños de nosotros mismos, y, también, señores de las mujeres y del
amor?
Se me acusará de incurrir en mentiras poéticas; todos dirán que vivo
en la calle Fontaine, y que jamás gozarán de tanta belleza. ¡Maldita
sea! ¿Es absolutamente seguro que este castillo del que acabo de hacer
los honores se reduce simplemente a una imagen? Pero, si a pesar de
todo tal castillo existiera... Ahí están más invitados para dar fe; su
capricho es el camino luminoso que a él conduce. En verdad, vivimos en
nuestra fantasía, cuando estamos en ella. ¿Y cómo es posible que cada
cual pueda molestar al otro, allí, protegidos por el afán sentimental,
al encuentro de las ocasiones?
El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por
entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus
deseos, de día en día más temible. Y esto se lo enseña la poesía. La
lleva en sí la perfecta compensación de las miserias que padecemos. Y
también puede actuar como ordenadora, por poco que uno se preocupe,
bajo los efectos de una decepción menos íntima, de tomársela a lo
trágico. ¡Se acercan los tiempos en que la poesía decretará la muerte
del dinero, y ella sola romperá en pan del cielo para la tierra! Habrá
aún asambleas en las plazas públicas, y movimientos en los que uno
habría pensado en tomar parte.
¡Adiós absurdas selecciones, sueños de vorágine, rivalidades, largas
esperas, fuga de las estaciones, artificial orden de las ideas,
pendiente del peligro, tiempo omnipresente! Preocupémonos tan sólo de
practicar la poesía. ¿Acaso no somos nosotros, los que ya vivimos de
la poesía, quienes debemos hacer prevalecer aquello que consideramos
nuestra más vasta argumentación?
Poco importa que se dé cierta desproporción entre la anterior defensa
y la ilustración que viene a continuación. Antes, hemos intentado
remontarnos a las fuentes de la imaginación poética, y, lo que es más
difícil todavía, quedarnos en ellas. Y conste que no pretendo haberlo
logrado. Es preciso aceptar una gran responsabilidad, si uno pretende
establecerse en aquellas lejanas regiones en las que, desde un
principio, todo parece desarrollarse de tan mala manera, y más todavía
si uno pretende llevar al prójimo a ellas. De todos modos, el caso es
que uno nunca está seguro de hallarse verdaderamente en ellas. Uno
siempre está tan propicio a aburrirse como a irse a otro lugar y
quedarse en él. Siempre hay una flecha que indica la dirección en que
hay que avanzar para llegar a estos países, y alcanzar la verdadera
meta no depende más que del buen ánimo del viajero.
Ya sabemos, poco más o menos, el camino seguido. Tiempo atrás me tomé
el trabajo de contar, en el curso de un estudio sobre el caso de
Robert Desnos, titulado «Entrada de los médiums» (6), que me había
sentido inducido a «fijar mi atención en frases más o menos parciales
que, en plena soledad, cuando el sueño se acerca, devienen
perceptibles al espíritu, sin que sea posible descubrir su previo
factor determinante».
Entonces, intenté correr la aventura de la poesía, reduciendo los
riesgos al mínimo, con lo cual quiero decir que mis aspiraciones eran
las mismas que tengo hoy, pero entonces confiaba en la lentitud de la
elaboración, a fin de hurtarme a inútiles contactos, a contactos a los
que yo era muy hostil. Esto se debía a cierto pudor intelectual, del
que todavía me queda un poco. Al término de mi vida, difícil será, sin
duda, que hable como se suele hablar, que excuse el tono de mi voz y
el reducido número de mis gestos. La perfección en la palabra hablada
(y en la palabra escrita mucho más) me parecía estar en función de la
capacidad de condensar de manera emocionante la exposición (y
exposición había) de un corto número de hechos, poéticos o no, que
constituían la materia en que centraba mi atención. Había llegado a la
convicción de que éste, y no otro, era el procedimiento empleado por
Rimbaud. Con una preocupación por la variedad, digna de mejor causa,
compuse los últimos poemas de Monte de Piedad, con lo que quiero decir
que de las líneas en blanco de este libro llegué a sacar un partido
increíble.
Estas líneas equivalían a mantener los ojos cerrados ante unas
operaciones del pensamiento que me consideraba obligado a ocultar al
lector. Eso no significaba que yo hiciera trampa, sino solamente que
obraba impulsado por el deseo de superar obstáculos bruscamente.
Conseguía hacerme la ilusión de gozar de una posible complicidad, de
la que de día en día me era más difícil prescindir. Me entregué a
prestar una inmoderada atención a las palabras, en cuanto se refería
al espacio que admitían a su alrededor, a sus tangenciales contactos
con otras palabras prohibidas que no escribía.
El poema «Bosque negro», deriva precisamente de este estado de
espíritu. Empleé seis meses en escribirlo, y les aseguro que no
descansé ni un día.
Pero de este poema dependía la propia estimación en que me tenía, en
aquel entonces, y creo que todos comprenderán mi actitud, aun cuando
no la consideren suficientemente motivada. Me gusta hacer estas
confesiones estúpidas. En aquellos tiempos, se intentaba implantar la
seudopoesía cubista, pero había nacido inerme del cerebro de Picasso,
y en cuanto a mí hace referencia debo decir que era considerado como
un ser más pesado que una lápida (y todavía se me considera así). Por
otra parte, no estaba seguro de seguir el buen camino, en lo referente
a poesía, pero procuraba protegerme como mejor podía, enfrentándome
con el lirismo, contra el que esgrimía todo género de definiciones y
fórmulas (no tardarían mucho en producirse los fenómenos Dada), y
pretendiendo hallar una aplicación de la poesía a la publicidad
(aseguraba que todo terminaría, no con la culminación de un hermoso
libro, sino con la de una bella frase de reclamo en pro del infierno o
del cielo).
En esta época, un hombre que, por lo menos era tan pesado como yo, es
decir, Pierre Reverdy, escribió:
La imagen es una creación pura del espíritu.
La imagen no puede nacer de una comparación, sino del acercamiento de
dos realidades más o menos lejanas.
Cuanto más lejanas y justas sean las concomitancias de las dos
realidades objeto de aproximación, más fuerte será la imagen, más
fuerza emotiva y más realidad poética tendrá... (7)
Estas palabras, un tanto sibilinas para los profanos, tenían gran
fuerza reveladora, y yo las medité durante mucho tiempo. Pero la
imagen se me escapaba. La estética de Reverdy, estética totalmente a
posteriori me inducía a confundir las causas con los efectos. En el
curso de mis meditaciones, renuncié definitivamente a mi anterior
punto de vista.
El caso es que una noche, antes de caer dormido, percibí, netamente
articulada hasta el punto de que resultaba imposible cambiar ni una
sola palabra, pero ajena al sonido de la voz, de cualquier voz, una
frase harto rara que llegaba hasta mí sin llevar en sí el menor rastro
de aquellos acontecimientos de que, según las revelaciones de la
conciencia, en aquel entonces me ocupaba, y la frase me pareció muy
insistente, era una frase que casi me atrevería a decir estaba pegada
al cristal. Grabé rápidamente la frase en mi conciencia y, cuando me
disponía a pasar a, otro asunto, el carácter orgánico de la frase
retuvo mi atención. Verdaderamente, la frase me había dejado atónito;
desgraciadamente no la he conservado en la memoria, era algo así
como «Hay un hombre a quien la ventana ha partido por la mitad», pero
no había manera de interpretarla erróneamente, ya que iba acompañada
de una débil representación visual (8) de un hombre que caminaba,
partido, por la mitad del cuerpo aproximadamente, por una ventana
perpendicular al eje de aquél. Sin duda se trataba de la consecuencia
del simple acto de enderezar en el espacio la imagen de un hombre
asomado a la ventana. Pero debido a que la ventana había acompañado al
desplazamiento del hombre, comprendí que me hallaba ante una imagen de
un tipo muy raro, y tuve rápidamente la idea de incorporarla al acervo
de mi material de construcciones poéticas. No hubiera concedido tal
importancia a esta frase si no hubiera dado lugar a una sucesión casi
ininterrumpida de frases que me dejaron poco menos sorprendido que la
primera, y que me produjeron un sentimiento de gratitud (gratuidad)
tan grande que el dominio que, hasta aquel instante, había conseguido
sobre mí mismo me pareció ilusorio, y comencé a preocuparme únicamente
en poner fin a la interminable lucha que se desarrollaba en mi
interior (9).
En aquel entonces, todavía estaba muy interesado en Freud, y conocía
sus métodos de examen que había tenido ocasión de practicar con
enfermos durante la guerra, por lo que decidí obtener de mí mismo lo
que se procura obtener de aquellos, es decir, un monólogo lo más
rápido posible, sobre el que el espíritu crítico del paciente no
formule juicio alguno, que, en consecuencia, quede libre de toda
reticencia, y que sea, en lo posible, equivalente a pensar en voz
alta. Me pareció entonces, y sigue pareciéndome ahora -la manera en
que me llegó la frase del hombre cortado en dos lo demuestra-, que la
velocidad del pensamiento no es superior a la de la palabra, y que no
siempre gana a la de la palabra, ni siquiera a la de la pluma en
movimiento. Basándonos en esta premisa, Philippe Soupault, a quien
había comunicado las primeras conclusiones a que había llegado, y yo
nos dedicamos a emborronar papel, con loable desprecio hacia los
resultados literarios que de tal actividad pudieran surgir. La
facilidad en la realización material de la tarea hizo todo lo demás.
Al término del primer día de trabajo, pudimos leernos recíprocamente
unas cincuenta páginas escritas del modo antes dicho, y comenzamos a
comparar los resultados. En conjunto, lo escrito por Soupault y por mí
tenía grandes analogías, se advertían los mismos vicios de
construcción y errores de la misma naturaleza, pero, por otra parte,
también había en aquellas páginas la ilusión de una fecundidad
extraordinaria, mucha emoción, un considerable conjunto de imágenes de
una calidad que no hubiésemos sido capaces de conseguir, ni siquiera
una sola, escribiendo lentamente, unos rasgos de pintoresquismo
especialísimo y, aquí y allá, alguna frase de gran comicidad. Las
únicas diferencias que se advertían en nuestros textos me parecieron
derivar esencialmente de nuestros respectivos temperamentos, el de
Soupault: menos estático que el mío, y, si se me permite una ligera
crítica, también derivaban de que Soupault cometió el error de colocar
en lo alto de algunas páginas, sin duda con ánimo de inducir a error,
ciertas palabras, a modo de título. Por otra parte, y a fin de hacer
plena justicia a Soupault, debo decir que se negó siempre, con todas
sus fuerzas, a efectuar la menor modificación, la menor corrección, en
los párrafos que me parecieron mal pergeñados. Y en este punto llevaba
razón (10). Ello es así por cuanto resulta muy difícil apreciar en su
justo valor los diversos elementos presentes, e incluso podemos decir
que es imposible apreciarlos en la primera lectura. En apariencia,
estos elementos son, para el sujeto que escribe, tan extraños como
para cualquier otra persona, y el que los escribe recela de ellos,
como es natural. Poéticamente hablando, tales elementos destacan ante
todo por su alto grado de absurdo inmediato, y este absurdo, una vez
examinado con mayor detención, tiene la característica de conducir a
cuanto hay de admisible y legítimo en nuestro mundo, a la divulgación
de cierto número de propiedades y de hechos que, en resumen, no son
menos objetivos que otros muchos.
En homenaje a Guillermo Apollinaire, quien había muerto hacía poco, y
quien en muchos casos nos parecía haber obedecido a impulsos del
género antes dicho, sin abandonar por ello ciertos mediocres recursos
literarios, Soupault y yo dimos el nombre de SURREALISMO al nuevo modo
de expresión que teníamos a nuestro alcance y que deseábamos comunicar
lo antes posible, para su propio beneficio, a todos nuestros amigos.
Creo que en nuestros días no es preciso someter a nuevo examen esta
denominación, y que la acepción en que la empleamos ha prevalecido,
por lo general, sobre la acepción de Apollinaire. Con mayor justicia
todavía, hubiéramos podido apropiarnos del término SUPERNATURALISMO,
empleado por Gérard de Nerval en la dedicatoria de Muchachas de fuego
(11). Efectivamente, parece que Nerval conoció a maravilla el espíritu
de nuestra doctrina, en tanto que Apollinaire conocía tan sólo la
letra, todavía imperfecta, del surrealismo, y fue incapaz de dar de él
una explicación teórica duradera.
He aquí unas frases de Nerval que me parecen muy significativas a este
respecto:
Voy a explicarle, mi querido Dumas, el fenómeno del que usted ha
hablado con mayor altura. Como muy bien sabe, hay ciertos narradores
que no pueden inventar sin identificarse con los personajes por ellos
creados. Sabe muy bien con cuánta convicción nuestro viejo amigo
Nodier contaba cómo había padecido la desdicha de ser guillotinado
durante la Revolución; uno quedaba tan convencido que incluso se
preguntaba cómo se las había arreglado Nodier para volver a pegarse la
cabeza al cuerpo.
Y como sea que tuvo usted la imprudencia de citar uno de esos sonetos
compuestos en aquel estado de ensueño SUPERNATURALISTA, cual dirían
los alemanes, es preciso que los conozca todos. Los encontrará al
final del volumen. No son mucho más oscuros que la metafísica de Hegel
o los «Mémorables» de Swedenborg, y perderían su encanto si fuesen
explicados, caso de que ello fuera posible, por lo que le ruego me
conceda al menos el mérito de la expresión... (12).
Indica muy mala fe discutirnos el derecho a emplear la palabra
SURREALISMO, en el sentido particular que nosotros le damos, ya que
nadie puede dudar que esta palabra no tuvo fortuna, antes de que
nosotros nos sirviéramos de ella. Voy a definirla, de una vez para
siempre:
SURREALISMO: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo
medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro
modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del
pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda
preocupación estética o moral.
ENCICLOPEDIA, Filosofía: el surrealismo se basa en la creencia en la
realidad superior de ciertas formas de asociación desdeñadas hasta la
aparición del mismo, y en el libre ejercicio del pensamiento. Tiende a
destruir definitivamente todos los restantes mecanismos psíquicos, y a
sustituirlos en la resolución de los principales problemas de la vida.
Han hecho profesión de fe de SURREALISMO ABSOLUTO, los siguientes
señores: Aragon, Baron, Boiffard, Breton, Carrive, Crevel, Delteil,
Desnos, Eluard, Gérard, Limbour, Malkine, Morise, Naville, Noll,
Péret, Picon, Soupault, Vitrac.
Por el momento parece que los antes nombrados forman la lista completa
de los surrealistas, y pocas dudas caben al respecto, salvo en el caso
de Isidore Ducasse, de quien carezco de datos. Cierto es que si
únicamente nos fijamos en los resultados, buen número de poetas
podrían pasar por surrealistas, comenzando por el Dante y, también en
sus mejores momentos, el propio Shakespeare. En el curso de las
diferentes tentativas de definición, por mí efectuadas, de aquello que
se denomina, con abuso de confianza, el genio, nada he encontrado que
pueda atribuirse a un proceso, que no sea el anteriormente
definido.
Las Noches de Young son surrealistas de cabo a rabo; desgraciadamente
no se trata más que de un sacerdote que habla, de un mal sacerdote,
sin duda, pero sacerdote al fin.
Swift es surrealista en la maldad.
Sade es surrealista en el sadismo.
Chateaubriand es surrealista en el exotismo.
Constant es surrealista en política.
Hugo es surrealista cuando no es tonto.
Desbordes-Valmore es surrealista en el amor.
Bertrand es surrealista en el pasado.
Rabbe es surrealista en la muerte.
Poe es surrealista en la aventura.
Baudelaire es surrealista en la moral.
Rimbaud es surrealista en la vida práctica y en todo.
Mallarmé es surrealista en la confidencia.
Jarry es surrealista en la absenta.
Nouveau es surrealista en el beso.
Saínt-Pol-Roux es surrealista en los símbolos.
Fargue es surrealista en la atmósfera.
Vaché es surrealista en mí.
Reverdy es surrealista en sí.
Saint-John Perse es surrealista a distancia.
Roussel es surrealista en la anécdota.
Etcétera.
Insisto en que no todos son siempre surrealistas, por cuanto advierto
en cada uno de ellos cierto número de ideas preconcebidas a las que,
muy ingenuamente, permanecen fieles. Mantenían esta fidelidad debido a
que no habían escuchado la voz surrealista, esa voz que sigue
predicando en vísperas de la muerte, por encima de las tormentas, y no
la escucharon porque no querían servir únicamente para orquestar la
maravillosa partitura. Fueron instrumentos demasiado orgullosos, y por
eso jamás produjeron ni un sonido armonioso (13).
Pero nosotros, que no nos hemos entregado jamás a la tarea de
mediatización, nosotros que en nuestras obras nos hemos convertido en
los sordos receptáculos de tantos ecos, en los modestos aparatos
registradores que no quedan hipnotizados por aquello que registran,
nosotros quizá estemos al servido de una causa todavía más noble.
Nosotros devolvemos con honradez el «talento» que nos ha sido
prestado. Si se atreven, háblenme del talento de aquel metro de
platino, de aquel espejo, de aquella puerta, o del cielo. Nosotros no
tenemos talento.
Pregúntenle a Philippe Soupault:
“Las manufacturas anatómicas y las habitaciones baratas destruirán las
más altas ciudades.”
A Roger Vitrac:
“Apenas hube invocado al mármol-almirante, éste dio media vuelta sobre
sí mismo como un caballo que se encabrita ante la Estrella Polar, y me
indicó en el plano de su bicornio una región en la que debía pasar el
resto de mis días.”
A Paul Eluard:
“Es una historia muy conocida esa que cuento, es poema muy célebre ese
que releo: estoy apoyado en un muro, verdeantes las orejas, y
calcinados los labios.”
A Max Morise:
“El oso de las cavernas y su compañero el alcaraván, la veleta y su
valet el viento, el gran Canciller con sus cancelas, el espantapájaros
y su cerco de pájaros, la balanza y su hija el fiel, ese carnicero y
su hermano el carnaval, el barrendero y su monóculo, el Mississipi y
su perrito, el coral y su cántaro de leche, el milagro y su buen Dios,
ya no tienen más remedio que desaparecer de la faz del mar.”
A Joseph Delteil:
“¡Sí! Creo en la virtud de los pájaros. Y basta una pluma para hacerme
morir de risa.”
A Louis Aragon:
“Durante una interrupción del partido, mientras los jugadores se
reunían alrededor de una jarra de llameante ponche, pregunté al árbol
si aún conservaba su cinta roja.”
Y yo mismo, que no he podido evitar el escribir las líneas locas y
serpenteantes de este prefacio.
Preguntad a Robert Desnos, quien quizá sea el que, en nuestro grupo,
está más cerca de la verdad surrealista, quien, en sus obras todavía
inéditas (14) y en el curso de las múltiples experiencias a que se ha
sometido, ha justificado plenamente las esperanzas que puse en el
surrealismo, y me ha inducido a esperar aún más de él. En la
actualidad, Desnos habla en surrealista cuando le da la gana. La
prodigiosa agilidad con que sigue oralmente su pensamiento nos admira
tanto cuanto nos complacen sus espléndidos discursos, discursos que se
pierden porque Desnos, en vez de fijarlos, prefiere hacer otras cosas
más importantes. Desnos lee en sí mismo como en un libro abierto, y no
se preocupa de retener las hojas que el viento de su vida se lleva.
SECRETOS DEL ARTE MÁGICO
DEL SURREALISMO
Composición surrealista escrita,
o primer y último chorro
Ordenen que les traigan recado de escribir, después de haberse situado
en un lugar que sea lo más propicio posible a la concentración de su
espíritu, al repliegue de su espíritu sobre sí mismo. Entren en el
estado más pasivo, o receptivo, de que sean capaces. Prescindan de su
genio, de su talento, y del genio y el talento de los demás.
Díganse hasta empaparse de ello que la literatura es uno de los más
tristes caminos que llevan a todas partes. Escriban deprisa, sin tema
preconcebido, escriban lo suficientemente deprisa para no poder
refrenarse, y para no tener la tentación de leer lo escrito. La
primera frase se les ocurrirá por sí misma, ya que en cada segundo que
pasa hay una frase, extraña a nuestro pensamiento consciente, que
desea exteriorizarse.
Resulta muy difícil pronunciarse con respecto a la frase inmediata
siguiente; esta frase participa, sin duda, de nuestra actividad
consciente y de la otra, al mismo tiempo, si es que reconocemos que el
hecho de haber escrito la primera produce un mínimo de percepción.
Pero eso, poco ha de importarles; ahí es donde radica, en su mayor
parte, el interés del juego surrealista. No cabe la menor duda de que
la puntuación siempre se opone a la continuidad absoluta del fluir de
que estamos hablando, pese a que parece tan necesaria como la
distribución de los nudos en una cuerda vibrante. Sigan escribiendo
cuanto quieran. Confíen en la naturaleza inagotable del murmullo. Si
el silencio amenaza, debido a que han cometido una falta, falta que
podemos llamar «falta de inatención», interrumpan sin la menor
vacilación la frase demasiado clara. A continuación de la palabra que
les parezca de origen sospechoso pongan una letra cualquiera, la letra
l, por ejemplo, siempre la l, y al imponer esta inicial a la palabra
siguiente conseguirán que de nuevo vuelva a imperar la arbitrariedad.
Para no aburrirse en sociedad
Eso es muy difícil. Hagan decir siempre que no están en casa para
nadie, y alguna que otra vez, cuando nadie haya hecho caso omiso de la
comunicación antedicha, y los interrumpan en plena actividad
surrealista, crucen los brazos, y digan: «Igual da, sin duda es mucho
mejor hacer o no hacer. El interés por la vida carece de base.
Simplicidad, lo que ocurre en mi interior sigue siéndome inoportuno.»
0 cualquier otra trivialidad igualmente indignante.
Para hacer discursos
Inscribirse, en vísperas de elecciones, en el primer país en el que se
juzgue saludable celebrar consultas de este tipo. Todos tenemos madera
de orador: colgaduras multicolores y biyuterí de palabras. Mediante el
surrealismo, el orador pondrá al desnudo la pobreza de la
desesperanza. Un atardecer, sobre una tarima, el orador, solito,
descuartizará el cielo eterno, esa Piel de Oso. Y tanto prometerá que
cumplir una mínima parte de lo prometido lo consternará. Dará a las
reivindicaciones de un pueblo entero un matiz parcial y lamentable.
Obligará a los más irreductibles enemigos a comulgar en un deseo
secreto que hará saltar en pedazos a las patrias. Y lo conseguirá con
sólo dejarse elevar por la palabra inmensa que se funde en la piedad y
rueda en el odio. Incapaz de desfallecer, jugará el terciopelo de
todos los desfallecimientos. Será verdaderamente elegido, y las más
tiernas mujeres le amarán con violencia.
Para escribir falsas novelas
Sean quienes sean, si el corazón así se los aconseja, quemen unas
cuantas hojas de laurel y, sin empeñarse en mantener vivo este débil
fuego, comiencen una novela. El surrealismo se los permitirá; les
bastará con clavar la aguja de la «Belleza fija» sobre la «Acción»; en
eso consiste el truco.
Habrá personajes de perfiles lo bastante distintos; en su escritura,
sus nombres son solamente una cuestión de mayúscula, y se comportarán
con la misma seguridad con respecto a los verbos activos con que se
comporta el pronombre «il», en francés, con respecto a las
palabras «pleut», «y a», «faut», etc. Los personajes mandarán a los
verbos, valga la expresión; y en aquellos casos en que la observación,
la reflexión y las facultades de generalización no les sirvan para
nada, pueden tener la seguridad de que los personajes actuarán como si
ustedes hubieran tenido mil intenciones que, en realidad, no han
tenido. De esta manera, provistos de un reducido número de
características físicas y morales, estos seres que, en realidad, tan
poco les deben, no se apartarán de cierta línea de conducta de la que
ustedes ya no se tendrán que ocupar. De ahí surgirá una anécdota más o
menos sabia, en apariencia, que justificará punto por punto ese
desenlace emocionante o confortante que a ustedes les ha dejado ya de
importar. Su falsa novela será una maravillosa simulación de una
novela verdadera; se harán ricos, y todos se mostrarán de acuerdo en
que «llevan algo dentro», ya que es exactamente dentro del cuerpo
humano donde esa cosa suele encontrarse.
Como es natural, siguiendo un procedimiento análogo, y a condición de
ignorar todo aquello de lo que deberían darse cuenta, pueden dedicarse
con gran éxito a la falsa crítica.
Para tener éxito con una mujer
que pasa por la calle
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Contra la muerte
El surrealismo los introducirá en la muerte, que es una sociedad
secreta.
Les enguantará la mano, sepultando allí la profunda M con que comienza
la palabra Memoria. No se olviden de tomar felices disposiciones
testamentarias: en cuanto a mí respecta, exijo que me lleven al
cementerio en un camión de mudanzas. Que mis amigos destruyan hasta el
último ejemplar de la edición de Discurso sobre la Escasez de
Realidad.
El idioma ha sido dado al hombre para que lo use de manera
surrealista. En la medida en que al hombre le es indispensable hacerse
comprender, consigue expresarse mejor o peor, y con ello asegurar el
ejercicio de ciertas funciones consideradas como las más primarias.
Hablar o escribir una carta no presenta verdaderas dificultades
siempre que el hombre no se proponga una finalidad superior a las que
se encuentran en un término medio, es decir, siempre que se limite a
conversar (por el placer de conversar) con cualquier otra persona. En
estos casos, el hombre no sufre ansiedad alguna en lo que respecta a
las palabras que ha de pronunciar, ni a la frase que seguirá a la que
acaba de pronunciar. A una pregunta muy sencilla será capaz de
contestar sin la menor vacilación. Si no está afecto de tics,
adquiridos en el trato con los demás, el hombre puede pronunciarse
espontáneamente sobre cierto reducido número de temas; y para hacer
esto no tiene ninguna necesidad de devanarse los sesos, ni de
plantearse problemas previos de ningún género. ¿Y quién habrá podido
hacerle creer que esta facultad de primera intención tan sólo le
perjudica cuando se propone entablar relaciones verbales de naturaleza
más compleja? No hay ningún tema cuyo tratamiento le impida hablar y
escribir generosamente.
Los actos de escucharse y leerse a uno mismo sólo tienen el efecto de
obstaculizar lo oculto, el admirable recurso. No, no, no tengo ninguna
necesidad urgente decom prend erme (¡Basta! ¡Siempre me comprenderé!).
Si tal o cual frase mía me produce de momento una ligera decepción,
confío en que la frase siguiente enmendará los yerros, y me cuido muy
mucho de no volverla a escribir, ni corregirla. Únicamente la menor
falta de aliento puede serme fatal. Las palabras, los grupos de
palabras que se suceden practican entre sí la más intensa solidaridad.
No es función mía favorecer a unas en perjuicio de las otras. La
solución debe correr a cargo de una maravillosa compensación, y esta
compensación siempre se produce.
Este lenguaje sin reserva al que siempre procuro dar validez, este
lenguaje que me parece adaptarse a todas las circunstancias de la
vida, este lenguaje no sólo no me priva ni siquiera de uno de mis
medios, sino que me da una extraordinaria lucidez, y lo hace en el
terreno en que menos podía esperarlo. Llegaré incluso a afirmar que
este lenguaje me instruye, ya que, en efecto, me ha ocurrido emplear
surrealistamente palabras cuyo sentido había olvidado. E
inmediatamente después he podido verificar que el uso dado a estas
palabras respondía exactamente a su definición. Esto nos induce a
creer que no se «aprende», sino que uno no hace más que «re-aprender».
De esta manera he llegado a familiarizarme con giros muy hermosos. Y
no hablo únicamente de la conciencia poética de las cosas, que tan
sólo he conseguido adquirir mediante el contacto espiritual con ellas,
mil veces repetido.
Las formas del lenguaje surrealista se adaptan todavía mejor al
diálogo.
En el diálogo, hay dos pensamientos frente a frente; mientras uno se
manifiesta, el otro se ocupa del que se manifiesta, pero ¿de qué modo
se ocupa de él? Suponer que se lo incorpora sería admitir que, en
determinado momento, le sería factible vivir enteramente merced a
aquel otro pensamiento, lo cual resulta bastante improbable. En
realidad, la atención que presta el pensamiento segundo es de carácter
totalmente externo, ya que únicamente se concede el lujo de aprobar o
desaprobar, generalmente desaprobar, con todos los respetos de que el
hombre es capaz. Este modo de hablar no permite abordar el fondo de la
cuestión. Mi atención, fija en una invitación que no puede rechazar
sin incurrir en grosería, trata el pensamiento ajeno como si fuese un
enemigo: en las conversaciones corrientes, el pensamiento fija
y «conquista» casi siempre las palabras y las oraciones ajenas, de las
que luego se servirá; el pensamiento me pone en situación de sacar
partido de estas palabras y oraciones en la réplica, gracias a
desvirtuarlas. Esto es especialmente cierto en ciertos estados
mentales patológicos en los que las alteraciones sensoriales absorben
toda la atención del enfermo, quien, al responder a las preguntas que
se le formulan, se limita a apoderarse de la última palabra que ha
oído, o de la última porción de una frase surrealista que ha dejado
cierto rastro en su espíritu:
«¿Qué edad tiene usted?» - «Usted» (Ecoísmo)
«¿Cómo se llama usted?» - «Cuarenta y cinco casas» (Síntoma de Ganser
o de las respuestas marginales)
No hay ninguna conversación en la que no se dé cierto desorden. El
esfuerzo en pro de la sociabilidad que las preside y la costumbre que
de sostenerlas tenemos son los únicos factores que consiguen
ocultarnos temporalmente aquel hecho. Asimismo, la mayor debilidad de
todo libro estriba en entrar constantemente en conflicto con el
espíritu de sus mejores lectores, y al decir mejores quiero significar
los más exigentes.
En el brevísimo diálogo que anteriormente he improvisado entre el
médico y el enajenado, es, desde luego, este último quien lleva la
mejor parte, ya que mediante sus respuestas domina la atención del
médico -y, además, no es él quien formula las preguntas-. ¿Cabe
afirmar que su pensamiento es el más fuerte de los dos en aquel
instante? Quizá. Al fin y al cabo, el paciente goza de la libertad de
no tener en cuenta su nombre ni su edad.
El surrealismo poético, al que consagro el presente estudio, se ha
ocupado, hasta el actual momento, de restablecer en su verdad absoluta
el diálogo, al liberar a los dos interlocutores de las obligaciones
impuestas por la buena crianza. Cada uno de ellos se dedica
sencillamente a proseguir su soliloquio, sin intentar derivar de ello
un placer dialéctico determinado, ni imponerse en modo alguno a su
prójimo. Las frases intercambiadas no tienen la finalidad,
contrariamente a lo usual, del desarrollo de una tesis por muy
insustancial que sea, y carecen de todo compromiso, en la medida de lo
posible. En cuanto a la respuesta que solicitan debemos decir que, en
principio, es totalmente indiferente en cuanto respecta al amor propio
del que habla. Las palabras y las imágenes se ofrecen únicamente a
modo de trampolín al servido del espíritu del que escucha. Este es el
modo en que se ofrecen las palabras y las imágenes en los campos
magnéticos, primera obra puramente surrealista, y especialmente en las
páginas bajo el común título de «Barreras», en donde Soupault y yo nos
comportamos como interlocutores imparciales.
El surrealismo no permite a aquellos que se entregan a él abandonarlo
cuando mejor les plazca. Todo induce a creer que el surrealismo actúa
sobre los espíritus tal como actúan los estupefacientes; al igual que
éstos crea un cierto estado de necesidad y puede inducir al hombre a
tremendas rebeliones. También podemos decir que el surrealismo es un
paraíso harto artificial, y la afición a este paraíso deriva del
estudio de Baudelaire, al igual que la afición a los restantes
paraísos artificiales. El análisis de los misteriosos efectos y, de
los especiales goces que el surrealismo puede dar no puede faltar en
el presente estudio, y es de advertir que, en muchos aspectos, el
surrealismo parece un vicio nuevo que no es privilegio exclusivo de
unos cuantos individuos, sino que, como el haxis, puede satisfacer a
todos los que tienen gustos refinados.
1. Hay imágenes surrealistas que son como aquellas imágenes producidas
por el opio que el hombre no evoca, sino que «se le ofrecen
espontáneamente, despóticamente, sin que las pueda apartar de sí, por
cuanto la voluntad ha perdido su fuerza, y ha dejado de gobernar las
facultades» (15).
Naturalmente, faltaría saber si las imágenes, en general, han sido
alguna vez «evocadas». Si nos atenemos, tal como yo hago, a la
definición de Reverdy, no parece que sea posible aproximar
voluntariamente aquello que él denomina «dos realidades distantes». La
aproximación ocurre o no ocurre, y esto es todo. Niego con toda
solemnidad que, en el caso de Reverdy, imágenes como:
“Por el cauce del arroyo fluye una canción”
o
“El día se desplegó como un blanco mantel”
o
“El mundo regresa al interior de un saco”
comporten el menor grado de premeditación. A mi juicio, es erróneo
pretender que «el espíritu ha aprehendido las relaciones» entre dos
realidades en él presentes. Para empezar, digamos que el espíritu no
ha percibido nada conscientemente.
Contrariamente, de la
aproximación fortuita de dos términos ha surgido una luz especial, la
luz de la imagen, ante la que nos mostramos infinitamente sensibles.
El valor de la imagen está en función de la belleza de la chispa que
produce; y, en consecuencia, está en función de la diferencia de
potencia entre los dos elementos conductores. Cuando esta diferencia
apenas existe, como en el caso de las comparaciones (16), la chispa no
nace. A mi juicio, no está en la mano del hombre el poder de conseguir
la aproximación de dos realidades tan distantes como aquellas a que
antes nos hemos referido, por cuanto a ello se opone el principio de
la asociación de ideas, tal como lo entendemos. De lo contrario, sólo
nos quedaría el recurso de volver a adoptar un arte de carácter
elíptico, que Reverdy condena, tal como yo lo condeno. Fuerza es
reconocer que los dos términos de la imagen no son el resultado de una
labor de deducción recíproca, llevada a cabo por el espíritu con el
fin de producir la chispa, sino que son productos simultáneos de la
actividad que yo denomino surrealista, en la que la razón se limita a
constatar y a apreciar el fenómeno luminoso.
Y del mismo modo que la duración de la chispa se prolonga cuando se
produce en un ambiente de rarificación, la atmósfera surrealista
creada mediante la escritura mecánica, que me he esforzado en poner a
la disposición de todos, se presta de manera muy especial a la
producción de las más bellas imágenes.
Incluso cabe decir que, en el curso vertiginoso de esta escritura, las
imágenes que aparecen constituyen la única guía del espíritu. Poco a
poco, el espíritu queda convencido del valor de realidad suprema de
estas imágenes. Limitándose al principio a sentirlas, el espíritu
pronto se da cuenta que estas imágenes son acordes con la razón, y
aumentan sus conocimientos. El espíritu adquiere plena conciencia de
las ilimitadas extensiones en que se manifiestan sus deseos, en las
que el pro y el contra se armonizan sin cesar, y en las que su ceguera
deja de ser peligrosa. El espíritu avanza, atraído por estas imágenes
que le arrebatan, que apenas le dejan el tiempo preciso para soplarse
el fuego que arde en sus dedos. Vive en la más bella de todas las
noches, en la noche cruzada por la luz del relampagueo, la noche de
los relámpagos. Tras esta noche, el día es la noche.
Los innumerables tipos de imágenes surrealistas exigen una
clasificación que, por el momento, no voy a pretender efectuar.
Agrupar estas imágenes según sus afinidades particulares me llevaría
demasiado lejos; esencialmente, quiero tan sólo tener en consideración
sus excelencias comunes. No voy a ocultar que para mí la imagen más
fuerte es aquella que contiene el más alto grado de arbitrariedad,
aquella que más tiempo tardamos en traducir a lenguaje práctico, sea
debido a que lleva en sí una enorme dosis de contradicción, sea a
causa de que uno de sus términos esté curiosamente oculto, sea porque
tras haber presentado la apariencia de ser sensacional, se desarrolla
después débilmente (que la imagen cierre bruscamente el ángulo de su
compás), sea porque de ella se derive una justificación formal
irrisoria, sea porque pertenezca a la clase de las imágenes
alucinantes, sea porque preste de un modo muy natural la máscara de lo
abstracto a lo que es concreto, sea por todo lo contrario, sea porque
implique la negación de alguna propiedad física elemental, sea porque
dé risa. He aquí unos cuantos ejemplos de imágenes correctas:
“Los rubís del champaña.” Lautréamont.
“Bello como la ley de paralización del desarrollo del pecho de los
adultos cuya propensión al crecimiento no guarda la debida relación
con la cantidad de moléculas que su organismo produce.” Lautréamont.
“Una iglesia se alzaba sonora como una campana.” Philippe Soupault.
“En el sueño de Rrose Sélavy hay un enano salido de un pozo, que come
pan por la noche.” Robert Desnos.
“Sobre el puente se balanceaba el rocío con cabeza de gata.” André
Breton.
“Un poco a la izquierda, en mi divino firmamento, percibo -aunque sin
duda es tan sólo un vapor de sangre y asesinatos- el brillante
despintado de las perturbaciones de la libertad.” Louis Aragon.
“En el interior del bosque incendiado
Frescos los leones se han quedado.” Roger Vitrac.
El color de las medias de una mujer no es obligatoriamente la imagen
de sus ojos, lo cual ha inducido a decir a un filósofo, cuyo nombre es
inútil hacer constar: «los cefalópodos tienen más razones que los
cuadrúpedos para odiar el progreso» . Max Morise.
1. Tanto si se quiere como si no, ahí hay materia para satisfacer
muchas necesidades del espíritu. Todas estas imágenes parecen
atestiguar que el espíritu ha alcanzado la madurez suficiente para
gozar de más satisfacciones que aquellas que por lo general se le
conceden. Este es el único medio de que dispone para sacar partido de
la cantidad ideal de acontecimientos de que está preñado (17). Estas
imágenes le dan la medida de su normal disipación y de los
inconvenientes que ésta le comporta. No es malo que estas imágenes
acaben por desconcertar al espíritu, ya que desconcertarle equivale a
situarle ante un camino errado. Las frases que he citado contribuyen
grandemente a ello. Pero el espíritu que sabe saborearlas obtiene de
ellas la certidumbre de hallarse en el buen camino; el espíritu, por
sí mismo, jamás se declarará culpable de emplear sutilezas
idiomáticas; nada tiene que temer por cuanto, además, se fortifica con
la búsqueda total.
2. El espíritu que se sumerge en el surrealismo revive exaltadamente
la mejor parte de su infancia. Al espíritu le ocurre un poco lo mismo
que a aquel que, próximo a morir ahogado, repasa, en menos de un
minuto, su vida entera, en todos sus agobiantes detalles. Habrá quien
diga que esto no es demasiado incitante. Pero no me interesa en
absoluto incitar a quien tal diga. De los recuerdos de la infancia y
de algunos otros se desprende cierto sentimiento de no estar uno
absorbido, y, en consecuencia, de despiste, que considero el más
fecundo entre cuantos existen. Quizá sea vuestra infancia lo que más
cerca se encuentra de la «verdadera vida»; esa infancia, tras la cual,
el hombre tan sólo dispone, además de su pasaporte, de ciertas
entradas de favor; esa infancia en la que todo favorece la eficaz, y
sin azares, posesión de uno mismo. Gracias al surrealismo, parece que
las oportunidades de la infancia reviven en nosotros. Es como si uno
volviera a correr en pos de su salvación, o de su perdición. Se
revive, en las sombras, un terror precioso. Gracias a Dios, tan sólo
se trata del Purgatorio. Se atraviesan, sintiendo un estremecimiento,
aquellas zonas que los ocultistas denominan paisajes peligrosos. Mis
pasos suscitan la aparición de monstruos que me acechan, monstruos que
todavía no me tienen demasiada malquerencia, debido a que les temo,
por lo que todavía no estoy perdido. Ahí están «los elefantes con
cabeza de mujer y los leones voladores» cuyo encuentro nos hacía
temblar de miedo, a Soupault y a mí; ahí está el «pez soluble» que
todavía me da un poco de miedo. ¡PEZ SOLUBLE, no, no soy yo el pez
soluble, yo nací bajo el signo de Acuario, y el hombre es soluble en
su pensamiento!
La fauna y la flora del surrealismo son inconfesables.
3. No creo en la posibilidad de la próxima aparición de un pontífice
surrealista. Las características comunes a todos los textos del
género, entre ellos los que acabo de citar, así como muchos otros que
por sí solos nos podrían proporcionar un riguroso desglose analítico
lógico y gramatical, no impiden una cierta evolución de la prosa
surrealista, al paso del tiempo. Prueba irrefragable de ello lo son
las historietas que vienen a continuación, en este mismo volumen,
historietas escritas después de gran cantidad de ensayos a cuya
elaboración me entregué con la finalidad antes dicha durante cinco
años, y que tengo la debilidad de juzgar, en su mayoría,
extremadamente desordenadas. No estimo que esas historietas sean, en
virtud de lo que de ellas he expresado, ni más ni menos capaces de
poner de relieve ante el lector los beneficios que la aportación
surrealista puede proporcionar a su conciencia.
Por otra parte, es preciso dar mayor envergadura a los medios
surrealistas. Todo medio es bueno para dar la deseable espontaneidad a
ciertas asociaciones. Los papeles pegados de Picasso y de Braque
tienen el mismo valor que la inserción de un lugar común en el
desarrollo literario del estilo más laboriosamente depurado. Incluso
está permitido dar el título de POEMA a aquello que se obtiene
mediante la reunión, lo más gratuita posible (si no les molesta,
fíjense en la sintaxis) de títulos y fragmentos de títulos recortados
de los periódicos diarios:
POEMA
Una carcajada
de zafiro en la isla de Ceilán
Las más hermosas escamas
TIENEN MATIZ AGOSTADO
BAJO LOS CERROJOS
en una granja aislado
DE DIA EN DIA
se agrava
lo agradable
Un camino de carro
los conduce a los límites con lo ignoto
el café
predica las loas de su santo
EL COTIDIANO ARTIFICE DE SU
BELLEZA
SEÑORA
un par
de medias de seda
no es
Un salto en el Vacío
UN CIERVO
El amor ante todo
Todo podría solucionarse
PARIS ES UNA GRAN CIUDAD
Vigilen
Los rescoldos
LA ORACION
Del buen tiempo
Sepan que
Los rayos ultravioletas
han culminado su tarea
Breve y beneficiosa
El PRIMER DIARIO BLANCO
DEL AZAR
Rojo será
El cantor vagabundo
¿DÓNDE ESTÁ?
en la memoria
en su casa
EN EL BAILE DE LOS ARDIENTES
Hago
bailando
Lo que se hace, lo que se hará
Y se podrían dar muchos más ejemplos. También el teatro, la filosofía,
la ciencia, la crítica, conseguirían volver a encontrarse a sí mismos.
Debo apresurarme a añadir que las futuras técnicas surrealistas no me
interesan.
Ya he dado a entender con suficiente claridad que las aplicaciones del
surrealismo a la acción me parecen poseer una importancia muy
diferente (18). Ciertamente, no creo en el valor profético de la
palabra surrealista. «Mis palabras son palabras de oráculo» (19). Sí
en la medida que yo quiera, porque ¿acaso no se es oráculo ante uno
mismo? (20) La piedad de los hombres no me engaña. La voz surrealista
que estremeció a Cumas, Dodona y Delfos es la misma que dicta mis
discursos menos iracundos. Mi tiempo no puede ser el suyo, ¿y por qué
ha de ayudarme esta voz a resolver el infantil problema de mi destino?
Por desgracia, parezco actuar en un mundo en el que, para llegar a
tener en cuenta sus sugerencias, estoy obligado a servirme de dos
clases de intérpretes, unos me traducirán sus frases, y los otros, que
es imposible hallar, comunicarán a mis semejantes la comprensión que
yo haya alcanzado de estas frases. Este mundo en el que yo sufro lo
que sufro (mejor será que no lo sepan), este mundo moderno, este
mundo, en fin... ¡diabólico! Bueno, pues ¿qué quieren que yo haga en
él? La voz surrealista quizá se extinga, no puedo yo contar mis
desapariciones. Yo no podré estar presente, ni siquiera un poco, en el
maravilloso descuento de mis años y mis días. Seré como Nijinski, a
quien el año pasado llevaron a los ballets rusos y no pudo comprender
qué clase de espectáculo era aquel al que asistía. Quedaré solo, muy
solo en mí, indiferente a todos los ballets del mundo. Les doy todo lo
que he hecho y todo lo que no he hecho.
Y, desde entonces, siento unos grandes deseos de contemplar con
indulgencia los sueños científicos que, a fin de cuentas, tan
indecorosos son desde todos los puntos de vista. ¿Los sin hijos? Bien.
¿La sífilis? Igual me da. ¿La fotografía? Nada tengo que oponer. ¿El
cine? ¡Vivan las salas oscuras! ¿La guerra? ¡Qué risa! ¿El teléfono?
¡Diga! ¿La juventud? ¡Encantadores cabellos blancos! Intenten hacerme
decir «gracias»: «Gracias». Gracias... Si el vulgo tiene en gran
estima eso que, propiamente hablando, se denomina investigaciones de
laboratorio, se debe a que gracias a ellas se ha conseguido construir
una máquina o descubrir un suero en los que el vulgo se cree
directamente interesado. No duda ni por un instante que con ello se ha
querido mejorar su suerte. No sé con exactitud cuál es el ideal de los
sabios con tendencias humanitarias, pero me parece que de él no forma
parte una gran cantidad de bondad.
Entendámonos, hablo de los verdaderos sabios, no de los vulgarizadores
de cualquier tipo, en posesión de un título. En este terreno, como en
cualquier otro, creo en la pura alegría surrealista del hombre que,
consciente del fracaso de todos los demás, no se da por vencido, parte
de donde quiere y, a lo largo de cualquier camino que no sea
razonable, llega a donde puede. Puedo confesar tranquilamente que me
es absolutamente indiferente la imagen que el hombre en cuestión
juzgue oportuno utilizar para seguir su camino, imagen que quizá le
procure la pública estimación.
Tampoco me importa el material del que necesariamente tendrá que
proveerse: sus tubos de vidrio o mis plumas metálicas... En cuanto al
método de tal hombre lo considero tan bueno como el mío. He visto en
plena actuación al descubridor del reflejo cutáneo plantar; no hacía
más que experimentar sin tregua en los sujetos objeto de su estudio,
no era un «examen», ni mucho menos, lo que hacía; resultaba evidente
que había dejado de fiarse de todo género de planes. De vez en cuando
formulaba una observación, con aire de lejanía, sin abandonar por ello
su aguja, mientras que su martillo actuaba constantemente. Encargó a
otros la trivial tarea de tratar a los enfermos. Se entregó por entero
a su sagrada fiebre.
El surrealismo, tal como yo lo entiendo, declara nuestro inconformismo
absoluto con la claridad suficiente para que no se le pueda atribuir,
en el proceso del mundo real, el papel de testigo de descargo.
Contrariamente, el surrealismo únicamente podrá explicar el estado de
completo aislamiento al que esperamos llegar, aquí, en esta vida. El
aislamiento de la mujer en Kant, el aislamiento de los «racimos» en
Pasteur, el aislamiento de los vehículos en Curie, son a este
respecto, profundamente sintomáticos. Este mundo está tan solo muy
relativamente proporcionado a la inteligencia, y los incidentes de
este género no son más que los episodios más descollantes, por el
momento, de una guerra de independencia en la que considero un
glorioso honor participar. El surrealismo es el «rayo invisible» que
algún día nos permitirá superar a nuestros adversarios.
«Dejá ya de temblar, cuerpo». Este verano, las rosas son azules; el
bosque de cristal. La tierra envuelta en verdor me causa tan poca
impresión como un fantasma. Vivir y dejar de vivir son soluciones
imaginarias. La existencia está en otra parte.
(1) Dostoiewsky: Crimen y castigo.
(2) Pascal.
(3) Barrès, Proust.
(4) Es preciso tener en cuenta el espesor del sueño. En general, tan
sólo recuerdo lo que hasta mí llega desde las más superficiales capas
del sueño. Lo que más me gusta considerar de los sueños es aquello que
quede vagamente presente al despertar, aquello que no es el resultado
del empleo que haya dado a la jornada precedente, es decir, los
sombríos follajes, las ramificaciones sin sentido. Igualmente, en
la «realidad» prefiero abandonarme.
(5) Lo más admirable de lo fantástico es que lo fantástico ha dejado
de existir. Ahora sólo existe realidad.
(6) Véase Pasos perdidos, editado por la N. R. F.
(7) “Nord-Surd”, marzo de 1918.
(8) Si hubiera sido pintor, esta representación visual hubiera sin
duda predominado sobre la otra. Probablemente mis facultades innatas
decidieron las características de la revelación. Desde aquel día, he
concentrado voluntariamente la atención en parecidas apariciones, y me
consta que, en cuanto a precisión, no son inferiores a los fenómenos
auditivos. Provisto de papel y lápiz, me sería fácil trazar sus
contornos. Y ello es así por cuanto no se trataría de dibujar, sino de
calcar. De este manera, podría representar un árbol, una ola, un
instrumento musical, infinidad de cosas que, en este momento sería
incapaz de representar gráficamente, ni siquiera mediante el más
somero esquema. Si lo intentara, me perdería, con la certidumbre de
volver a topar conmigo mismo, en un laberinto de líneas que, a primera
vista, no parecerían representar nada. Y, al abrir los ojos, tendría
la fuerte impresión de hallarme ante algo «nunca visto».
La prueba de lo que digo ha sido efectuada muchas veces por Robert
Desnos; para comprobarlo basta con hojear el número 36 de Hojas
libres, que contiene abundantes dibujos suyos («Romeo y Julieta», «Un
hombre ha muerto esta mañana», etc.) que la revista creyó eran dibujos
realizados por locos, y que como publicó con la mayor buena fe.
(9) Knut Hamsun considera que el hambre es el determinante de este
tipo de revelación que me obsesionó, y quizá esté en lo cierto. (Debo
hacer constar que en aquella poca no todos los días comía.) Y no cabe
duda de que los siguientes síntomas que Hamsun relata coinciden con
los míos:
El día siguiente desperté temprano. Todavía era de noche. Hacía largo
rato que tenía los ojos abiertos, cuando oí las campanadas de las
cinco, dadas por el reloj de pared del piso superior al mío. Intenté
volver a dormir, pero no lo logré, estaba totalmente despierto, y mil
ideas me bullían en la cabeza.
De repente se me ocurrieron algunas frases buenas, muy adecuadas para
utilizarlas en un apunte, en un folletín; súbitamente, y como por
azar, descubrí frases muy hermosas, frases más bellas que todas las
por mí escritas anteriormente. Me las repetí lentamente, palabra por
palabra, y eran excelentes. Las frases no dejaban de acudir, una tras
otra. Me levanté y cogí papel y lápiz, en la mesa que tenía detrás de
la cama. Me parecía que se hubiera roto una vena en mi interior, las
palabras se sucedían, se situaban en su justo lugar, se adaptaban a la
situación, las escenas se acumulaban, la acción se desarrollaba, las
réplicas surgían en mi cerebro, y yo gozaba de manera prodigiosa. Los
pensamientos acudían tan velozmente, y seguían fluyendo con tal
abandono, que desdeñé una multitud de detalles delicados, debido a que
el lápiz no podía ir con la debida velocidad, pese a que procuraba
escribir de la mano siempre en movimiento, sin perder ni un segundo.
Las frases brotaban en mi interior y estaba en plena posesión del
tema.
Apollinaire aseguraba que De Chirico había pintado sus primeros
cuadros bajo la influencia de alteraciones cenestésicas (dolores de
cabeza, cólicos...)
(10) Cada día creo más en la infalibilidad de mi pensamiento en
relación conmigo mismo, lo cual es naturalísimo. De todos modos, en
esta escritura del pensamiento, en la que uno queda a merced de
cualquier distracción exterior, se producen fácilmente «lagunas». No
hay razón alguna que justifique el intento de disimularlas. El
pensamiento es, por definición, fuerte e incapaz de acusarse a sí
mismo. Aquellas evidentes deficiencias deben atribuirse a las
sugerencias procedentes del exterior.
(11) También por Thomas Carlyle, en Sartor Resartus (capítulo
VIII: «Supernaturalismo natural»), 1833-34.
(12) Véase asimismo, el Ideorrealismo de Saint-Pol-Roux.
(13) Lo mismo podría decir de algunos filósofos y de algunos pintores;
de estos últimos tan sólo citaré a Uccello, entre los de la época
antigua, y, entre los de la época moderna, a Seurat, Gustave Moreau,
Matisse (en «La música», por ejemplo), Derain, Picasso (el más puro,
con mucho), Braque, Duchamp, Picabia, Chirico (admirable durante tanto
tiempo), Klee, Man Ray, Max Ernst y, tan próximo a nosotros, André
Masson.
(14) «Nuevas Hébridas», «Desorden formab», «Duelo por duelo».
(15) Baudelaire.
(16) Imagen de Jules Renard.
(17) No olvidemos que, según la fórmula de Novalis, «hay ciertas
series de acontecimientos que se producen paralelamente con los
acontecimientos reales. Por lo general, los hombres y las
circunstancias modifican el curso ideal de los acontecimientos de tal
manera que éste toma apariencias de imperfección y sus consecuencias
son también imperfectas. Así ocurrió con la Reforma: en vez del
Protestantismo produjo el Luteranismo».
(18) Séame permitido formular algunas reservas acerca de la
responsabilidad, en general, y de las consideraciones médico-jurídicas
pertinentes en orden a determinar el grado de responsabilidad de un
individuo, a saber, responsabilidad plena, irresponsabilidad y
responsabilidad limitada (sic). Pese a lo muy difícil que me resulta
admitir el principio de cualquier tipo de responsabilidad, me gustaría
saber de qué manera serán juzgados los primeros actos delictuosos de
naturaleza indudablemente surrealista. ¿El acusado será absuelto o
solamente se apreciará la concurrencia de circunstancias atenuantes?
Es una verdadera lástima que los delitos de prensa hayan dejado casi
de ser perseguidos, pues de lo contrario no tardaría en llegar el
momento en que podríamos asistir a un proceso del siguiente tipo: el
acusado ha publicado un libro atentatorio a la moral pública; a
querella de algunos de sus «más honorables» conciudadanos es también
acusado de difamación; contra él se formulan acusaciones de todo
género, igualmente aplastantes, cual insultos al ejército, inducción
al asesinato, apología de la violación, etc. Por su parte, el acusado
se muestra enteramente de acuerdo con los acusadores, a fin de poder
desvirtuar las ideas por él expresadas. En su defensa, se limita a
proclamar que él no se considera autor del libro en cuestión, ya que
éste tan sólo puede considerarse como una producción surrealista que
excluye todo género de consideraciones acerca del mérito o demérito de
quien lo firma, ya que el firmante no ha hecho más que copiar un
documento, sin expresar sus opiniones, y que es tan ajeno a la obra
nefasta cual pueda serlo el mismísimo presidente del tribunal que le
juzga.
Y lo que cabe decir de la publicación de un libro podrá decirse
también de una infinidad de actos de diferente naturaleza el día en
que los métodos surrealistas comiencen a gozar del favor del público.
Entonces será preciso que una nueva moral sustituya a la moral usual,
causa de todos nuestros males.
(19) Rimbaud.
(20) De todos modos, DE TODOS MODOS... Mejor será descargar la
conciencia.
Hoy, día 8 de junio de 1924, hacia la una, la voz me ha
susurrado: «Béthune, Béthune...» ¿Qué quería decir? No conozco
Béthune, ni tengo la menor idea de la situación en que se encuentra en
el mapa de Francia, Béthune nada me evoca, ni siquiera una escena de
Los tres mosqueteros.
Hubiera debido emprender viaje hacia Béthune, en donde quizá me
esperaba algo; aunque en realidad hubiera sido ésta una solución
demasiado simplista. Me han contado que en un libro de Chesterton se
refiere el caso de un detective que para encontrar a alguien a quien
busca en una ciudad sigue el método de inspeccionar, desde el sótano
al tejado, todas las casas en cuyo exterior advierte un detalle
ligeramente anormal. Este sistema es tan bueno como cualquier otro.
De parecido modo, Soupault, en 1919, entró en gran número de inmuebles
improbables para preguntar a la portera si allí vivía Phillippe
Soupault.
Creo que no se hubiera sorprendido si le hubieran dado una respuesta
afirmativa. Ello se hubiera debido a que Soupault habría entrado en su
propia casa.