Ulises

por James Joyce

Solemne, el gordo Back Mulligan vino desde la salida de la escalera, llevando un cuenco con espuma, y encima un espejo y una navaja de afeitar cruzados. Una bata amarilla, desceñida, estaba sostenida gentilmente detrás suyo, en la suave brisa de la mañana. Sostuvo en lo alto el cuenco y entonó:

-Introibo ad altare Dei.

Deteniéndose, escudriñó hacia lo hondo de la oscura escalera de caracol, y gritó groseramente:

-¡Sube aquí, Kinch! ¡Sube, cobarde jesuita!

Solemnemente avanzó unos pasos y subió a la cureña. Se dio media vuelta y bendijo seriamente tres veces la torre, la tierra de alrededor y las montañas que amanecían. Después, al darse cuenta de que estaba Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, balbuceando y sacudiendo la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y adormilado, apoyó los brazos encima de la escalera y miró fríamente la cara agitada y balbuceante que lo bendecía, equina en extensión, y el pelo brillante, veteado y tintado como roble pálido.

Buck Mulligan ojeó un instante debajo del espejo y luego cubrió el cuenco con esmero.

- ¡De vuelta al cuartel! dijo severamente.

Añadió en un tono de predicador:

- Porque esto, oh queridos amados, es la verdadera Christine: cuerpo y alma y sangre y clavos. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Un pequeño problema con los corpúsculos blancos. Silencio, todos.

Escudriñó de soslayo y emitió un largo y lento silbido de reclamo, se detuvo un momento embelesado, sus igualados dientes blancos reluciendo con puntos dorados aquí y allá. Chrysostomos. Dos fuertes silbidos estridentes replicaron a través de la calma.

- Gracias, viejo amigo, exclamó vivamente. Con esto es suficiente. Corta la corriente ¿quieres?

Saltó de la cureña y miró gravemente a su vigilante, recogiendo alrededor de sus piernas los pliegues de su bata. La sombría cara regordeta y su adusta papada ovalada recordaban a un prelado, mecenas de la Edad Media. En sus labios se dibujó discreta una agradable sonrisa.

- ¡Menuda burla! dijo alegremente. ¡Tu absurdo nombre, griego antiguo!
 
Señaló con el dedo amistosamente y se dirigió al parapeto, riéndose para sí. Stephen Dedalus subió, le siguió con cansancio a medio camino y se sentó en el borde de la cureña, fijándose en él mientras apoyaba el espejo en el parapeto, mojaba la brocha en el cuenco y se enjabonaba las mejillas y el cuello.

La voz alegre de Buck Mulligan prosiguió.

 -Mi nombre es absurdo también: Malachi Mulligan, dos dáctilos. Pero suena helénico ¿verdad? Alucinante y alegre como el mismísimo buco. Tenemos que ir a Atenas. ¿Vendrás si consigo que la tía suelte veinte libras?
 
Dejó la brocha a un lado y, riéndose a gusto, exclamó: 

-¿Vendrá? ¡El jesuita aburrido!

Conteniéndose, empezó a afeitarse con cuidado. 

- Dime, Mulligan, dijo Stephen tranquilamente.

- ¿Sí, mi amor?

- ¿Cuánto tiempo va a quedarse Haines en la torre? 
Buck Mulligan mostró una mejilla afeitada por encima del hombro derecho.
 
-¡Dios! ¿No es espantoso? dijo francamente. Un sajón pesado. Piensa que no eres un caballero. ¡Dios, estos puñeteros ingleses! Reventando de dinero e indigestiones. Todo porque viene de Oxford. Sabes, Dedalus, tú sí que tienes la clase de Oxford. No te comprende. Ah, el nombre que yo te doy es el mejor: Kinch, el cuchillas.

Se afeitó cuidadosamente la barbilla.

- Estuvo delirando toda la noche sobre una pantera negra, dijo Stephen. 
¿Dónde tiene la pistolera?
 
-¡Lamentable lunático! dijo Mulligan. ¿Estabas desanimado? 
 
-Sí, afirmó Stephen con energía y temor creciente. Fuera de aquí, en la 
Oscuridad, con un hombre que no conozco delirando y quejándose sobre disparar a una pantera negra. Tú has salvado a gente de ahogarse. Yo, sin embargo, no soy un héroe. Si él se queda yo me largo.
 
Buck Mulligan miró enfadado la espuma de su cuchilla de afeitar. Saltó de su 
encaramadura y empezó a buscarse en los bolsillos del pantalón precipitadamente.
 
-¡A la porra! exclamó espesamente.
 
Se acercó a la cureña y, metiendo una mano en el bolsillo superior de Stephen, dijo:
 
-Permíteme el préstamo de tu pañuelo para limpiar la navaja.
Stephen soportó que le sacara y mostrara por un pico un sucio pañuelo arrugado. Buck Mulligan limpió la hoja de la navaja cuidadosamente. 
Luego, mirando fijamente el pañuelo, dijo:
 
-¡El pañuelo de los mocos del bardo! Un nuevo arte del color para nuestros poetas irlandeses: verdemoco. Casi se puede saborear ¿verdad?
Se montó de nuevo sobre el parapeto y miró fijamente sobre la bahía de Dublín, su pelo rubio ‘roblepálido’ ligeramente conmovedor.
 
-¡Dios! dijo discretamente ¿No es el mar como lo llama Algy: una inmensa madre dulce? El mar verde-moco. El mar acojonante. Epi oinopa ponton. 
¡Ah, Dedalus, los griegos! Tengo que enseñarte. Tienes que leerlos en el original. Thalatta! Thalatta! Es nuestra inmensa madre dulce. Ven a ver.