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Discurso en el American Film Institute durante la entrega del "Premio a toda una vida"


Le doy las gracias al embajador Jay, a la reina Ingrid, al director Stevens y a mis conjurados en este extraño trabajo que es la fabricación de películas. Hace mucho tiempo que me di cuenta de que el hombre no vive sólo del asesinato. Necesita afecto, aprobación, ánimo y, de vez en cuando una buena y abundante comida. Esta noche, todos vosotros me habéis dado tres de esas cuatro cosas. La angustia ha estrangulado mi apetito. Y eso a pesar de mis esfuerzos por aislarme en la fortaleza protectora de mis compañeros de mesa. Mi mujer Alma, Jimmy Stewart y su mujer Gloria, Lord y Lady Bernstein, que han llegado en avión desde Londres, Lew Wassermann y su mujer Edie, que han hecho el viaje en coche desde Universal City. Ese viejo amigo, antes actor, Cary Grant, que ha luchado contra la fiebre, un resfriado y la autopista de Santa Mónica para estar aquí. Y por supuesto Ingrid, que ha desertado en el postre para presidir con toda gracia la festividad de esta noche. Este testimonio de vuestro afecto y aprobación me anima. Continuaré.


Por otro lado, conviene que dé las gracias por el honor que habéis acabado por convencerme que me merezco. No está en mi naturaleza llevar la contraria a una decisión de tan juiciosos colegas de la cofradía del cine. Aunque la verdad, Monsieur Truffaut no es un crítico como los otros. La mayor parte de las críticas vienen de gente que lanza piedras y corre a esconderse en sus castillos de cristal. Truffaut ha construido una importante mansión de películas que yo admiro profundamente.


Me siento realmente orgulloso de recibir este premio. Más cuando este premio viene de mis camaradas y amigos del celuloide. Al final, cuando un hombre es reconocido de asesinato y condenado a muerte, siempre es agradable saber que la condena es obra de un jurado de amigos y vecinos ayudados por un abogado incompetente. En mi propia defensa debo admitir que si no reconociera públicamente la contribución de otras personas en mi trabajo, no podría dormir tranquilo la siesta del mediodía.


Pondría vuestra paciencia a prueba y la mía, recitando los nombres de los miles de actores, guionistas, distribuidores y toda clase de criminales que han formado parte de mi vida. Por eso pido permiso para nombrar sólo a cuatro a las que debo el más profundo cariño, inteligencia y ánimo, además de una colaboración constante. La primera de esas personas es la montadora de mis películas, la segunda, la guionista, la tercera la madre de mi hija Pat y la cuarta es la cocinera que ha conseguido los más maravillosos milagros en una cocina doméstica. Y sus nombres son Alma Reville. Si la hermosa señorita Reville no hubiera, hace 53 años, aceptado un contrato para toda la vida como Madame Alfred Hitchcock, Monsieur Alfred Hitchcock quizás estaría esta noche en su habitación, pero no en esta tribuna, sino como uno de los camareros de la sala. Comparto mi recompensa con ella como he hecho con mi vida.

Ahora dejadme compartir algunas cosas con los jóvenes llenos de promesas que han ganado un título como miembros de la cofradía Alfred Hitchcock gracias a la AFI. Cuando tan sólo tenía 6 años, hice algo que mi padre consideró que merecía ser castigado. No recuerdo qué transgresión pude cometer pero a esa edad seguro que no tuvo nada que ver con una criada. Quizás había robado un tomate. Bueno, mi padre me envió a la comisaría de policía de la esquina con una nota. El policía de servicio la leyó y después me encerró en una celda durante 5 minutos diciendo: Esto es lo que les pasa a los niños malos. Desde entonces no he dudado en hacer cualquier cosa para evitar ser arrestado y encarcelado, e incluso hoy me siento mal delante de la autoridad, sobre todo si va vestida de uniforme de policía. A vosotros, jóvenes, mi mensaje es el siguiente: Evitad la prisión. Algún día quizás uno de vosotros estará en este lugar recibiendo un premio del American Film Institute. Es lo que consiguen los niños buenos y educados.