El estudio sobre los
orígenes de Roma ofrece al historiador una serie de dificultades
importantes que se asientan principalmente sobre las propias informaciones de
los autores antiguos y sobre el considerable número de hallazgos
arqueológicos en Roma y en el
Lacio, sobre todo durante los últimos veinte años, que obligan a
una constante sistematización de los planteamientos y a una difícil tarea
de compulsa con las mentes antiguas. Esta complejidad explica que, durante
mucho tiempo, esta etapa inicial de la historia de Roma se haya venido
situando más en el terreno de la leyenda que en el de la historia. Sólo a
partir del siglo XVIII, se inició la revisión crítica de las fuentes con un
prejuicio hipercrítico de partida que se basaba en el hecho de que la
parcial destrucción de Roma, en la primera década del siglo IV a.C., a
consecuencia de la invasión gala, había supuesto la pérdida de los archivos
y documentos relativos a los primeros siglos de la ciudad. Como los
primeros analistas romanos (Nevio, Ennio) habían iniciado su actividad historiográfica
sólo en las últimas décadas del siglo III a.C., se derivó a unas posiciones
que llegaban a poner en duda la propia realidad histórica del período
monárquico. Ha sido muy reciente, ya en el siglo XX, cuando gracias a las
aportaciones de las ciencias auxiliares (arqueología, etnología comparada,
lingüística, topografía, etc.), se ha logrado revalorizar -al menos en sus
términos esenciales- la tradición, despojándola de muchos elementos
legendarios, de deformaciones interesadas en pro de determinadas familias y
de anacronismos e interpretaciones sospechosas. Todos estos elementos
aparecen en mayor o menor medida en las fuentes antiguas, comenzando por el
de la propia fundación de la ciudad, que la leyenda presenta como una
ciudad griega, puesto que los fundadores descendían de estirpe troyana.
Esta interpretación que encontramos en algunos historiadores griegos
mencionados por Plutarco
-Helánico de Mitilene, Eráclides Póntico- y en otros -Timeo
, Dionisio de Halicarnaso-
se propago no sólo en el ámbito griego, sino que, a partir de los siglos
IV-III a.C., también se afirmó en el mundo itálico frente a otras
tradiciones diversas que le suponían un origen arcadio o aqueo,
relacionadas con el mito de Evandro, la primera,
y con el de Odiseo o Ulises, la segunda. Esta
leyenda, recogida por los analistas romanos Nevio
y Fabio Pictor, presenta a Eneas
como antepasado directo de Rómulo
y Remo
y que, tras casarse con la hija del rey Latino, se convirtió a su vez en
rey. Más tarde, el historiador Livio sigue la misma tradición. Para los
griegos el concepto de origen de los pueblos se identificaba generalmente
con acontecimientos precisos y personalizados. Imaginaban emigraciones
marítimas a Italia de pueblos procedentes de Oriente, como los arcadios,
pelasgos, lidios, troyanos, cretenses y de héroes civilizadores como Enotro, Hércules, Minos, Eneas y Ulises, entre otros.
Así, la historiografía griega helenística concedió un origen divino y
griego a la fundación de Roma, versión que ésta, a su vez, posteriormente
asumió. Tales migraciones se situaban generalmente en torno a la época de
la guerra de Troya. El esquema se repite en varios mitos griegos: el héroe
extranjero que primero lucha con los indígenas y después -generalmente a
través del matrimonio- hereda el dominio o funda una nueva ciudad. En este
segundo caso, el origen de Roma era presentado como un acto de fundación
voluntaria y precisa, consecuencia de la imagen que los griegos tenían de
la fundación de colonias. Ciertamente, es inadmisible la tradición de un
origen troyano de Roma cuando se compara la fecha tradicional de la
destrucción de Troya (1200 a.C.) con la realidad arqueológica del poblamiento del Lacio y el Septimontium,
semejante a otros muchos poblados del Bronce Final de Italia y muy lejos de
ser considerado ni siquiera un poblamiento
importante, cuanto menos una ciudad. A pesar de que los autores antiguos
presentan a veces relatos distintos y de muy desigual valor de la historia
de la Roma arcaica, hay algunas constantes que permiten suponer la validez
de determinados elementos o vicisitudes de la Roma de esta época. Una de
ellas es la de que la primera forma de organización política romana era de
tipo monárquico. Este testimonio es confirmado por la arqueología y por la
tradición. Así, por ejemplo, la aparición de un vaso de bucchero
procedente de las excavaciones en la Regia (casa donde habitaba el rey) del
Foro romano y fechado a mediados del siglo VII a.C., en el que aparece la
palabra Rex. También la palabra regei aparece inscrita en el cipo del Foro conocido
como Lapis Niger, que
contiene una ley sagrada. La antigüedad de esta institución podría también
deducirse de otras instituciones del Lacio, como la del rex
nemorensis (rey del bosque) que, desde el siglo
VI a.C. hasta plena época imperial, era el sacerdote encargado de los
bosques consagrados a Diana junto al lago de Nemi.
Así también la continuidad en la
Roma republicana de la figura del rex sacrorum, el sacerdote-rey, que no es sino la
pervivencia de la antigua institución de la realeza, reducida únicamente a
las funciones religiosas. Es una peculiaridad romana la de no abolir
definitivamente nada y mantener cualquier institución inútil o superada,
bien sacralizándola o bien limitando sus funciones. La lista canónica de
los siete reyes de Roma -u ocho, de incluir a Tito Tacio,
que durante algún tiempo habría constituido con Rómulo una especie de
diarquía- es la siguiente: Rómulo, Numa
Pompilio, Tulio
Hostilio, Anco Marcio,
Lucio
Tarquinio Prisco, Servio
Tulio y Tarquinio el Soberbio. La
existencia de los tres últimos es aceptada por todos los historiadores
modernos, en gran parte porque la documentación arqueológica es más
abundante y aporta bastantes confirmaciones a los textos de los autores
antiguos y también porque las características de estos tres monarcas cuya
soberanía es similar a la de los tiranos griegos han resistido cualquier
análisis crítico de las fuentes antiguas. Pero incluso sobre los primeros
reyes no hay suficientes argumentos que nos lleven a creer en la falsedad
de los mismos. Muchos historiadores mantienen que la lista de los reyes ya
había sido establecida cuando los primeros historiadores romanos del siglo
III a.C. escribieron sobre los orígenes de Roma, lo que confirmaría que
éstos existieron realmente. Como la fecha de la fundación de Roma propuesta
por Verrón y aceptada por la analística romana se sitúa en el 754 a.C.,
cada reinado tendría una media de treinta y cinco años, que habría que
alargar o reducir en caso de admitirse la fecha del 814 a.C. propuesta por
el historiador griego Timeo en el siglo III a.C.,
o del 729 según Cincio Alimento, también del
siglo III a.C. Sin embargo, la fecha del 754 a.C. es la más aceptada, con
un valor orientativo, esto es, se acepta que la
primitiva Roma pudo ya existir en la últimas décadas del siglo VIII a.C.,
cualquiera que fuese entonces su nombre y su organización en ciudad o más
bien, inicialmente, bajo la forma de federación de aldeas.
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