Albarracín se conserva igual que en el S. XVII, cuando la historia quiso que empezara su decadencia.
Tiempo atrás Albarracín había desafiado a todos los pueblos de su alrededor. Fue en el S. X cuando en este núcleo musulmán se
instaló la familia bereber Banu Razín, cuya notoriedad iría ligada de por vida al devenir del pueblo.
Los Razín proclamaron su independencia e hicieron de Albarracín una taifa que duró más de un siglo.
Este carácter indómito e independentista no se borraría con los años. Al contrario, la taifa fue la última, junto a Zaragoza, en claudicar ante las dinastías almorávides. Pero la historia no se para ahí. Desaparecida la dominación árabe, un caballero de nombre Pedro Ruiz de Azagra, de Navarra, se hizo con Albarracín convirtiéndola en un fuerte acordonado por una muralla que todavía se conserva en perfectas condiciones. Albarracin se conserva igual que en el S. XVII, cuando empezo su decadencia, Azagra rompió relaciones con Aragón y Castilla. Sus sucesores gobernaron como señores feudales hasta bien entrado el S. XVI. Entonces, la historia recriminó a Albarracín su carácter indómito y la castigó con el ostracismo. Pero ya era tarde. Albarracín se había hecho con un perfil tan inconfundible y original como bello. Todo lo que fue lo puede ahora admirar el viajero. Este pueblo está recorrido por una muralla que parece la cola de un animal mitológico. De la época de Banu Razín todavía siguen en pie las torres del Agua y la del Aguador, reparadas durante el mandato de esta familia. De la posterior época feudal todavía se conserva la Torre de doña Blanca, a la que asocian con ciertas leyendas oníricas. Hay quien cuenta que Blanca de Aragón murió de pena y tristeza en aquella fría torre. Aún hoy, en las noches de luna llena, se dice que su alma baja a las orillas del Guadalaviar, donde se baña su espíritu. Esta ciudad de sombras se hace más densa en las gélidas noches de invierno. Es entonces cuando Albarracín cobra su mayor encanto: las luces que la iluminan adoptan formas que bien merecen ser rescatadas en la cámara fotográfica del viajero. Los arquitectos que la diseñaron desafiaron las leyes más elementales de la física. Sólo con una extraordinaria imaginación se puede intuir cómo muchas casas siguen todavía en pie. Sus calles son un laberinto en que te tienes que adentrar. Las grandes rejas de los ventanales, las aldabas con formas de salamandra, los anchos voladizos de las casas solariegas le confieren unas peculiaridades que raras veces pueden contemplarse en otros sitios de la España peninsular. Desde la Plaza Mayor se accede por una calle estrecha, de extraordinaria belleza mística, a la catedral del Salvador, que en su interior conserva numerosas piezas de imaginería de incalculable valor. Destaca en ésta su altar mayor, al que ensalzan como cumbre del arte aragonés. Al lado se sitúa el palacio episcopal, del S. XVII. En su planta noble, que ha sido recientemente restaurada por los alumnos de la Escuela Taller, se encuentra el museo diocesano. En una pausada visita por las dependencias de los obispos de Albarracín, el viajero admirará el grupo de siete tapices que narran la vida de Gedeón. De vuelta a las recoletas plazas que salpican la localidad, el viajero puede subir hasta el cercano barrio de San Juan, desde donde se pueden admirar hermosas vistas de esta señorial ciudad. Por las intrincadas calles que suben a las partes altas del pueblo, por escaleras que todavía conservan las láminas de madera envejecida de otros años, sorprende el juego de terrazas y anchas balconadas que se acomodan en cualquier peldaño sólido que encuentran en las fachadas. Al caer el día, el entramado urbano de Albarracín se hace inefable. El vecino del lugar, generoso como pocos, muestra orgulloso algunos rincones del pueblo que pasan desapercibidos a los ojos del visitante. La iglesia de Santiago, enfrente de la Casa de Santiago que en otro tiempo perteneció a esta Orden de Caballeros, atesora escondrijos que bien merecen una tranquila visita. Este gran conjunto histórico-artístico, al que quieren considerar Patrimonio de la Humanidad, muestra también un hermoso convento en honor a San Esteban y San Bruno, situado en la vega, y al que los lugareños suelen visitar con asiduidad guiados por las bondades de estos santos varones. |