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El casarse pronto...y bien

por María Méndez

El trayecto en metro desde la facultad hasta mi casa es, casi a diario, toda una aventura. Seguro que nadie imagina la cantidad de cosas que me pueden llegar a pasar en tan solo 25 minutos. Una sucesión de encuentros y sorpresas que, visto de forma positiva, alegran mi tediosa rutina, al menos, eso es lo normal. Pero hace unos días la sorpresa me llegó en forma de noticia: “¿Tía, sabes que me caso?”. Era Teresa, mi amiga Teresa, la de toda la vida, la que bailó a mi lado la coreografía de las Spice Girls y con la que pasé momentos de lo más variopintos. La verdad, es que no supe como reaccionar, supongo que, después de tanto tiempo, y teniendo en cuenta que aún conservo nuestra imagen con el babero en el recreo del colegio, era lo último que me esperaba. “¿No te habías enterado?”, me preguntó. “Ay…no. Es que como ando liada y tampoco salgo mucho por el pueblo”. “Pues ya tengo fecha para dentro de un año y como en diciembre nos dan las llaves del piso…”. Llegamos a nuestra parada y nos despedimos, pero esa breve conversación fue suficiente para desequilibrarme hasta hoy. Es lógico ya que, entres mis planes, ni siquiera en los del grupo de muy a largo plazo, se encuentra semejante “plan de estabilidad”. Comentando con mi madre el tema – y con en una de esas conversaciones por las que ella finge interés- me explicó que eso era normal, que Teresa trabaja desde hace tiempo, que su novio es mayor que ella… Como casi siempre, tiene razón, pero me costaba aceptar que, en apenas 6 años, marcar la casilla de Bachillerato o Ciclos Formativos, había separado tanto nuestros caminos. Y eso que queríamos ser amigas para siempre. Y una vez dado el paso hacia el abismo de la independencia: hipoteca, préstamos, gastos… Sin embargo yo –y todas las que decidimos cursar estudios universitarios- solo debemos preocuparnos por aprobar la carrera en un periodo de tiempo razonable y seguir formándonos. ¿Solo? Hoy en día no basta con formarse en una universidad pública. Eso ya no es suficiente, ahora, si no sabes tres idiomas, has vivido dos años en Irlanda, tienes un máster y, lo más importante, si no tienes el dinero suficiente para poder pagar ese número incalculable de tasas, no eres nadie. “Empieza a ahorrar”, dijo mi padre cuando dejé caer sobre la mesa la cifra necesaria para cursar el máster de un periódico de prestigio. ¿10.000 euros? ¿Cuántos días tendría que trabajar en el bar donde ejerzo de camarera estudiante a la vez que agobiada los fines de semana? ¿Cuántas cañas voy a tener que poner?¿Cuántos cortados descafeinados de máquina con la leche natural cortitos de café y con sacarina? Muchos, demasiados. “Es que tu carrera…” repite mi madre. Pero no es solo mi carrera, es también la de los miles de abogados, médicos, informáticos, ingenieros y demás titulados que están en mi situación. Y lo peor es que, no por sufrir este calvario, vamos obtendremos la redención que sufrirá en breve Teresa, de mi amiga de clase, la de toda la vida. Cuando yo esté malviviendo con mi primer sueldo, ella estará llevando felizmente a sus hijos al colegio. Una posible solución era buscar a un novio rico… pero, desgraciadamente, el futuro de mi novio -aspirante a documentalista- no es mucho más prometedor que el mío; que el del resto de estudiantes que rezamos para que nuestros padres nos digan queriendo. Nos sigan queriendo dentro de sus casas, se entiende. En teoría, el tiempo de dedicación al estudio, el dinero al que estamos renunciando ahora, nos reportará mayor beneficio dentro de unos años, ya lo decía Joan, mi profesor de economía. Pero en la práctica, con el nubarrón hipotecario que se avecina y el cúmulo de gastos que amenazan sobre nuestras cabezas, quizás deberíamos pensar, y aun contradiciendo al gran Mariano José de Larra, en eso de casarse pronto y bien.


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