Se sentó en una plazoleta, y se
acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y
entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa;
volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la
maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían
bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores
aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas
estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría
calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la
caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una.
¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y
caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz
tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de
hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón
reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba
tan bien!No podía dejar de mirar con admiración aquellos colores tan
vivos que la embelesaban con su apreciado calor, era como si las
llamas la acurrucaran entre sus brazos para protegerla del duro frío
del invierno.
:Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para
calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña
en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y
brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se
hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación
en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente
con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de
trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De
pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el
pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y
rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se
apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.
De repente, notó que una naricita fría y pequeña se posaba sobre el
cristal de una de las casas que la pequeña tenía frente a ella. Se
trataba de un niño de entre cuatro o cinco años de ojos saltones y
pelo ondulado, muy bien peinado.
- A estas horas ya habrán terminado de cenar- pensó la niña mientras
que un ruido grave y ansioso proviniente de su barriga comenzaba a
atormentarla.
- Si tan sólo pudiera comer un poquito...- En ese mismo instante vio
como el niño pequeño de cara juguetona y traviesa salía a la calle con
su padre. Se trataba de un señor de aspecto afable, muy honesto y
educado.
- Sus ojos inspiran confianza- pensó la pequeña.
Cuál fue su sorpresa cuando ese hombre cariñoso y solidario le
ofreció cenar con él y su familia en esa acogedora casa, tan grande y
espaciosa, e incluso jugar con el niño pequeño, que tan contento
estaba de tener una amiguita con la que charlar y divertirse.
Desde ese día, la niña creyó por encima de todo en el espíritu de la
Navidad y en la bondad de las personas.