Se sentó en una plazoleta, y se
acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y
entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa;
volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la
maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían
bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores
aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas
estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría
calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la
caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una.
¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y
caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz
tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de
hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón
reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba
tan bien!No podía dejar de mirar con admiración aquellos colores tan
vivos que la embelesaban con su apreciado calor, era como si las
llamas la acurrucaran entre sus brazos para protegerla del duro frío
del invierno.
Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para
calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña
en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y
brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se
hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación
en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente
con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de
trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De
pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el
pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y
rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se
apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.
Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un
magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había
visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios.
Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían
moverse y sonreír a la niña. Ésta, embelesada, levantó entonces las
dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se
elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de
ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo. La pequeña miró la
estrella fíjamente, sin poder apartar la vista de ella, era tan
hermosa que sus ojos se resistían a pensar en lo efímero de su
resplandor. Y con este pensamiento, la vendedora de fósforos sintió
como el cansancio la vencía y en pocos minutos, a soñar a la luz de
las estrellas, que no dejaban de acunarla. Era como si desde arriba,
pudiera notar el cálido aliento de los luceros que la consolaban y
cuidaban para protegerla del frío en la Navidad.
Sin embargo, Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre
las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios.
¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel
tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una
había ardido por completo. Lo que nadie sabía es que la niña estaba
ahora en un lugar mejor, un lugar en el que nunca más buscaría la
compañía de las estrellas para no encontrarse sola.