Si algo caracteriza desde fuera al pueblo astur en el
aspecto gastronómico (e incluso en todos los aspectos) es, cómo
dudarlo, la fabada.”Asturias es conocida en el mundo por sus montañas,
por sus minas de carbón y de hierro, por la fabada y la sidra”,
escribe el mismísimo Mario Vargas Llosa. Así que no habrá que seguir
dando más pruebas. Y no es para menos, porque sólo en el Principado la
aclimatación de la legumbre en que se basa el plato fue capaz de
alcanzar tales cotas de finura y de sabor. Aunque no está muy claro si
la semilla vino directamente de América o lo que de allí se trajo
fueron nuevas variedades que contribuyeron a mejorar la raza de las
especies ya existentes en el viejo mundo- altramuces, habas,
habichuelas-. En cualquier caso, la ingeniería genética de los siglos
se las supo apañar para ofrecer este prodigio que es la actual fabada
asturiana, no se sabe porqué llamada de la granja y que, en todo caso,
no tiene nada pero nada que ver con esos judiote de La Granja, a cuya
confusión el difunto Cándido segoviano aportó en su día granito de
arena. No habría más que poner una junto a otro y probarlas por
separado, con todos los respetos para cada cual.
En un pasado no tan lejano –a principios de este siglo
e incluso más acá- la dieta rural del asturiano tipo incluía fabes
casi diariamente, lo que no debería traducirse por fabadas como hoy
las entendemos.
Luego, poco a poco, las fabes fueron ocupando su medida justa y se
convirtieron en todo lo contrario: en un plato festivo y por ello
extraordinario, sin que eso impida que en la mayoría de los hogares
asturianos aparezca con una cierta periocidad, según los casos, en el
menú del mediodía.
La fabada clásica es un guiso de alubias blancas con
morcilla, chorizo, lacón y/o tocino y azafrán. Algunos añaden un poco
de aceite, pero no precisa nada más que el que los ingredientes sean
de la más pura estirpe astur, salvado el azafrán, es claro, aunque
habría manifiesta indulgencia con lacón y tocino. Pero nada más. Hasta
ahí podríamos llegar.
En las últimas décadas, a la fabada le han salido
primos hermanos en el terruño propio. Fue así como empezaron a
extenderse primero las fabes con almejas (unas fabes estofadas que
incorporan unas almejas a la marinera, sin compango, esto es, los
elementos cárnicos de la fabada). Luego fueron las fabes con gallina,
más tarde con liebre, con perdiz, con jabalí, con centollo, con
langosta… hasta que en estos últimos años llegaron a ponerse en el
ovetense restaurante La Gruta- que realiza anualmente una semana de
homenaje a la faba- con cualquier cosa: calamares, jibia, cocochas,
bacalao, rabo de toro, setas, angula, cabrito, muslo de pato, morros
de ternera, raya y salmón… siempre exquisitas, porque queda demostrado
que la faba ayunta con facilidad y realza todo lo que toca. Su único
inconvenientes que, decía de ellas un político astur, “son traidoras,
porque hablan a nuestras espaldas”
LA FABADA
La fabada no es un plato tan antiguo como pudiera
creerse. Decía –y decía bien- el polígrafo J.E. Casariego que no más
del siglo XVIII. Por nuestra parte, opinamos que ni tan siquiera.
Nuestro más antiguo texto coquinario conocido hasta la fecha, la
cocina tradicional de Asturias, que data de mil ochocientos setenta y
tantos, no la menciona como plato y apenas si a las fabes como
ingrediente, salvo en un par de recetas como guarnición. Jovellanos
menciona a las fabes pero no a la fabada como tal ¿Qué quiere ello
decir? ¿Qué no existía? Es más que probable. Pero, ante todo, la
fabada –o lo que fuera- sería un plato eminentemente popular, del
pueblo campesino. Luis Buñuel dijo un día: “Éste es un plato inventado
por un pueblo hambriento”. En cualquier caso, no cabe duda de que
habrá sido un invento genial. Nuestra particular teoría al respecto es
que la fabada procede de un medio strip-tease de algún otro plato más
complejo de ingredientes. Probablemente de un pote mixto. Por eso no
debe extrañarnos la fórmula que transcribía en 1929 Dionisio Pérez en
su Guía del buen comer español, procedente del cocinero asturiano
Atilano Granda, y que daba como ingredientes de la fabada, además de
los consabidos, repollo, berza o nabizas, patatas y unto. Es fácil que
la fabada, tal como la conocemos, proceda de un pote venido a menos.
Aunque, según como se mire, también podría ser un pote venido a
más.
FABADA
Elaboración: Escoger las fabes, desechando las
que tengan motas negras, mal color o cualquier otro defecto. Echarlas
a remojo no más de ocho horas si se trata de fabes viejas y menos de
ese tiempo si de alubias del año, más tiernas que las otras. El agua
será fría.
Poner, asimismo, el lacón y el jamón a remojo (y el tocino, si
llevara), pero en este caso en agua más templada. Previamente se le
habrán chamuscado las posibles cerdas y también se habrá pelado la
parte más externa que tuviera síntomas de ranciedad.
A morcillas y chorizos les daremos un lavado con agua y
cepillo suave, a fin de desbravar un poco el sabor del ahumado y
eliminar posible suciedad (las morcillas pueden recibir un remojo
previo de una media hora en agua caliente antes de usar, si están poco
curadas).
Desechamos todas las aguas del remojo, transcurrido el tiempo
indicado.
En cacerola baja y ancha (tartera), echamos las fabes y las
cubrimos de agua fresca un par de dedos por encima. Con el recipiente
destapado y a fuego vivo llevamos a ebullición. Enseguida aparecerán
espumarajos. Espumaremos bien.
En una sartén habremos deshumado previamente un decilitro de
aceite de oliva, en el que, en frío, introduciremos un trocito de pan,
que freiremos. Dicho aceite lo añadiremos luego a la tartera, templado.
Desleiremos el azafrán en mortero con un poco de caldo de
cocción, tras haberlo tostado en sartén caliente. Incorporamos a la
tartera. Añadimos el lacón y el jamón, procurando que queden hacia el
fondo, para que no rompan las fabes en la cocción. Dejar cocer unos 5
minutos con la tartera tapada. Espumar nuevamente.
Añadir chorizos y morcillas (éstas, cerradas con sendos
palillos en los extremos). Hervir durante 5 minutos y espumar otra vez
a continuación. Procurar que la morcilla permanezca siempre cimera,
para evitar que rompa.
A partir de entonces, empezar la cocción definitiva a fuego
lento y cacerola tapada. Rectificar de agua, si fuera preciso. La
cocción podrá durar entre dos y tres horas, según la vejez y calidad
de la faba, así como el tipo de fuego. En todo momento, las fabes
estarán cubiertas de agua, uno o dos dedos por encima (pero sólo
ellas, no e embutido, que, lógicamente, podrá sobresalir algo).
Vigilar la cocción. De cuando en cuando, si desciende el nivel
de agua más de la cuenta, añadir un chorrito de agua fría (esta
operación se denomina en Asturias pasmá’ les, asustarlas). Asimismo,
dar un meneo asiendo la olla por las asas, para evitar que pudieran
agarrar. Probar de vez en cuando una faba para comprobar el punto.
Examinar de sal al final de la cocción y rectificar si fuera preciso.
Dejar reposar media hora o más con la tartera retirada. Con el reposo
(cuanto más, mejor) espesará algo el caldo. Si resultara demasiado
suelto, machacaremos algunas de las fabes (seis o diez) con un tenedor
en un plato; dando un hervor rápido para que haga cuerpo con el caldo
del total (añadir por donde hierva, lo mismo para salar).
Presentación: se puede separar la capa de grasa
superior y añadir luego de ella a cada plato la dosis que prefiramos.
Las fabes, con su caldo, saldrán a la mesa en legumbrera de
fondo redondeado (de no ser éste así habrá riesgo de rotura de fabes
contra los bordes). El compango- nombre que recibe el conjunto de
elementos cárnicos- se presentará en larguero: lacón y jamón en
gruesos tacos; cada chorizo y morcilla en tres, cuatro o cinco
rodajas, según tamaño.
Se puede comer desmenuzado en la fabada, aunque lo más
ortodoxo es comerlo como segundo plato, desmenuzado y mezclado todo,
llevándolo a la boca con pedacitos de pan, presionando entre el mismo
y el dedo pulgar.
Notas: No introducir nunca ningún tipo de
cuchara o cucharón para revolver durante la cocción. Únicamente los
meneos señalados para evitar que pudiera pegarse.
Habrá que evitar por todos los medios la rotura de la
morcilla –lo que sería fácil con fuego vivo o encontrándose en el
fondo-, ya que ello supondría la ruina segura del plato. Por lo demás,
el hervor fuerte dañaría las fabes, que romperían y despellejarían. Al
final, el menor número posible de fabes en tal estado supondrá una
parte de éxito estimable. De cualquier manera, las distintas
categorías de alubias requieren su propio tiempo de cocción, que sólo
sabremos tras experimentación; asimismo, a tener en cuenta es el tipo
de agua del lugar.