Un sello inconfundible

por Rosa Sanz

“El final de este estado de cosas” es el principio de una nueva forma de entender la puesta en escena de la danza flamenca. Si ya estamos acostumbrados a las rupturas estéticas del bailaor sevillano, nunca acabaremos de sorprendernos con su talento genial: cada obra suya es un nuevo discurrir por los senderos del arte total, del espectáculo total, del teatro total. Y así podríamos acabar esta reseña crítica. Pero antes habrá que dar alguna explicación para justificar lo dicho. La función, que está basada en pasajes del libro del Apocalipsis, mezcla danzas, que van del flamenco a la tarantella (danza italiana) pasando por el Butoh o danza de las tinieblas[1], y músicas como el flamenco, el heavy metal o la clásica contemporánea, dependiendo del momento escénico, como vehículo de expresión del rotundo no que el argumento dice a este estado de cosas: la guerra y sus terribles consecuencias cuales son la miseria más absoluta y la degradación del ser humano hasta límites terroríficos. Cuatro cuadros dividen la obra: Prefacio (una gran pantalla en blanco), Anuncio (estremecedor vídeo de la bailaora libanesa Yalda Younes danzando al ruido infernal de las bombas), Principio (donde Diego Carrasco canta por villancicos –qué bien toca Alfredo Lagos-, cuatro músicos cantan verdiales, Terremoto canta la toná del Cristo con acompañamiento heavy metal y Juan José Amador canta el taranto) y Fin (sangrante la seguiriya de Terremoto e inquietante el baile sobre los muertos de Israel). Sin embargo, la obra no sigue un hilo narrativo, sino que propone escenas para que el espectador reflexione y se conmueva. Y ya lo creo que lo consigue: desde el principio al final la expectación y el silencio más desolador se adueñó de la sala y nos mantuvo a todos en vilo durante las dos horas que duró la representación. Hemos dicho silencio que no quiere decir pasividad: el público reacciona ora por la sorpresa ora por la emoción cada vez que surgen. Y fueron tantas las veces que, ciertamente, acabamos exhaustos. Ver para sufrir, dirán a la vista de lo escrito; pero no, también hubo momentos de alegría y ratitos de guasa cuando se desmitifican tradiciones e instituciones: la Navidad, el Rocío, la Semana Santa y la Iglesia son colocados en el punto de mira del escepticismo, de la incredulidad y de la irreverencia cuando se les somete al veredicto de un mundo terriblemente injusto que invita a la desesperanza y que, esencialmente, las religiones están ayudando a mantener en pie obnubilando la razón y el pensamiento de quienes lo sufren. Israel Galván, sobre el que recae todo el peso del espectáculo, es, sin embargo, una pieza más del perfecto engranaje de toda la compañía – casi cuarenta personas entre actuantes y técnicos-; pero la más importante, por cuanto nada es posible sin él. Es lo natural, dirán ustedes. Lo natural sí, pero no lo corriente: Israel no escurre el bulto y asume la enorme responsabilidad del líder. Es un artista total. En el baile flamenco y fuera de él.

 


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