El valor de hablar - WikiLearning.com

Filosofía y tragedia en Shakespeare

El valor de hablar

«¿Me habéis enseñado a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir!», dice Calibán en La tempestad(159). Es la concepción que Shakespeare tiene del lenguaje y de sus verdaderos servicios a la lógica y a la verdad, o por el contrario a la perfidia, lo que está involucrado aquí. Inagotable sería la serie de reflexiones a que nos conducen las incontables frases que Shakespeare dedica al hablar y al callar. Su ligadura con la concepción de lo trágico es obvia, dado que no hay tragedia sin desarrollo lógico de uno o muchos discursos; de hecho, hasta podríamos decir —si no lo hemos dicho ya— que muchas tragedias se incuban y se desencadenan por la sola acción de las palabras. El rey Lear es, quizá, el caso más emotivo en que se expone el poder y el valor ético del hablar y del callar: las hijas malvadas derraman sus mentiras en el lenguaje más florido, mientras que el amor sincero de Cordelia no halla expresión verbal alguna que pueda halagar los oídos de un padre chocho. En clave más agradable, la conciencia del valor del callar y el hablar se expresa muy bien en Mucho ruido y pocas nueces:

Beatriz.—Hablad, conde, os toca el turno.

Claudio.—El silencio es el mejor heraldo de la alegría. Fuera bien poca mi felicidad si pudiera decir cuánta es. Señora, soy tan vuestro como vos sois mía. ¡Me entrego por completo a vos, y desvarío por el cambio!

Beatriz.—Habla, prima; y, si no puedes, ciérrale la boca con un beso, y que él no hable tampoco.(159)

El problema del hablar, de la expresión verbal de los pensamientos, o mejor, de los sentimientos, aparece a veces en forma frívola, como cuando, en A vuestro gusto, Rosalinda, siempre interrumpiendo a Celia, se justifica: «¿No sabéis que soy una mujer? Cuando pienso, tengo que hablar»(160). Pero en un precioso poemita de esa misma pieza expresa Shakespeare todo el romántico poder que se esconde en el hablar:

¿Por qué es desierto este sitio?
¿Por no estar poblado? No;
daré lenguas a los árboles,
que cobrarán civil voz.
Dirán cuán breve es la vida,
cuánta peregrinación
se corre, y cómo la edad
tiene un palmo de extensión.(161)

Junto a la filosofía del hablar en Shakespeare, podríamos extraer otra especie de filosofía, la filosofía del ver, de lo visual. Es notabilísima la riqueza visual del estilo de Shakespeare, la abigarrada sutileza —muchas veces una vulgaridad sutil— de las imágenes que utiliza. Nos autoriza a hablar de una especie de «óptica patética» en la expresión shakespeariana. Este rasgo no es, a mi entender, puramente formal, sino que contiene en sí una visión del mundo, es trasunto de una filosofía —al menos de una filosofía mundana. En sus postreras obras el estilo de Shakespeare se despoja de imágenes. «Rara paradoja imaginar sin imágenes», observa Luis Astrana(162). Pero incluso en estas últimas piezas (Mucho ruido y pocas nueces, A vuestro gusto, Noche de Epifanía, Cimbelino, El cuento de invierno, La tempestad) el patetismo está íntimamente ligado a lo visual, pues todo el lenguaje está fuertemente cargado de metáforas oculares, de tal forma que hasta las acciones, emociones o intuiciones más abstractas hallan certera expresión en metáforas de una materialidad elocuente.

Conviene destacar este rasgo por el contraste con la actitud vanguardista que ha llevado a la disipación lingüística. Lo que hace un dramaturgo vanguardista, en general, es anular el contenido patético desvinculando el lenguaje, metafórico o no, de las emociones que son propias de un temperamento natural. Como ejemplo muy ilustrativo podríamos citar oportunamente la escena del Rey Lear que Bob Wilson rodó estrambóticamente para la televisión, mezclando absurdamente las patéticas lamentaciones de Lear ante el cadáver de Cordelia con las frívolas apelaciones que un enfermo moderno haría a los camilleros de la ambulancia en que le llevan. El patetismo queda del todo anulado por efecto de una especie de represión grotesca, y toda emoción, pero también toda esperanza de intelegibilidad, queda brutalmente anulada. Así como Pierre Mabille defendió la idea de Matta de «tuer l’optique» y vio en el ojo enucleado de Brauner un episodio profético(163), nosotros podríamos hablar de un «matar la dicción» en el teatro vanguardista de Wilson. No negaremos que la actitud de Wilson sea rabiosamente contemporánea, pero nos preguntamos si no valdría también la pena vindicar un siempre denigrado racionalismo para nuestra propia contemporaneidad. Añadiremos que también, mejor, que sobre todo en el teatro explícitamente actualizador se esconden las mayores mistificaciones imaginables: falseamiento de la psicología de los personajes, ocultación de las condiciones reales de existencia del hombre moderno, visiones falazmente trágicas o falazmente cómicas o falazmente grotescas. En mucho de ese teatro contemporáneo no existe ni tragedia ni comedia, sino sólo un monólogo onanista e invertebrado que se resguarda en la presunción de una incierta «genialidad» de autor. La modernidad ha roto muchas convicciones, no sólo quiméricas, sino también profundamente racionales. El arte contemporáneo ha hecho lo propio en su dominio: romper la «óptica», la «dicción», la «audición»… De nada sirve lamentarse, pero hay que rechazar al menos las pretensiones de justificación lógico-formal. Por ejemplo, no es correcto destacar que en el Barroco en general, y en Shakespeare en particular, se encuentra la explotación de los distintos niveles de realidad o de significado hasta límites que sobrepasan toda maravilla, y usar esa genial tendencia barroca para justificar la disolución de todos los niveles de significado en la difícil y vacía inefabilidad que anduvieron buscando los simbolistas. Y no es correcto porque, a mi entender, se trata de cosas radicalmente opuestas: la explotación barroca del lenguaje podía llegar a ser aturdidoramente confusa, pero se efectuaba siempre en pos de la ampliación de significados, aun a costa de la fusión o confusión de los distintos niveles de realidad(164), mientras que la hostilidad moderna hacia todo lo racional no supone ninguna explotación de los significados, sino un estúpido desdén hacia todo significado.

El pensamiento puede evolucionar con imágenes o con palabras. Podemos llamar idiomática, lingüística o «auditiva» a la segunda modalidad —o uso—, y plástica o «visual» a la primera. En el primer caso no se trata propiamente de pensamiento, sino más bien de evocación, ensoñación, «sentimiento», imaginación… Al vincular una al sentido de la vista y otra al del oído, insisto en una característica común a todas las culturas, y es el hecho de que los lenguajes articulados han elegido indefectiblemente el sonido como medio. No hay nada que impida crear un lenguaje articulado mediante imágenes visuales, pero la mímica, que daría a la vista la preeminencia como medio del lenguaje convencional, es algo que sólo se desarrolla completamente entre la comunidad de sordos. Lo auditivo es tomado aquí como metonimia de lo lingüístico por el hecho de que podemos concebir toda palabra como pronunciable; y lo visual se toma como metonimia de ese otro universo de significaciones imposible de reducir a un número finito de términos, del dominio de lo singular y lo contingente, porque en él cabe todo lo que no podemos pronunciar, pero sí ver —o imaginar, o sentir(165). La distinción entre la palabra y la imagen es, como se sabe, fuente de importantes discusiones estéticas desde el «Ut pictura poesis» de Horacio hasta el Laoconte de Lessing. Después, la especulación estética se apartó de este dilema y se centró más bien en la posibilidad de una sinestesia parcial, de una imitación de la música o de la poesía por las demás artes, o incluso de una sinestesia total. Y he aquí que la vieja disyunción horaciana volvió a plantearse con ocasión de la popularización del cine. Comparando el cine con el teatro, Unamuno habló de la preponderancia significante de la palabra sobre la imagen, del sonido articulado sobre la visión, en suma, del oído sobre la vista(166). Evidentemente, Unamuno hablaba del cine mudo, y su comparación era inmisericorde: era grotesco ver una escena donde dos se dicen cosas inaudibles y a continuación un cartel con el diálogo (la estructura del cómic); la historia más inverosímil queda inequívocamente fijada en nuestra mente si escuchamos el relato o los diálogos sin ver a los personajes, pero ¿quién podría deducir inequívocamente lo que se ha dicho o lo que ha pasado en una historia si sólo se le muestran las imágenes mudas? La seducción que el cine ejercía en los espíritus modernistas no tenía otro sentido que el de la sugestión y la ambigüedad que los simbolistas convirtieron en lema.

Incluso en la más elemental manipulación poética del lenguaje se añaden a cada momento complejidades incomputables. Piénsese, por ejemplo, en una frase que niegue algo: su contenido es complejísimo al punto de abarcar tanto el objeto de lo que niega como la misma negación de la circunstancia en que va enunciado. La palabra «no», como señalaba agudamente José María Valverde, es una de las herramientas lógicas más extrañas y prolíficas que el hombre pudo encontrar. Enunciamos algo y decimos «no» de ese algo, ¿cómo es posible?(167) El gran Parménides se inmovilizó a sí mismo y no al Universo cuando afirmó que «el No-Ser no existe» como si valiese por la aparente verdad de que «lo que no existe no existe»; pero el gran poeta Demócrito permitió moverse al mundo cuando admitió que «el No-Ser sí existe»: el No-Ser, el vacío, existe con el mismo derecho que el Ser, lo macizo, los átomos, y precisamente por existir esa Nada es posible que aquél Ser se mueva (que los átomos se muevan a través del vacío y que generen así ese proteico e infinitamente variado mundo al que otros sabios poetas, como Epicuro y Lucrecio, rindieron tributo de inteligencia.)

Horacio explicaba: «Menos vivamente excitan los pensamientos las cosas que entran por el oído/ que las sometidas a los ojos, que no engañan, y que/ el mismo espectador se transmite a sí mismo.»(168) Esta opinión, contraria a la de Unamuno, sólo parece aceptable si se piensa exclusivamente en cosas o acontecimientos sencillos que «entren por los ojos». Que Horacio atribuyese a las palabras el poder de mentir, y a las cosas la virtud de representar lo que verdaderamente son, se entiende como prolongación de aquel «santo temor» hacia los productos de la creación poética que ya preocupó a Platón —y en nuestra época a todos, a partir de Nietzsche—: el problema de la sima entre las palabras y las cosas, entre la experiencia pura y proteica y el pensamiento ilusorio y simplificador, etc. Pero en el caso de la discusión de Unamuno —nada trivial, aunque parezca lo contrario— se está muy lejos de pararse ante semejantes «dificultades»; ya no se puede contraponer una pretendida experiencia visual, basada en las cosas inmaculadas, a la reflexión racional, podrida de «socratismo», pues ahora las imágenes (cinematográficas) son parte de un discurso complejo, lábil, ambiguo, rico, tan capaz de mentir, tan equívoco como el más seductor de los discursos, y cuya exuberancia deriva precisamente de su naturalismo. Unamuno reprochó a Ortega su temprana admiración por aquel arte joven y popular. Ahora bien, aquel arte mudo se prestaba magníficamente a las expresiones abstractas no significantes, en virtud de esa desvinculación del lenguaje que tanto irritaba a Unamuno. No es necesario recordar que el contrapunto al carácter de masas del nuevo medio se encuentra en los experimentos del cine abstracto y del surrealista. Con la introducción de la voz, el cine adquirió, multiplicadas, las potencialidades de significación que Unamuno echaba a faltar. Ello posibilitó que se acrecentara aún más su carácter popular —si bien no amenguó los conatos elitistas—, pero sobre todo vinculó el nuevo arte a lo literario, y con ello a lo sustantivo(169). Puede objetarse que, así como existe un teatro del absurdo, también el cine es pasible de absurdidad, pero ésta no pasa de ser una modalidad poco relevante. La literariedad del cine no es lo que implica su popularidad. A efectos prácticos, El rey Lear es más impopular que cualquier obra vanguardista. La necesidad narrativa del cine es lo que le hace esencialmente antivanguardista. Sólo un ser del pasado transportado a la actualidad podría asombrarse ante un cuadro con pintarrajos, pero muchísimas personas de nuestra época pueden sentirse ya decepcionadas por una película «sin sentido».

Es incontestable que ejercitamos ambos tipos de actividad mental, la de un pensamiento basado en imágenes y la de un pensamiento verbal —aparte de esa otra modalidad del pensar que daba que pensar a Pascal y que incompletamente llamamos sentir. Pero sólo estamos pensando efectivamente, en el sentido de elaborar tesis, proposiciones lógicas (i.e. lingüísticas), cuando lo hacemos en términos expresados mediante nuestro idioma o cualquier otro. Esta idea puede discutirse, pero sólo me interesa aquí que el lector tenga en cuenta mi punto de vista, a fin de que en su crítica deslinde lo que pueda derivarse de un error y lo que deriva de ese punto de vista. El despliegue de imágenes mentales definidas o abstractas sólo es una teoría de impresiones, mediante las cuales no pensamos, sino que más bien sentimos (gozos, alegrías, inquietudes, terrores, anhelos, ensueños, resquemores). En los casos más afortunados, ese sentir produce obras de arte. El arte no es, por su mismo origen, ninguna «forma de conocimiento» equiparable o complementaria de la ciencia, aunque, como defendió Edgar Wind, el arte puede beneficiarse mucho al amparo de la instrucción filosófica o científica(170). La obra de arte puede proponerse un fin propio de la filosofía o de la ciencia, como la búsqueda de la verdad —o de una verdad, sea física o ética—, pero no es eso lo que la distinguiría y definiría como tal obra de arte. Si se propusiese un tal objetivo, la obra de arte en cuestión sería, además, un tratado científico o filosófico, lo cual excedería su «artisticidad», que no se encuentra en ese contenido científico o filosófico, sino en las formas, plásticas o literarias, que desarrolla. Los defensores del arte por el arte libraron hace más de un siglo una importante batalla por deshacerse de las cadenas burguesas del arte edificante. El arte pudo entonces ser inmoral, que es tanto como decir antiburgués. La revancha de la burguesía llegó cuando la libertad intelectual alcanzada de aquella manera por el arte no supo en qué aplicarse sino en un negativo rechazo de todo contenido, produciendo una vacuidad abstracta no ya décadent o inmoral, sino inocua. Las formas transfunden, ni que decir tiene, todas las emociones que es capaz de sugerir el artista, e incluso los pensamientos que puede haber pretendido —o no, sin por eso impedirlo— inducir en el espectador. Esto parece innegable, y descarta toda pretensión de concebir el arte como una forma de conocimiento, a no ser en aquel sentido poético —no filosófico— en que Machado o Pascal, o algunos simbolistas, o casi todos los románticos, han hablado de la «razón del corazón», o de «entenderse», etcétera. En pos de la libertad de creación, las formas debían rechazar su servidumbre a una ideología burguesa, pero liberarse de todo contenido era caer en una nueva servidumbre, la de la sinrazón.

Unamuno, en la época en que el cine era aún mudo, no podía comprender el interés que aquel espectáculo circense y sin sentido (sin palabras) despertaba en Ortega, por ejemplo. Podemos decir que no percibió esa naturaleza distintiva del nuevo medio respecto al teatro y por ello temió en el cine la disolución de lo humano, de lo racional, del lenguaje mismo. Defendió el teatro como resguardo de todos aquellos valores que creía amenazados por el nuevo medio. Sorprendentemente, esa temida disolución sólo cuajó en el teatro, durante el período absurdista y aún hoy en día, aunque con menor intensidad. Un solo ejemplo servirá como modelo de esa disgregación de lo lingüístico, y por tanto del humanismo, en el teatro. En una breve reseña de la puesta en escena de La Odisea de la Footsbarn Travelling Company dirigida por Jean Pierre Estournet, Santiago Fondevila comentaba hace pocos años:

Si en su afición a versionar a Shakespeare (Sueño de una noche de verano, Hamlet, Macbeth, King Lear, Romeo y Julieta) solía prescindir de la poética del texto en beneficio de una acción desmitificadora, próxima y circense, en esta «odisea» la partitura visual y textual se manifiesta con la suavidad de la seda. No hay que preocuparse por no entender los textos. La puesta en escena adquiere una musicalidad que acompaña a una acción resuelta con imaginación y claridad que nos conduce por el mundo junto a Ulises sin ningún problema. La obra corrobora la forma festiva de entender la vida y el teatro de esta compañía… [etcétera](171)

Esa «odisea» se representó en nada menos que cinco idiomas, pero por supuesto no había que ser poligloto para entenderla, ya que sólo se trataba de «gestualidad», de «visualidad» y de «sensitividad», como dice el reseñador. No carecen de significación y son cosa cierta la gran carga gesticular, visual, etc. de este tipo de espectáculos, pero inevitablemente representan la disolución del lenguaje —así como el gestualismo de Pollock y Hartung representó un paso más en la disolución de lo pictórico. En el teatro y la literatura clásicos incluso la ausencia de lenguaje, el silencio, tiene una significación humana y racional, pero forma solamente un contrapunto, un momento dialéctico en el discurso. En el teatro vanguardista no se trata ya de que el lenguaje explique todo lo humano, la «gestualidad», la visualidad o el mismo silencio, sino al contrario, de que la «gestualidad», visualidad y cualquier otra opacidad sustituyan por entero a lo enunciativo. Los entusiastas de Shakespeare se sonreirán ante la reducción de sus obras a pantomima o la pretensión de ofrecer de ellas ni aun la más leve idea mediante el uso exclusivo de ruidos y saltos. Quizá para Estournet no hay ninguna filosofía y ninguna idea en las tragedias de Shakespeare o en la Odisea lo suficientemente digna como para requerir de palabras. No debemos deducir que no haya entendido ni palotada de los grandes textos. Se trata de que reproduce el ataque general a la razón en una de sus más claras manifestaciones, la disolución del lenguaje en lo abstracto y en lo «sensitivo». No otra cosa expresaba el infierno que el Diablo describía a Adrian Leverkühn. Karl Marx, uno de los últimos grandes racionalistas, convirtió en lema la conquista del cielo. En la sociedad moderna triunfa el movimiento opuesto, el asalto a la razón denunciado por Lukács.

En cuanto a la naturaleza exacta de las expectativas del gusto popular, la cuestión no es simple. La mentalidad elitista considerará zanjada esta cuestión con la afirmación de que el populacho sólo desea ver violencia y sexo. De hecho, los actores de la época isabelina debían ser auténticos atletas y realizar con todo realismo luchas sangrientas y hábiles. «No satisfecho con presenciar aquellas salvajes y realistas luchas en las ficciones teatrales, el público londinense esperaba también ver muertes y mutilaciones sangrientas, y, por tanto, se imponía encontrar algún sistema de atravesar la cabeza de un actor con una espada o arrancarle las entrañas sin menoscabar su integridad, a fin de permitirle asumir de nuevo su papel en la representación de la tarde siguiente.»(172) Pero la cuestión no se zanja así de sencillo. Es innegable que, amén de esta disposición circense, existía en el público de teatro una sensibilidad literaria. Marchette Chute lo confirma:

Pero entre todas las prendas que un actor isabelino debía poseer, acaso la más importante era la de tener buena voz. Las obras teatrales isabelinas tenían mucha acción, pero, considerándolo bien, no era la actividad física lo que captaba principalmente el interés del espectador, sino el lenguaje. El público formaba esencialmente un auditorio, y no era el sentido de la vista, sino el del oído, el que le ponía en antecedentes del lugar donde transcurrían las escenas, de las emociones de los diversos personajes y de la poesía y excitación de la obra considerada como todo. Tanto más cuanto los actores eran hombres y muchachos, lo cual imposibilitaba crear la ilusión de las escenas amorosas mediante la proximidad física, y, por ende, exigía una inteligente utilización de las palabras correspondientes a los papeles femeninos.(173)

Eran consideraciones semejantes las que integraban la protesta de Unamuno contra un público provinciano que sólo esperaba efectos sorprendentes y era totalmente refractario a ese poder evocador de las palabras. Recordemos que por las mismas razones Unamuno detestaba el cine mudo, que carecía precisamente de aquello que daba vida a un drama: la palabra.