Shakespeare
Por Harold Bloom
La idea del
carácter occidental, del ser interior como agente moral, tiene muchas
fuentes. Homero y Platón, Aristóteles y Sófocles, la Biblia y San Agustín,
Dante y Kant, y todo lo que quieran añadir. La personalidad, en nuestro
sentido, es una invención shakespeareana, y no es sólo la más grande
originalidad de Shakespeare, sino también la auténtica causa de su perpetua
presencia. En la medida en que nosotros mismos valoramos y deploramos
nuestras propias personalidades, somos los herederos de Falstaff y de Hamlet,
y de todas las otras personas que atiborran el teatro de Shakespeare con lo
que podemos llamar los colores del espíritu.
* * *
El extraño
poder de Shakespeare para transmitir la personalidad está quizá más allá de
toda explicación. ¿Cómo es que sus personajes nos parecen tan reales y cómo
pudo lograr esa ilusión de manera tan convincente? Las consideraciones
históricas (e historizadas) no han ayudado mucho a responder a estas
cuestiones. Los ideales, tanto sociales como individuales, eran tal vez más
prevalentes en el mundo de Shakespeare que lo que son al parecer en el
nuestro. Leeds Barroll señala que los ideales del Renacimiento, ya sean
cristianos, filosóficos u ocultos, tendían a subrayar nuestra necesidad de
adherir a algo personal que sin embargo era más grande que nosotros. Dios o
un espíritu. De ello se seguía cierta tensión o angustia, y Shakespeare se
convirtió en el más alto maestro en la explotación de ese vacío entre las
personas y el ideal personal. ¿Se deduce de esta explicación su invención de
lo que reconocemos como "personalidad"? Percibimos sin duda la
influencia de Shakespeare en su discípulo John Webster cuando el Flaminio de
Webster exclama, al morir, en El demonio blanco:
Cuando miramos hacia el cielo confundimos
Conocimiento con conocimiento. En Webster, incluso en sus
mejores momentos, escuchamos las paradojas de Shakespeare hábilmente
repetidas, pero los hablantes no tienen ninguna individualidad. ¿Quién puede
decirnos las diferencias de personalidad, en El demonio blanco, entre
Flaminio y Lodovico? Mirar hacia el cielo y confundir el Conocimiento con el
conocimiento no salva a Flaminio y a Lodovico de ser nombres en una página.
Hamlet, perpetuamente discutiendo consigo mismo, no parece deber su
abrumadora personalidad a una confusión del conocimiento personal y el ideal.
Más bien Shakespeare nos da un Hamlet que es agente, más que efecto, de
resonantes revelaciones. Quedamos convencidos de la realidad superior de
Hamlet porque Shakespeare ha hecho a Hamlet más libre haciendo que sepa la
verdad, una verdad demasiado intolerable para que la soportemos. Un público
shakespeareano es como los dioses en Homero: observamos y escuchamos y no
tenemos la tentación de intervenir. Pero también somos diferentes de la
audiencia que constituyen los dioses de Homero; siendo mortales, también
nosotros confundimos el Conocimiento con el conocimiento. No podemos sacar,
ni de la época de Shakespeare ni de la nuestra, información que nos explique
su capacidad de crear "formas más reales que los hombres vivos",
como dijo Shelley. Los dramaturgos rivales de Shakespeare estaban sujetos a
las mismas discrepancias entre ideales de amor, orden y eternidad que él,
pero nos dieron cuando mucho elocuentes criaturas más que hombres y mujeres.
Leyendo a Shakespeare y viéndolo representado, no
podemos saber si tenía tales o cuales creencias extrapoéticas. G. K.
Chesterton, maravilloso crítico literario, insistía en que Shakespeare fue un
dramaturgo católico y en que Hamlet es más ortodoxo que escéptico. Ambas
afirmaciones me parecen muy improbables, pero no lo sé, ni lo sabía tampoco
Chesterton. Christopher Marlowe tenía sus ambigüedades y Ben Jonson sus
ambivalencias, pero a veces podemos aventurar conjeturas sobre sus posturas
personales. Leyendo a Shakespeare puedo sacar en claro que no le gustaban los
abogados, que prefería beber a comer, y evidentemente que le atraían ambos
sexos. Pero sin duda no tengo ningún indicio sobre si favorecía al
protestantismo o al catolicismo o a ninguno de los dos, y no sé si creía o
descreía en Dios o en la resurrección. Su política, como su religión, se me
escapa, pero creo que era demasiado cauteloso para tener la una o la otra. Le
asustaban, sensatamente, las muchedumbres y los levantamientos, pero también
le asustaba la autoridad. Aspiraba a la nobleza, se arrepentía de haber sido
actor y puede parecer que valoraba El rapto de Lucrecia por encima de El rey
Lear, juicio en el que sigue siendo escandalosamente único (con la excepción,
tal vez, de Tolstoi).
Chesterton y Anthony Burgess subrayan ambos la vitalidad de
Shakespeare, y yo iría un poco más allá y llamaría a Shakespeare vitalista,
como su propio Falstaff. El vitalismo, que William Hazlitt llama
"gusto", es quizá la última clave de la capacidad sobrenatural de
Shakespeare de dotar a sus personajes de personalidades y de estilos de habla
fuertemente personalizados. Me cuesta trabajo creer que Shakespeare
prefiriera al Príncipe Hal sobre Falstaff, como opina la mayoría de los
críticos. Hal es un Maquiavelo; Falstaff, como el propio Ben Jonson (¿y como
Shakespeare?), está reventando de vida. Lo están también, por supuesto, los
villanos asesinos de Shakespeare: Aarón el Moro, Ricardo III, Iago, Edmundo,
Macbeth. Lo están también los villanos cómicos: Shylock, Malvolio y Calibán.
La exuberancia, casi apocalíptica en su fervor, es tan marcada en Shakespeare
como en Rabelais, Blake y Joyce.
El hombre Shakespeare, afable y astuto, no era más Falstaff que Hamlet, y sin
embargo algo en sus lectores y espectadores asocia perpetuamente al
dramaturgo con ambas figuras. Sólo Cleopatra y los más robustos de los
villanos -Iago, Edmundo, Macbeth- quedan en nuestras memorias con la fuerza
perdurable de la desfachatez de Falstaff y la intensidad intelectual de
Hamlet.
Para leer las obras de Shakespeare, y hasta cierto
punto para asistir a sus representaciones, el procedimiento simplemente
sensato es sumergirse en el texto y en sus hablantes, y permitir que la
comprensión se expanda desde lo que uno lee, oye y ve hacia cualquier
contexto que se presente como pertinente. Tal fue el procedimiento desde los
tiempos del doctor Johnson y David Garrick, de William Hazlitt y Edmund Kean,
a través de la época de A. C. Bradley y Henry Irving, de G. Wilson Knight y
John Gielgud. Desgraciadamente, por sensata y hasta "natural" que
fuera esta manera, hoy está fuera de moda y ha sido sustituida por una
contextualización impuesta arbitraria e ideológicamente. En el
"Shakespeare francés" (como lo llamaré de ahora en adelante), el
procedimiento consiste en empezar con una postura política completamente
propia, bien alejada de las obras de Shakespeare, y localizar luego algún
trocito marginal de la historia social del Renacimiento inglés que parezca
apoyar esa postura. Con ese fragmento social en la mano, se abalanza uno
desde afuera sobre la pobre comedia, y se encuentran algunas conexiones,
establecidas como sea, entre ese supuesto hecho social y las obras de
Shakespeare. Me alegraría persuadirme de que estoy parodiando las operaciones
de los profesores y directores de lo que yo llamo "Resentimiento"
-esos críticos que valoran la teoría más que la propia literatura-, pero he
hecho una simple reseña de lo que sucede, en el aula o en el escenario.
Sustituyendo el nombre de "Jesús" por el de
"Shakespeare", se me ocurre citar a William Blake:
Seguro estoy de que ese Shakespeare no es mío
Sea yo inglés o sea yo judío
Lo inadecuado del "Shakespeare francés" no es
precisamente que no sea el "Shakespeare inglés", no digamos ya el
Shakespeare judío, cristiano o islámico: más simplemente es que no es
Shakespeare, el cual no encaja fácilmente en los "archivos" de
Foucault y cuyas energías no eran primariamente "sociales". Puede
uno meter absolutamente cualquier cosa en Shakespeare y las obras lo
iluminarán mucho más de lo que quedarán iluminadas por lo que uno ha metido.
Sin embargo los resentidos profesionales insisten en que la actitud estética
es ella misma una ideología. No estoy muy de acuerdo, y en este libro yo sólo
meto la estética (en el lenguaje de Walter Pater y de Oscar Wilde) en
Shakespeare. O más bien él la trae a mí, puesto que Shakespeare educó a
Pater, a Wilde, y a todos nosotros en estética, que, como observó Pater, es
un asunto de percepciones y sensaciones. Shakespeare nos enseña qué percibir
y cómo percibirlo, y nos instruye también sobre cómo y qué sentir y después
experimentarlo como sensación. Buscando como buscaba ensancharnos, no en
cuanto ciudadanos o en cuanto cristianos sino en cuanto conciencias,
Shakespeare superó a todos sus preceptores como hombre de espectáculo.
Nuestros resentidos, que pueden describirse también (sin maldad) como
chalados del género-y-el-poder, no se sienten muy conmovidos por las obras de
teatro como espectáculo.
Aunque a G. K. Chesterton le gustaba pensar que
Shakespeare fue un católico, por lo menos en espíritu, era demasiado buen
crítico para localizar en la cristiandad el universalismo de Shakespeare.
Podemos aprender de eso a no configurar a Shakespeare según nuestra política
cultural. Comparando a Shakespeare con Dante, Chesterton subraya la amplitud
de Dante cuando trata del amor cristiano y la libertad cristiana, mientras
que Shakespeare "era un pagano, en la medida en que está en su punto más
alto cuando describe grandes espíritus encadenados". Esas
"cadenas" manifiestamente no son políticas. Nos devuelven al
universalismo, ante todo a Hamlet, el más grande de todos los espíritus,
pensando en su camino hacia la verdad, por la cual perece. El uso final de
Shakespeare es dejar que nos enseñe a pensar demasiado bien en cualquier
verdad que podamos soportar sin perecer.
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