Una infancia derrumbada y un lugar desalmado que buscan con desesperación
un consuelo a tiempo. En este contexto empieza la historia de una niña que empezó a soñar
despierta y que confiaba en lo bueno del ser. Para ella no había hombres malos. Se había
creado un mundo paralelo en el que sus amigos de ojos saltones la acompañaban allí donde
iba. Sin embargo, jamás nadie fue capaz de entender lo que necesitaba.
El cariño y la comprensión eran dos de las necesidades básicas de una niña que se estaba
ganando el ser alguien en la vida a pulso. Le encantaba ayudar a los demás, y aunque es difícil
no pedir nada a cambio, pocas veces demandaba ayuda. Había aprendido a llorar a escondidas,
a sufrir sin decir ninguna palabra, a imaginarse los abrazos de alguien a quien algún día importaría.
La esperanza es lo último que se pierde, o por lo menos
esa era su máxima vital.
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