YA CRECERÁ

por Cristina Valle

Ir a la peluquería siempre ha sido un engorro. A veces incluso más que un engorro porque es una parte fundamental de nuestra imagen y, si nos fijamos en él, nos dice mucho de la persona que tenemos delante. Hay quien prefiere llevar flequillo, coleta, quien prefiere el pelo suelto, con mechas… una infinidad de opciones o alternativas que definen a la persona en cuestión. Pues bien, el otro día estaba yo ya cansada de llevar el mismo pelo que siempre. Cuando te cansas de todo y quieres hacer un gran cambio en tu vida, no se por qué extraña razón lo primero que cambias es tu pelo. Tal vez sea porque el verte diferente, y que los demás también te vean diferente, hace que te sientas así, diferente. Me levanté, cogí el teléfono y llamé a la peluquería a la que suelo ir. Yo voy siempre, o al menos antes así era, a la que está debajo de mi casa. Es sencillo, por pura comodidad. La gente suele elegir la peluquería, bien porque le gusta, bien porque está más cerca, o bien porque sí y punto. Error. La elección del lugar en el que van a moldear tu imagen debería ser una elección más justificada. El caso es que ya tenía cita en la peluquería. Antes de ir me miré al espejo. Un último adiós al pelo que me había acompañado durante varios meses. Al llegar, Germán (que así se llama mi peluquero) me pide que espere un poco. Me siento y leo una de estas revistas de moda en las que aparecen modelos con diferentes peinados. Claro, la imaginación, y en cierta medida el aburrimiento, hacen que te plantees uno de esos peinados tan poco habituales; suerte que el sentido común te recuerda que tú no tienes ni el tiempo, ni el equipo, ni el dinero suficiente para mantenerlo en un estado decente. En estas pequeñas divagaciones estaba cuando llegó mi turno. Una chica me ayudó a ponerme uno de esos albornoces para no llenarte de pelos y me lavo la cabeza durante unos diez minutos. Luego me acompañó hasta a la silla, con un gigantesco espejo delante, y vino Germán. - ¿Quieres cortarte el pelo? – me preguntó – ¿O te pongo unas mechitas y te arreglo el flequillo? - No, córtame un poco el flequillo y también las puntas que las tengo bastante estropeadas. Como mucho uno o dos dedos – le contesté yo, que al final me decanté por un cambio menos radical del que me había planteado antes. - Vale, confía en mi – me dijo. Y empezó a cortar. Durante el proceso yo estuve distraída escuchando las conversaciones que tenían los de mi alrededor. Que si Juanito saca muy malas notas en clase, que si Pepita lo ha dejado con su novio… También me entretuve leyendo una revista de marujeo que había por ahí encima. Enseguida me enteré de todas las denuncias y los líos sentimentales de casi todos los actores españoles. - Ya está. He terminado – me dijo mi peluquero después de casi una hora – Mira a ver si te gusta. No, no me gustaba. No me gustaba porque después de explicarle lo que quería, él había hecho lo que más le había apetecido. Había decidido hacerme una melenita estilo Marisol en sus mejores tiempos. Pero claro, no dije nada. Pagué y subí a mi casa a ver en el espejo mi nuevo yo. Después de unas horas buscándole un lado positivo sólo pude llegar a una conclusión: el pelo crece, así que ya crecerá. Estoy segura de que muchos, aunque sobre todo muchas, habéis tenido experiencias similares y habéis reaccionado exactamente igual que yo. Aunque te entren ganas de gritar y de irte sin pagar, al final no haces nada de eso. ¿Por qué? Pues porque cuando vas a la peluquería no sabes como vas a salir, es como abrir la sorpresa de un huevo Kinder: unas veces te gusta y otras no, pero nunca sabes lo que te va a tocar.

 


Vincular con otro documento en el mismo espacio
email@alumni.uv.es


css xhtml waiaa