Opinión

por Rocío Vidal

Vino el otro día un chico a arreglar la filtración de agua que tuve en la pared en las últimas lluvias torrenciales y que inundaron el sótano de mi casa. Mientras se afanaba en evitar que se me formara una piscina espontánea, acabamos hablando, no recuerdo por qué, de la lectura. “Resulta que me dedico a arreglar tuberías, y me encanta, y no leo ni el modo de empleo de lo que me manda el médico. Me interesa lo que pasa en el mundo pero prefiero la tele para ver las noticias, y seguramente mi vida no valga menos que la del que lea el periódico. Porque si no estuviera yo aquí, ¿ibas a arreglar esto tú?”.
Y así lo creo yo. No, jamás me he leído el Quijote. Y no me avergüenzo de ello, no soy un ser inferior física o intelectualmente por ello. Y es que, como dice Cesare Pavese en su libro La Literatura Norteamericana y Otros Ensayos (1987), “Hay un obstáculo para la lectura (es el mismo en todas las esferas de la vida): la excesiva confianza en uno mismo, la falta de humildad, la negativa a aceptar lo otro, lo diferente”. Creo que nos referimos a lo mismo: esa persona que va en el metro con su libro de Cela, que echa una ojeada al ejemplar de lo último de Marian Keyes que llevo, y gira la cara, como si no valiera la pena seguir mirando. Puede ser que crea que él está leyendo y yo no. Pero, ¿qué es leer? Leer es la acción y efecto de comprender y asimilar un texto escrito. La receta de los rollitos de primavera (o del pato a la naranja con paté de furulú de foá, para dicho usuario del metro), ¿Quién te lo ha contado?, de Keyes, o La Colmena, de Cela. ¿O acaso ocurre lo que indica Josep Pla en Notes del capvesprol (1980), “l’activitat literària – i en general totes les activitats artístiques – és plena d’envejosos de la més baixa qualitat, que són els qui actuen per vanitat i per popularisme”? En ocasiones, por supuesto, pero generalizar nunca es bueno. Sin embargo así ocurre: me bajé del metro sintiéndome despreciada con mi libro de Keyes. Pero, ¿a dónde me dirigía? A hacer mi examen de teatro inglés, ya se sabe: Shakespeare, Marlowe, y demás autores cuyas obras leí en versión original y que nuestro “Celáfilo” habrá oído, como mucho, nombrar en “Saber y Ganar”.
A siete meses de licenciarme en Filología Inglesa y haber leído lo más importante de la literatura en dicho idioma, no solo por obligación sino por placer, sigo sorprendiéndome de encontrarme gente que piensa que se hace necesario mirar por encima del hombro a quien lleva el “ADN” en lugar de “El País”. Y es que tengo la convicción de que, tanto cuando me entrego a Dr Faustus como cuando estoy con la propaganda de Media Markt, estoy leyendo. Y así lo creen mis amigos no universitarios que pasan de Romeo y Julieta pero que llevan trabajando y aprendiendo sobre la vida real desde mucho antes que yo, y con los que podrás hablar de muchas más cosas que con el típico “tontito de universidad”, como ellos le llaman entre risas.
Por cierto, recomiendo a todo aquel que no lo haya hecho, que lea Harry Potter y el Prisionero de Azkabán. Un argumento y una dosis de imaginación que ni Platón, el día que se le ocurrió lo del mundo inteligible, le puso a La República.


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