CAPÍTULO 1 – Por la madriguera del conejo.

 Rocío Vidal López

 

Alicia se estaba empezando a hartar de estar sentada al lado de su hermana en el banco, y de no tener nada que hacer: una o dos veces había cotilleado el libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía ni fotos ni conversaciones, “y qué sentido tiene un libro”, pensó Alicia, “sin libros ni conversaciones?”. Así que se planteaba, en su cabeza (como buenamente podía, ya que el calor le hacía sentirse dormida y tonta), si el placer de hacer una corona de margaritas valdría el esfuerzo de levantarse y recoger las margaritas, cuando de repente un conejo blanco con ojos rosas pasó corriendo por su lado. No había nada de especial en ello; Alicia tampoco pensó que lo fuera demasiado el oír al conejo decirse a sí mismo “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!” (cuando lo pensó después, cayó en que se lo tendría que haber planteado, pero en aquel momento parecía bastante normal); pero cuando el conejo se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, y lo miró, y después se dio más prisa, Alicia se levantó, porque le vino a la cabeza que nunca antes había visto un conejo ni con chaleco ni con un reloj que sacar del mismo y, muriéndose de curiosidad, corrió a través del campo detrás de él, y llegó justo a tiempo de verlo saltar por una gran madriguera debajo del seto. Al momento Alicia ya estaba bajando detrás de él, sin pensar ni un segundo cómo diablos iba a volver a salir. La madriguera se volvió recta como un túnel en un tramo, y después hacía un picado repentino, tan de repente que Alicia no tuvo tiempo de pensar en pararse antes de verse cayendo en lo que parecía ser un pozo muy profundo. O el pozo era muy profundo, o cayó muy despacio, porque tuvo bastante tiempo para mirar a su alrededor mientras bajaba, y para preguntarse que iba a pasar después. Al principio trató de mirar hacia abajo y adivinar hacia lo que iba, pero estaba demasiado oscuro para ver algo: después miró a los lados del pozo, y se dio cuenta que estaban cubiertas despensas y estanterías: por todos lados veía mapas y cuadros colgados de un clavo. Cogió un tarro de una de las estanterías al pasar: estaba etiquetado “MERMELADA DE NARANJA” pero para su gran decepción estaba vacío: no quería tirar el tarro, por miedo de matar a alguien de debajo, así que se las apañó para ponerlo en uno de los armarios al pasar por su lado. “¡Bueno!”, pensó Alicia, “¡después de una caída como esta ya no me dará miedo caerme por las escaleras! ¡En casa pensarán que soy muy valiente! ¡No abriría la boca aunque me cayera de arriba de la casa!” (lo cual era muy posible). Abajo, abajo, abajo. ¿No se iba a acabar nunca la caída? “Me pregunto cuántos kilómetros me habré caído ya” dijo en alto. “Debo estar acercándome a algún lugar cerca del centro de la tierra. Vamos a ver, eso serían unos 4600 kilómetros, creo -” (porque, como puedes ver, Alicia había aprendido varias cosas de este tipo en sus clases en el aula del  colegio, y aunque esta no fuera una muy buena oportunidad para presumir de sus conocimientos, ya que no había nadie para escucharla, era bueno para practicar el repetirlo) “-sí, esa es más o menos la distancia correcta – pero me pregunto a qué latitud y longitud he llegado” (Alicia no tenía ni idea de lo que era ni latitud ni longitud, pero pensó que eran unas palabras geniales para decir). En este momento empezó otra vez. “¡Me pregunto si atravesaré la tierra! ¡Qué divertido sería aparecer entre la gente que anda cabeza abajo! Las antipatías, creo -” (esta vez se alegró de que no hubiera nadie escuchando, ya que no parecía la palabra correcta) “-pero les tendré que preguntar por el nombre del país, sabes. Por favor, señora, ¿estamos en  Nueva Zelanda? ¿O Australia? (y trató de hacer una reverencia mientras hablaba – divertido, inclinarse mientras caes por el aire! ¿Crees que podrías hacerlo?) “¡Y qué niña más ignorante pensaría que soy por preguntar! No, no quedaría bien preguntar: a lo mejor lo tendría que leer escrito en algún lado”. Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer, así que Alicia no tardó en ponerse a hablar otra vez. “Dinah me echará mucho de menos esta noche, ¡creo! (Dinah era el gato). “Espero que se acuerden de su plato de leche a la hora del té. Dinah, ¡amor! ¡Ojalá estuvieras aquí abajo conmigo! No hay ratones en el aire, me temo, pero podrías coger un murciélago, y se parece mucho a un ratón, ¿sabes? Pero, ¿los gatos comen murciélagos?”. Y aquí Alicia empezó a tener sueño, y continuó diciéndose a sí misma en un tono cansado: “¿los gatos comen murciélagos? ¿los gatos comen murciélagos?” y a veces, “¿los murciélagos comen gatos?”, ya que, como ves, como no podía contestar ninguna pregunta, no importaba cómo la hiciera. Sintió que se estaba quedando dormida, y acababa de empezar a soñar que estaba andando de la mano de Dinah, y que le estaba diciendo en tono serio, “Dinah, dime la verdad: ¿alguna vez te has comido un murciélago?” cuando de repente, ¡pam!, ¡pam! Cayó sobre una montón de palos y hojas secas, y la caída se acabó.