Se les ha dado el nombre de upiers o upires, y más
generalmente de
vampiros en Occidente, de bruculaques (vroucolacas)
en Moreé, y de
katahanés en Ceilán, a los hombres
muertos y enterrados que después de
muchos años, o después de muchos
días, volvían des sus tumbas,
infestaban las aldeas, maltrataban a los hombres
y a los animales, y sobre
todo, chupaban la sangre de sus prójimos,
los agotaban y les producían la
muerte. No era posible librarse de sus visitas
peligrosas mas que cuando se
les exhumaba, se les empalaba, se les cortaba la
cabeza, se les arrancaba
el corazón o se les quemaba.
Cuando toda su sangre era succionada por un vampiro,
su víctima se
transformaba habitualmente en un vampiro. Los diarios
públicos de Francia y
de Holanda hablan, en 1693 y 1694, de vampiros
que aparecían en Polonia, y
sobre todo en Rusia. Se ve en el "Mercure Galant"
de esos años que era una
opinión muy común en los pueblos
que los vampiros aparecerían después del
mediodía y hasta horas antes del amanecer;
que chupaban la sangre de los
hombres y de los animales con tanta avidez que
a menudo esa sangre les
salía por la boca y por la nariz.
Saliendo de sus tumbas, iban y atacaban violentamente
a sus parientes o a
sus amigos, y que chupaban la sangre apretándoles
la garganta, para
impedirles que gritaran. Los que eran atacados
de esta forma se debilitaban
de tal modo que morían casi de inmediato.
Las persecuciones no se dirigían a una sola
persona, se extendían también
de un vampiro hasta el último de la familia
o de la aldea, a menos que se
interrumpiera el curso cortando la cabeza o perforando
el corazón de un
vampiro.
Al matarlos salía de sus cuerpos una gran
cantidad de sangre, algunos las
mezclaban con harina para hacer pan: ellos pretendían
que comiendo ese
pan se podrían proteger de atentados de
vampiros.
He aquí algunas historias de vampiros:
El señor de Vassimont, enviado a Moravia
por el Duque de Lorraine, Leopoldo
I, aseguraba, dice Calmet, que este tipo de espectro
aparecía frecuentemente
y por largo tiempo donde los Moravos, y que era
muy común en esa zona que
hombres muertos se presentasen en las reuniones
después de muchas
semanas, se sentasen en la mesa sin decir nada
a sus conocidos, e
hiciesen un signo con la cabeza a alguno de los
asistentes, el cual moría
infaltablemente algunos días después.
Un viejo cura confirma este hecho al señor
de Vassimont, y cita incluso
muchos ejemplos que habían pasado, según
él decía, delante de sus ojos.
Los obispos y los curas de la zona habían
consultado a Roma sobre estas
confusas materias, pero la Santa Sede no dio respuesta,
pues consideraban
todo esto como visiones. Pero de pronto se aconsejaba
desenterrar los
cuerpos de los que se transformaban, quemarlos
o consumirlos de alguna
otra manera, y fue por este medio que se libraron
de estos vampiros, que día
a día se hicieron menos frecuentes. De todas
maneras estas apariciones
dieron lugar a una pequeña obra compuesta
por Ferdinando de Schertz, e
impresa en Olmutz en 1706 bajo el título
de Magia Posthuma. El autor cuenta
que en cierta aldea una mujer, estando muerta y
con todos los sacramentos,
fue enterrada en el cementerio de manera normal.
Claramente no se trataba
de una persona excomulgada, pero tal vez sí
una sacrílega. Cuatro días más
tarde los habitantes de la aldea oyeron un gran
ruido y vieron un espectro que
se presentaba bajo la forma de un perro. Después,
bajo la forma de un
hombre, no a una persona solamente, sino a muchas.
Este espectro
apretaba la garganta de las personas a las cuales
se dirigía, les apretaba el
estómago hasta sofocarlas, les quebraba
casi todo el cuerpo y los reducía a
una debilidad extrema, de modo que se les veía
pálidos, flacos y extenuados.
Los animales mismos no estaban tampoco al abrigo
de su maldad.
Amarraba a las vacas una a otra por la cola, cansaba
a los caballos y
atormentaba de igual manera al rebaño, de
cualquier forma no se escuchaban
más que mugidos y gritos de dolor. Estas
calamidades duraron varios días, y
no se terminaron hasta que quemando el cuerpo de
la mujer vampiro.
El autor de la Magia Posthuma cuenta otra anécdota
más singular aún. Un
pastor de la aldea de Blow, cerca del pueblo de
Kadam, en Bohemia,
apareció poco tiempo después de su
muerte con los síntomas que anuncian
el vampirismo. El fantasma llamaba por su nombre
a ciertas personas, que
morían infaltablemente dentro de ocho días.
Atormentaba a sus antiguos
vecinos, y causaba tanto temor, que los paisanos
de Blow desenterraron su
cuerpo y lo fijaron en la tierra con una estaca
con la cual le atravesaron el
corazón. Este espectro, que hablaba aún
cuando estaba muerto, y que no
debería haberlo hecho en tal situación,
se burlaba sin embargo de los que le
hacían sufrir tal tratamiento.
"Ustedes son muy graciosos", les decía,
abriendo su gran boca de vampiro,
"al darme un bastón para defenderme contra
los perros". No se puso atención
a lo que él pudiese decir, y se le dejó
ahí. La noche siguiente quebró la
estaca, se levantó, asustó a muchas
personas y ahogó a más de los que
había ahogado hasta el momento. Se lo entregaron
al verdugo, quien lo puso
sobre una carreta para transportarlo fuera de la
aldea y quemarlo. El cadáver
movía los pies y las manos, daba vuelta
los ojos ardientes, y chillaba furioso.
Cuando lo atravesaron de nuevo con una estaca lanzó
grandes gritos y
expulsó sangre muy roja; pero cuando estuvo
bien quemado, no se mostró
más...
También en el siglo XVIII se hablaba contra
los resucitados de este tipo; y en
muchos lugares, cuando se les desenterraba, se
les encontraba
perfectamente frescos y sonrosados, con los miembros
flexibles y
manipulables, sin verde y sin pudrición,
pero no sin una gran hediondez.
El autor que nosotros hemos citado asegura que en
su tiempo se veían a
menudo vampiros en las montañas de Silesia
y de Moravia. Aparecían en
pleno día, así como en la mitad de
la noche, y uno se daba cuenta que las
cosas que les habían pertenecido se movían
y cambiaban de lugar sin que
persona alguna pareciera tocarlas. El único
remedio contra estas apariciones
era cortar la cabeza y quemar el cuerpo del vampiro.
Hacia el año 1725 un soldado que estaba de
guardia donde un paisano en las
fronteras de Hungría vio entrar, en un momento
de la comida, un desconocido
que se sentó a la mesa cerca del jefe de
la casa, este se asustó mucho, así
como el resto de la concurrencia. El soldado no
sabía que pensar, y temía
ser indiscreto haciendo preguntas, pues ignoraba
que se trataba. Pero
cuando el dueño de casa murió al
día siguiente, trató de conocer al sujeto
que había producido este accidente, y puso
a toda la casa en acción. Se le
dijo que el desconocido que él había
visto entrar y sentarse a la mesa, era el
padre del dueño de la casa, que estaba muerto
y enterrado desde hacía diez
años, y que al venir así, a sentarse
cerca de su hijo, había traído la muerte.
El soldado contó estas cosas en su regimiento,
y se encomendó a los
oficiales que dieran cuenta al conde de Cabréras,
capitán de infantería, para
hacer un informe de este hecho. Cabréras
se dirigió al lugar con otros
oficiales, un cirujano y un auditor, escucharon
las exposiciones de toda la
gente de la casa, quienes atestiguaron que el resucitado
no era otro que el
padre del dueño de casa, y que todo lo que
el soldado había dicho era
exacto, lo que fue confirmado también por
gran parte de los habitantes de la
aldea. En consecuencia, se hizo desenterrar el
cuerpo de este espectro. Su
sangre era fluida, y su carne tan fresca como la
de un hombre que acaba de
morir. Se le cortó la cabeza, después
de lo cual se le volvió a su tumba.
Luego de otras informaciones, se exhumó
a un hombre que había muerto
hacía treinta años, y que había
regresado tres veces a su casa, a la hora de
la comida, y que había chupado la sangre,
la primera vez a su propio
hermano, la segunda a uno de sus hijos, y la tercera
a un valet de la casa.
Los tres habían muerto casi en el lugar.
Cuando este viejo vampiro fue
desenterrado se le encontró, como al primero,
con la sangre fluida y el cuerpo
fresco. Se le colocó un gran clavo en la
cabeza, y enseguida se le volvió a su
tumba. El conde de Cabreras hizo quemar a un tercer
vampiro que estaba
enterrado hacía dieciséis años,
y que había chupado la sangre y causado la
muerte a dos de sus hijos. Después de todo
esto, la región se tranquilizó.
Se ha visto de todo lo anterior que generalmente
cuando se exhuman a los
vampiros sus cuerpos parecen rosados, flexibles,
bien conservados. Sin
embargo, a pesar de todos estos indicios de vampirismo,
no se actuaba
contra ellos sin informes judiciales. Se citaba
y se escuchaba a los testigos,
se examinaban las razones de los demandantes, se
consideraban con
atención los cadáveres, y si todo
anunciaba a un vampiro, se les entregaba al
verdugo, quien los quemaba. A veces acontecía
que estos espectros
aparecían hasta tres y cuatro días
después de su ejecución, aún cuando sus
cuerpos habían sido reducidos a cenizas.
A menudo se difería el entierro por
seis o siete semanas a ciertas personas sospechosas.
Cuando ellos no se
pudrían, y sus miembros se mantenían
flexibles y su sangre fluida, entonces
se les quemaba. Se aseguraba que los trajes de
estos difuntos se movían y
cambiaban de lugar sin que ninguna persona los
tocara. El autor de la Magia
Posthuma cuenta que se veía en Olmutz, a
fines del siglo XVII, a uno de
estos vampiros, que, no habiendo sido enterrado,
lanzaba piedras a los
vecinos y molestaba terriblemente a los habitantes.
Calmet informa, como una circunstancia particular, que
en las aldeas que
están infestadas de vampirismo, si uno va
al cementerio o visita las fosas, se
encuentra que tienen dos o tres o muchos hoyos
del grosor del dedo. Si uno
escarba entonces en estas fosas, siempre encuentra
un cuerpo flexible y
rosado. Si se corta la cabeza de este cadáver,
sale sangre fluida de sus
venas y de sus arterias. Los sabios benedictinos
se preguntan enseguida
acaso estos hoyos que aparecen en la tierra que
cubre los vampiros pueden
contribuir a conservar una especie de vía
de respiración, de vegetación, que
hace más creíble su retorno entre
los vivos; ellos piensan con razón que esta
idea, fundada por lo demás en los hechos,
no es ni probable ni digna de
atención.
El mismo escritor cita, además, sobre los
vampiros de Hungría, una carta de
M. de l'Isle de Saint-Michel, quien vivió
mucho tiempo en los países
infestados, y que debían saber algo. He
aquí cómo M. de l'Isle se explica a
propósito de esto:
"Si una persona que se encuentra atacada de languidez,
pierde el apetito,
enflaquece a la vista de los demás, y al
cabo de ocho o diez días, algunas
veces una quincena, muere sin fiebre y sin ningún
otro síntoma de
enfermedad, más que su enflaquecimiento
y su sequedad, se dice en Hungría
que es un vampiro lo que se ha adherido a esta
persona, y le chupa la
sangre. Aquellos que son atacados por esta melancolía
negra, la mayoría de
las veces, teniendo el espíritu confundido,
creen ver un espectro blanco que
les sigue por todas partes, como la sombra lo hace
con el cuerpo. "
"Cuando nosotros estábamos en invierno donde
los Valaques, dos caballeros
de la compañía de la cual yo era
corneta murieron de esta enfermedad, y
muchos otros, que habían sido atacados,
habrían probablemente muerto de lo
mismo si un caporal de nuestra compañía
no hubiese curado sus
imaginaciones al ejecutar el remedio que la gente
de la región empleaba para
esto: aunque muy singular, yo no lo he leído
nunca. He aquí:
Se escoge un joven, se le hace montar en pelo sobre
un potro,
absolutamente negro; se lleva al joven y al caballo
al cementerio; ellos se
pasean sobre todas las fosas. Aquella sobre la
cual el animal rehusa pasar, a
pesar de los golpes de espuela que se le dan, se
considera que está
encerrando a un vampiro. Se abre esta fosa, y se
encuentra un cadáver tan
bello y tan fresco como si fuera un hombre tranquilamente
dormido. Se corta,
de un golpe de hacha, el cuello de este cadáver;
sale sangre
abundantemente, de la más bella y de la
más roja, o al menos se cree verla
así. Una vez echo esto, se vuelve a colocar
el vampiro en su fosa, y se puede
asegurar que desde ese momento la enfermedad cesa,
y todos aquellos que
habían sido atacados recobran sus fuerzas,
poco a poco, como la gente que
escapa de una larga enfermedad agotadora..."
Los griegos llaman a sus vampiros Brucolaques; ellos
están convencidos de
que la mayor parte de los espectros de excomunión
son vampiros, que no se
pueden pudrir en sus tumbas, que ellos aparecen
tanto de día como de
noche, y que es muy peligroso encontrarse con ellos.
León Allatius, que escribía en el
siglo XVII, entra en este tema con grandes
detalles. El asegura que en la isla de Chio los
habitantes no contestan más
que cuando se les llama dos veces, porque están
convencidos de que los
brucolaques no los pueden llamar más que
una sola vez; aún más, ellos
creen que cuando un brucolaque llama a una persona
viva, si esta persona
responde, el espectro desaparece, pero el que ha
respondido muere al cabo
de algunos días. Se cuenta lo mismo sobre
los vampiros de Bohemia y
Moravia.
Para prevenir la funesta influencia de los brucolaques,
los griegos
desentierran el cuerpo del espectro y lo queman,
después de haber recitado
oraciones. entonces el cuerpo, reducido a cenizas,
no aparece más.
Ricaut, que viaja por el Levante en el siglo XVII,
agrega que el temor a los
brucolaques es general entre los turcos, así
como entre los griegos. El
cuenta un hecho, recibido de un caloyer, el que
asegura que la cosa es cierta
bajo juramento.
Un hombre, habiendo muerto excomulgado, por una
falta que había cometido
en la Moreé, fue enterrado sin ceremonia
en un lugar apartado, y no en tierra
santa. Los habitantes fueron bien pronto asustados
por apariciones horribles
que atribuyeron a este desgraciado. Se abrió
su tumba, al cabo de algunos
años, y se encontró su cuerpo inflado,
pero sano y bien dispuesto. Sus venas
estaban repletas de sangre que él había
chupado. Se reconoció en él a un
brucolaque. Después de que se discutió
qué es lo que se podía hacer, los
caloyeres propusieron desmembrar el cuerpo, reducirlo
a pedazos, y hacerlo
hervir en vino, ya que esa es la costumbre que
ellos tienen desde tiempos
muy antiguos respecto de los brucolaques. Sin embargo,
los parientes
lograron, a fuerza de ruegos, que se cambiara la
ejecución; el cuerpo fue
puesto en la iglesia, donde se le dedicaban todos
los días oraciones por su
descanso. Una mañana que el caloyer hacía
el servicio divino, se escuchó de
golpe una especie de detonación en el ataúd.
Lo abrieron, y se encontró el
cuerpo disuelto, como debe ser aquel de un muerto
enterrado desde hace
diez años. Se tomó nota del momento
en que se produjo el ruido, y era
precisamente la hora en que la absolución
acordada por el patriarca había
sido firmada.
Los griegos y los turcos imaginan que los cadáveres
de los brucolaques
comen durante la noche, se pasean, hacen la digestión
de lo que han
comido, y se alimentan realmente. Ellos cuentan
que al desenterrar estos
vampiros los encuentran de color rosado, y que
las venas están hinchadas
por la cantidad de sangre que ellos han chupado;
que cuando se abre su
cuerpo, salen chorros de sangre tan fresca como
la de un hombre con
temperamento sanguíneo. Esta opinión
popular se ha extendido en forma tan
general, que todo el mundo cuenta historias relacionadas.
La costumbre de quemar los cuerpos de los vampiros
es muy antigua en gran
parte de otros países. Guillermo de Neubrige,
que vivió en el siglo XII, cuenta
{véase Guillermo Neubrig, Rerum anglicarum,
libro V, cap. XXII} que en su
época se vio en Inglaterra, en el territorio
de Buckingham, un espectro que
aparecía en cuerpo y alma, y que asustaba
a su mujer y a sus parientes. Uno
no podía defenderse de su amenaza mas que
haciendo gran ruido cuando se
acercaba. El se mostraba incluso en pleno día,
a ciertas personas. El cura de
Lincoln pidió al respecto su consejo, y
él le dijo que situaciones similares se
habían producido en Inglaterra, y que el
único remedio que él conocía para
este mal era quemar el cuerpo del espectro. Al
cura no le pareció bueno este
consejo, por ser muy cruel. El escribió
una cédula de absolución, la que fue
puesta sobre el cuerpo del difunto, el que se encontraba
tan fresco como el
día de su enterramiento, y desde entonces
el fantasma no se mostró más. El
mismo autor agrega que las apariciones de este
tipo eran muy frecuentes en
Inglaterra.
En cuanto a la opinión extendida en el Levante
respecto a que los espectros
se alimentan, está muy difundida durante
siglos en otras regiones. Hace
mucho tiempo que los alemanes están persuadidos
que los muertos
mastican como los chanchos en sus tumbas, y que
es fácil escucharlos
gruñir al masticar lo que ellos devoran.
Phillipe Rherius, en el siglo XVII, y
Michel Raufft, a principios del siglo XVIII, han
publicado tratados sobre los
muertos que comen en sus sepulcros {De masticatione
mortuorum in
tumulis}.
Después de haber hablado del convencimiento
que tienen los alemanes, en el
sentido de que hay muertos que se comen su ropa,
y todo lo que está a su
alcance, incluso su propia carne, estos escritores
hacen notar que en
algunas partes de Alemania, para impedir que los
muertos mastiquen, se les
pone en su ataúd un terrón bajo el
mentón, que además se les llena la boca
con un pedazo de plata, y que otros les aprietan
fuertemente la garganta con
un pañuelo. Ellos citan a muertos que se
han devorado a sí mismos en sus
sepulcros.
Durante la noche que siguió a los funerales
del conde Henri de Salm, se
escuchó en la iglesia de la abadía
de Haute-Seille, donde él había sido
enterrado, gritos sordos, que los alemanes habrían
sin duda tomado por el
gruñido de una persona que mastica, y al
día siguiente, al abrir la tumba del
conde, se le encontró muerto pero dado vuelta,
con la cara hacia abajo
siendo que él había sido inhumado
de espaldas, se le había enterrado vivo.
Se debe atribuir a una causa similar la historia
contada por Raufft de una
mujer de Bohemia, que en 1345 comió en su
fosa la mitad de su mortaja
sepulcral.
En el último siglo, un pobre hombre que había
sido inhumado
precipitadamente en el cementerio, se escuchó
durante la noche ruido en su
tumba. Fue abierta al día siguiente, y se
encontró que se había comido la
carne de sus brazos. Este hombre, que había
bebido aguardiente con
exceso, había sido enterrado vivo.
Una señorita de Ausburgo cayó en tal
letargo que se la creyó muerta. Su
cuerpo fue puesto en una fosa profunda, sin cubrirla
de tierra. Pronto se
escuchó un ruido en la tumba, pero no se
le prestó atención. Dos o tres años
después, alguien de la misma familia murió,
se abrió la tumba y se encontró
el cuerpo de la señorita cerca de la piedra
que cerraba la entrada, ella había
en vano tratado de mover esa piedra, y no tenía
dedos en la mano derecha,
pues los había devorado de desesperación.