Transcurrieron los años muy ligeros y la venta no cambiaba de aspecto.
Ni la venta ni el ventero.Sin embargo, nunca estaba vacía.
Una mañana entró al cuchitril un hombre de porte elegante. Miguel de Cervantes se hacía llamar. Se sentó en el fondo de la sala, junto a una estantería roída por las ratas. Mientras esperaba su comida, como era un hombre curioso, revisó los pocos librejos que había en la estantería. Cogió el más pesado y lo abrió. Se trataba de un conjunto de manuscritos diferentes que versaban sobre un tal Don Quijote de la Mancha y su escudero Sancho Panza. Uno de los textos, el más largo, parecía ser una historia inconclusa sobre estos mismos personajes atribuida a un morisco llamado Cide Hamete Benengeli. Cervantes, emocionado, estuvo más de una hora hojeando aquello, pues pareció simpatizar con el hidalgo Don Quijote. Así que, suponiendo que nadie iba a echar en falta aquel libro, lo escondió en su chaqueta y salío de la venta.
Con el tiempo, después de haber luchado en Lepanto y de haber estado cautivo en Argel, preso en la cárcel de Sevilla, consideró aquel momento el oportuno para llevar a cabo una idea que le estaba rondando desde el día en que entró en la venta de la Mancha: proseguir y conlcuir la historia de Don Quijote y su fiel escudero Sancho. Y así lo hizo.
De este modo, de la mano de Cide Hamete y Cervantes, pero sobre todo del conjunto de las impresiones quijotescas nacidas de los curiosos encuentros que geniales escritores tuvieron con los buenos de Don Quijote y Sancho Panza, se creó, con ironía, una de las mejores obras de la literatura universal: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Vale.