Si, hoy mismo, despertáramos de un profundo
sueño que haya durado diez años nos veríamos inmersos en una realidad
palpitante, sucia e increíble. Enfermos por los síntomas de la
información no sólo nos molestaría un débil cosquilleo, no sólo
oiríamos ecos lejanos. Escucharíamos al unísono el estruendo de los
aviones terroristas al golpear las torres gemelas, los gritos de
desesperación de los heridos de Atocha, los mismos gritos cuatro meses
después en las calles de Londres, los golpes secos de piedras
palestinas contra los búnkers israelís, el suspiro de los inmigrantes
que por fin contemplan desde la patera su tierra prometida, el llanto
del hambre, la carcajada del poder… La información, esa gran
emperatriz
del mundo, que controla nuestros sentidos y nuestro raciocinio, ha
tomado el mando. Tiene el gran cetro de las decisiones, del poder, de
la vida, de la realidad. Ya no somos nosotros los que las manipulamos,
ella, grandiosa y altiva, nos manipula a nosotros, nos droga, teje
nuestro pensamiento y nuestra rutina. Estamos pendientes de ella en
todo momento y, así, la alimentamos. Por eso, si despertáramos de ese
profundo sueño de diez años, asaltados por esta diosa, nos
preguntaríamos: ¿qué sucede en el mundo? Y, desdichadamente, al
recibir
la respuesta, nos volveríamos a cuestionar la misma pregunta, esta vez
retórica, con una mueca de estupor, incredulidad y resignación.
Vincular
con otro documento en el mismo espacio
mailto:usuariodecorreo@alumni.uv.es?
subjetc=mipaginaweb