La era de la ¿comunicación?ญญญ

por Carmen Rodrigo Sánchez

En mi casa no nos hablamos. Es un hecho. Y no porque estemos enfadados, no. Dicen que dos no se enfadan si uno no quiere, pero si dos (o tres) no se hablan, mejor todavía. Preferimos sentarnos en el sofá y escuchar -que es mucho menos cansado que hablar- a los señores en la tele. A esas intrépidas amas de casa, que delantal en ristre, abroncan a sus hijos desde el estrado de los diarios de Manuela, Patricia o como se quiera. Que el niño no me aparece por casa, ni ayuda con las tareas domésticas, ni estudia. Y el “niño”, un hombrecillo de 20 años, replica por teléfono a su madre y a todas las Manuelas y Patricias del país que está muy ocupado yendo de farra en farra, demasiado ocupado para nada.

Pasado el primer bache, seguimos todos con el trasero pegado al sofá y entonces entra en escena el siguiente invitado del “show de la vida misma”. Ese se parece a nuestro vecino. Caramba, ese es nuestro vecino. Mariano, el ancianito encantador que vive en el quinto segunda, se ha presentado en la tele para airear los trapos sucios, muy sucios, que su señora le deja en la conciencia. Su Antonia, con la que lleva casado más de 30 años, le engaña desde hace meses con el de la panadería del barrio, 25 años más joven que ella. Con rulos y todo. Sorpresa, indignación. Qué valor tienes, Mariano. Pues no. Es la vida misma, solo que contada por una vecina chismosa a la que podemos encender y apagar. Cada tarde, desfile de corazones y a llorar o a reirse con las vergüenzas ajenas.

Termina el programa y, por un cortocircuito, recuerdo que hace mucho tiempo que no sé nada de mi amigo José, un compañero del colegio al que hace meses que no veo. Así que voy a mi habitación, enciendo mi ordenador y en un momento me he introducido en su vida. A través de su blog me entero que ha encontrado un nuevo trabajo en el trabaja 10 horas diarias por 800 euros al mes. Y no escatima detalles sobre sus compañeros de trabajo y alabanzas hacia sus jefes, que digo yo que de seguir así o se le acaba el blog o se le acaba el sueldo. Además, me he enterado de que tiene una nueva novia (que es la mujer de su vida, dice el inocente) a la que no hará falta que me presente. Ya he visto su cara en decenas de fotos, un álbum que han ido haciendo entre los dos para que nos paseemos por su eterno San Valentín.

Curiosa esta sociedad de porteras en la que para enterarnos de la aventura que nuestra vecina mantiene con el butanero encendemos la televisión. En la que para saber que le pasa a nuestro mejor amigo, ya no hace falta ponernos en contacto con él, simplemente leemos su diario (¿íntimo?) en Internet. Y en la que los apremios de mamá, a la mesa que se enfría la cena, nos llegan en forma de conversación instantánea por Messenger. Somos modernos y europeos, pero a la que se rasca un poco esa pintura tecnológica se ve que los cauces de la comunicación son viejos, muy viejos. Y entretenidos.

Y ahora con su permiso, me retiro a fregar los platos que mi madre no deja de mandarme e-mails amenazantes desde el salón.


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