Creo que he recibido en casa no a una joven soltera, sino a una esposa, como un marinero recibe la carga, una mercancía que ultraja mi corazón. Ahora somos dos las que aguardamos los abrazos bajo la misma colcha. De este modo, Heracles, el que tiene fama de bueno y legal conmido, paga mis desvelos de tanto tiempo. Pero yo no sé enfadarme con el que ha caído muchas veces en esta enfermedad. Sin embargo, por otra parte, ¿qué mujer podría convivir en el mismo lugar con ésta, compartiendo su matrimonio? Yo veo la juventud, en un caso, florecer y, en el otro, marchitarse. [...] Esto es lo que me da más miedo: que Heracles sea llamado mi esposo, pero sea el hombre de la más joven. Mas no es correcto, como dije, que se irrite una mujer que es sensata. Os voy a contar, amigas mías, el medio con el que puedo conseguir librarme de esta situación. Tenía yo, desde hace tiempo, oculto en un cofre de bronce un viejo regalo de un antiguo centauro, que, siendo todavía joven, recibí las heridas de Neso, el de velludo pecho, cuando murió. Éste por dinero cruzaba sobre sus brazos a los hombres al otro lado del río Eveno, de profundas corrientes. [...]
También a mí-cuando, por mandato de mi padre, como esposa acompañaba por primera vez a Heracles. me llevaba en sus hombros y, cuando estaba en mitad del trayecto, me tocó con sus insolentes manos. Yo grité y el hijo de Zeus, volviéndose rápidamente, le disparó de sus manos una alada flecha en dirección a sus entrañas y la atravesó el pecho. Y el centaura moribundo me habló así: “Hija del anciano Eneo, si confías en mí, sacarás provechode mis travesías pues eres la última que llevé. Si recoges con tus manos la sangre de mis heridas coagulada donde la hidra de lerna empapó sus flechas de negro veneno, esto será para tí un hechizo sobre el corazón de Heracles, de modo que aquél te amará más a ti que a ninguna mujer que vea”. Después de pensar en esto, oh amigas, empapé ésta túnica [...] como regalo para mi esposo.