La voz que opina

por Cristina Tatay Díaz

Se empeñan los programas de fiesta en recordarnos, a través de sus combinaciones y quinielas musicales, lo que ha cambiado todo; a dejar a cierta generación en la evidencia de no pertenecer ya al envidiable paraíso de la juventud. El tiempo que dibuja la vida de esta generación en el intervalo de la adolescencia a la madurez es el que va desde Cómplices hasta Pig-noise, entre el lánguido gesto de las fans ante las baladas ochenteras del grupo gallego, y el desmelene actual por la sintonía de "Los hombres de Paco". De Cómplices a Pig-noise aparentemente hay un cierto abismo estético y musical, pero en realidad se trata de dos modos de un mismo comportamiento pop, es decir de esa rebeldía controlada que viene anestesiando a las generaciones jóvenes desde los años sesenta impidiéndoles desatar su talento verdadero y su furia (la Segunda Guerra provocó cincuenta millones de muertos, entre ellos la música). Pop como manera dirigida de ser conservador atribuyéndose radicalidad, de ser gregario suponiéndose auténtico. Entre uno y otro grupo se abre la larga travesía del desierto de los años noventa, el final del talento, el cansancio por la frivolidad honesta de un tiempo llamado "movida". Entre unos y otros la música, sintonizando la vida, se quedó hecha una fusión finisecular, una compañía repetitiva de desarmonías mientras mandábamos currículum, buscábamos novio en la última esperanza abierta de la noche, o descubríamos internet para encerrarnos con él en esta habitación del siglo XXI.

 


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