por María Amorós Conejero Cuando por fin había encontrado la postura más cómoda en mi habitual Regional Express, sonó aquella voz… “próxima parada; Valencia”. Llegaba entonces el momento de volver a empezar, y no lo digo sólo porque esa misma semana hubiera estado sonando la canción de El Corte Inglés que anima a los niños a sonreír al nuevo curso, sino porque significaba verdaderamente, volver a empezar, volver a la rutina que a mi personalmente, no me disgusta. Bajaba del tren con los ojos aún medio abiertos (o medio cerrados). Llevaba una maleta que a muchos sorprende por sus grandes dimensiones (y que siempre consigo llenar), y me dirigía de nuevo a aquella estación en la que tanto tiempo he pasado; donde he sabido lo que realmente significa el verbo “esperar”. Eran las nueve y media de la mañana, y a pesar de que el tren llegaba con un poco de retraso, el viaje desde mi pueblo a Valencia no había ido mal. La estación como siempre, estaba llena de viajantes, del mismo tren que yo bajaban ancianos, trabajadores, jóvenes, familias, pero sobre todo, estudiantes como yo. Al salir de la estación noté que el aire ya no era el mismo, era un aire diferente, un aire que en aquellos momentos me pareció nuevo, un aire que olía a ciudad. No quería meterme de nuevo en otro transporte público, así que preferí dar antes un paseo. Aquel paseo me recordó aquella forma de ver la vida; verla desde una gran ciudad. No pasaron ni dos minutos y ya tenía que interrumpir mi paseo solamente porque un muñeco rojo me dictara ese destino. Cuando me dio luz verde, seguí andando y me percaté de una situación que sólo pareció sorprenderme a mí; la policía nacional sentaba a dos marroquíes y les registraba los pantalones. Pero eso no era todo, también me sorprendió el simple hecho de ver sólo a desconocidos. Personas ajenas unas de otras, con vidas, experiencias y sentimientos desconocidos unos de otros. Nadie me saludaba y yo no saludaba a nadie. No tenía que sonreír ni estar triste para nadie, no tenía que estar despierta ni dormida; andaba con la libertad que me proporcionaba ese olor a ciudad. Volví también a oír, y después de un rato a escuchar, los ruidos de las obras que inundan el centro, y en unos momentos, el ruido de la sirenas de una ambulancia. Pero aquellos desconocidos, ajenos al bullicio acústico, seguían con sus conversaciones e inmersos en sus pensamientos. Me fijé en ellos, pensé en aquella diversidad, en cómo convivían en un mismo lugar personas tan distintas. Volví a ver tribus urbanas: punkies, hippys, raperos, pijos; personas de distinta raza, gays con estilo, chicas con tacones de 10 cm., hombres con traje de chaqueta y corbata, con una temperatura ambiente de 32 grados. Volví a ver aquel consumismo exagerado, aquellas niñas con los repetitivos bolsos de Tous. Pensé que había olvidado la vida rápida, con prisas, me acordé de que allí dos horas de tiempo se reducían a una. Volví a notar ese olor a aceite rehusado que provenía de una famosa cadena de comida rápida, en la que por cierto había una gran cola para almorzar. Volví a ver a un hombre tirado en el suelo con una botella de cerveza y un cartel de ayuda; los autobuses de línea, el metro, los taxis, podría seguir enumerando aquellas tantas cosas, tan habituales, pero que a mí me resultan a la vez tan peculiares. Quizá todas estas observaciones son de una persona fácil de sorprender, pero me siento viva cuando existen circunstancias que me siguen asombrando. Es cierto, me sigue cautivando el hecho de volver a este ambiente, a esta vida, a esta rutina en la gente viene y va, en un proceso que parece cíclico, que nunca acaba. Volver a cruzar esas calles, oír esos ruidos y ver a esa gente. Me asombra, y me gusta esta rutina, este olor, esta forma de sentir, esta forma de percibir el aire de ciudad. |
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