¿Lees o te aburres?
por Paula Rubio
Juguemos al veo-veo. ¿Qué es aquello que ocupa espacio en nuestras estanterías y está repleto de páginas? Empieza por la letra “l”. Pues claro... ¡libro! El mismo objeto que nos invita más a mirarlo que a leerlo, porque no nos engañemos, un libro es para nosotros un regalo por nuestro cumpleaños y no una fuente de sabiduría.
Para muchos de los jóvenes de hoy, la lectura tiene que ver más con el castigo que con el placer. Pero la culpa no es suya, estos chicos son de la era de los videojuegos y del botellón, y han nacido con una consola o un Martini bajo el brazo. Éstas sí son formas de divertirse. Atrás quedó dejarse llevar por otros mundos de la mano de un libro o sentir la trama en la piel del protagonista. Ahora basta con enchufar la Play Station y apretar los botones para simular que le damos una paliza de manual al jefe de una banda de traficantes.
En la escuela y en los institutos, para los estudiantes un libro es la imposición del profesor de literatura. Tal vez sea porque, como dijo Sir George Travelyan: “la educación ha logrado que las personas aprendan a leer, pero es incapaz de señalar lo que vale la pena leer”, o porque desde la escuela se dice qué hay que leer y no se enseña cómo. Los alumnos leen sin saber lo que leen, por ello no es de extrañar que acudan a portales de Internet en busca de ayuda, o mejor dicho, al acecho de alguna reseña que les saque del apuro. Leer es comprender, así se recoge de forma resumida en el Diccionario Real Académico. Pero hoy en los institutos, se escucha leer a los alumnos como quien canturrea una canción sin estribillo, sin rumbo, sin ritmo, sosa.
Otro asunto es el carácter de la obra. Los profesores ponen al alcance de sus pupilos a grandes autores de la literatura como Miguel de Cervantes, Honoré de Balzac o Gabriel García Márquez. Quizá, éstas sean lecturas demasiado avanzadas para la desentrenada mente lectora de los estudiantes, y razón por la que les parezca que esos textos han sido traducidos a todas las lenguas menos al castellano. “Si al menos leyeran El Código Da Vinci, que no hace daño a nadie…” como le decía un preocupado padre a Juan José Millás en su artículo Clandestinos. ¿Y por qué no? Los clásicos de la literatura no tienen por qué estar reñidos con los best-sellers, siempre que su lectura aporte al lector aquello que busca o necesita. Porque esa es la esencia del libro, el amigo que hay en él. En definitiva, un libro de una forma u otra tiene que engancharnos, tentarnos a seguir leyendo.
Leer ha de ser para nosotros una constante vital, una ventana hacia otro mundo, en la que asomarnos tanto si sólo queremos que nos diviertan, como si deseamos encontrar respuesta a los interrogantes más personales. Intercambiemos libros, comentemos en el almuerzo con los amigos el desenlace de cualquier obra literaria, en vez de la última discusión en uno de tantos programas de telebasura. Leamos, pues como dijo el dramaturgo inglés, Joseph Addison: “la lectura es a la mente lo que el ejercicio al cuerpo”.
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