H.G.WELLS

                  

BIOGRAFÍA

 

La casa donde Herbert George Wefls vino al mundo estaba situada en la calle principal del pequeño pueblo de Bromley (Kent), muy cercano por entonces a Londres y hoy en día integrado como un barrio más en la capital británica.
En el momento de nacer, su padre, Joseph, y su madre Sara, eran propietarios de una reducida tienda de objetos de porcelana y otras variedades de menaje doméstico. No era un buen negocio, y el nacimiento de H. G. Wells, tercer hijo varón del matrimonio, aumentó las preocupaciones en la familia. Los padres, que se habían conocido siendo sirvientes, él jardinero y ella doncella, en una mansión noble de la comarca, y que a base de ahorros y esfuerzos habían logrado montar aquel negocio, se vieron en la necesidad de encontrar nuevas fuentes de ingresos para sacar adelante a la familia, y así ella vuelve a tomar su antiguo empleo y el padre aporta nuevas entradas monetarias gracias a su habilidad como jugador de cricket, deporte tradicional inglés semejante al béisbol.  

Aun cuando el propio H. G. Wells nos dice que la influencia de su padre, aficionado a la lectura, resultó más decisiva para su futura vida que el papel de su madre, sus biógrafos están de acuerdo en entender que el peso familiar descansaba en la figura materna y que será ella quien intente trazar el destino de sus hijos. Con la intención de hacerles subir un peldaño en la rígida escala social de su tiempo, decide prepararlos para que entren el día de mañana como dependientes de comercio u oficinistas, en cuyos modales y vestimenta, levita negra y alto cuello blanco, veía una divisa de honorabilidad y rango superior.

Los primeros estudios los realizó en una escuela privada, regida por un antiguo conserje llegado a maestro, Thomas Morley, dotado de escasas habilidades pedagógicas y aún menores conocimientos. De aspecto feroz y de carácter colérico, seguía al pie de la letra la antigua máxima de que «la letra con sangre entra». Su frase favorita era «la primera ley del cielo, señores, es el orden». De aquellas circunstancias, que Wells relata en su novela Kipps, guarda rá siempre un amargo recuerdo. En alguna de sus cartas escribe literalmente: «No recuerdo que me enseñaran nada en la escuela. Nos señalaban lecciones y sumas y luego nos las oían. Pero nuestra pérdida era principalmente negativa, crecíamos embotados.»

A los ocho años sufre una caída y se fractura la canilla de una pierna, debiendo guardar cama durante algunas semanas. El médico del pueblo colocó mal el hueso y hubo que romperlo de nuevo y reparar el error. Durante largo tiempo ha de permanecer instalado en la sala de su casa, y encerrado entre sus cuatro paredes descubre un enorme horizonte: la lectura. A lo largo de la convalecencia devora los libros que su padre le proporciona y se desarrollan en él el hábito y el placer de la lectura. Dickens y Washington Irving son sus primeros novelistas favoritos. Con razón hablará de aquella caída como de uno de los momentos más afortunados de su vida.

Finalizados los estudios de cultura general y contabilidad, entra de ayudante de caja en un almacén de tejidos, pero sus tendencias a estar en la luna y soñar despierto, añadidas a su mínima falta de interés, no le convierten precisamente en el empleado óptimo para el desempeño de dicho oficio. Lo despiden y pasa entonces y durante una breve temporada a ayudar a un pariente que dirige una escuela, tarea que le satisface y le permite dedicar tiempo a su vicio favorito: los libros.

Pero la desgracia parece acompañarle. La escuela quiebra por falta de alumnos y nuevamente ha de trabajar en un almacén de paños, donde aparte de desarrollar tareas manuales ha de permanecer interno durmiendo en el triste barracón de los trabajadores. Un día, cuando a las once de la noche apagan la luz y ha de interrumpir su lectura, decide abandonar no sólo aquel lugar, sino también aquel camino en la vida.

Tomada aquella decisión, se aleja del almacén y, andando más de cuarenta kilómetros, va a ver a su madre en la mansión de Uppark, donde ésta trabaja como criada de confianza. Aquel adiós y aquella caminata los recordará como «tal vez lo más grande de cuanto he realizado en mi vida».

Pasa entonces una breve temporada viviendo con su madre y entra en contacto, merced a su acceso a la biblioteca de los señores de la casa, con la obra del filósofo evolucionista Herbert Spencer; lee a Platón, a Voltaire y algún ensayo político que, como Los derechos del hombre, de Paine, uno de los padres del socialismo inglés, le causará profunda huella. En este intercambio placentero reconstruirá un telescopio desmantelado, que por azar encuentra, y contempla hechizado la armonía muda e imperecedera de las estrellas y planetas, que desde entonces servirán de fondo a todas sus imaginaciones.

La necesidad económica lo obliga a colocarse de nuevo como mancebo en una botica, que años más tarde describirá en su novela El sueño, que, al igual que gran parte del resto de sus escritos, contiene pasajes autobiográficos. Al tiempo se matricula en una escuela nocturna y, encontrándose con un buen maestro y ayudado por su pasión y curiosidad por el estudio, se interesa por aprender los conocimientos científicos del momento: la astronomía, la geología, la física, la biología, a la vez que se convierte en un evolucionista y admirador de Charles Darwin.

Habiendo destacado en sus estudios, es propuesto para seguir con una beca estudios superiores en la Escuela Normal de Ciencias de Londres y, lograda su admisión, se traslada a Londres para cursar diversas disciplinas. Entre sus nuevos maestros destaca la presencia de T. H. Huxley, eminente fisiólogo, defensor de Darwin y abuelo del futuro novelista Aldous Huxley. Para H. G. Wells aquellos años de estudio constituyeron sus primeros momentos de felicidad.

Instalado en Londres, ya casado con Isabel, una parienta lejana y de quien se separa pronto, desarrolla una actividad exhaustiva: estudia, investiga, da clases particulares y comienza a publicar en una revista científica sus primeros trabajos de carácter pedagógico. Terminados los cursos de la Escuela Normal, se sitúa como profesor auxiliar en una escuela de mediana calidad donde dejará un recuerdo de maestro exigente, preparado y dotado de excelentes condiciones para la enseñanza. Al tiempo se casa por segunda vez con una antigua alumna, Catherine Rollins, y colabora en diversas revistas y periódicos. Aquellos tiempos de tremendo esfuerzo, unidos a la estrechez económica en que vive, resienten gravemente su salud. Pesa por entonces cuarenta kilos. Una mañana, y luego de un ligero trabajo físico, tiene un vómito de sangre. El diagnóstico es claro: tuberculosis. Abandona la enseñanza y dedica su tiempo a redactar colaboraciones en la prensa, al tiempo que dirige la sección de Ciencias Naturales de una academia de enseñanza por correspondencia, incluyendo el papel que tal práctica podría representar en el futuro y que las actuales universidades a distancia han corroborado.

Entre 1893 y 1894 Wells escribe una especie de relato fantástico, Los eternos argonautas, que aparece de forma  periódica en la revista «National Observer». Cuando esta revista se cierra, su editor, Henley, crea la «New Review» y desea para ella una novela sensacional, ofreciéndole una cantidad estimable a Wells para que escribiese una, recogiendo el tema de aquel antiguo relato: un viaje al futuro.

En quince días de arduo trabajo rehízo aquel material y terminó La máquina del tiempo, que aparece primero en forma de serie y más tarde como libro. Fue un éxito instantáneo. Se hablaba del libro en todas partes. Se vendía. Se calificaba a su autor como hombre genial. De pronto se había convertido en un autor de fama, a quien todos los periódicos pedían colaboraciones. Abandona, aunque no de forma total, el periodismo y se dedica a escribir. En el mismo año publica La visita maravillosa, y en los tres años siguientes tres novelas que cimentaron y acrecentaron su prestigio: La isla del doctor Moreau, El hombre invisible y La guerra de los mundos.

De esta manera, y a los veintinueve años, se halló dueño absoluto de su libertad. Independiente económicamente, y con un prestigio de escritor con imaginación brillante, cálida humanidad y enorme originalidad mental, se encontro en una posición inmejorable. No se durmió en los laureles.

El éxito económico que acompaña sus primeras publicaciones le permitirá a H. G. Wells cumplir una ciega ilusión: tener una casa propia en un lugar ameno y grato donde poder seguir trabajando. Cuando el siglo xx inicia su andadura, el matrimonio Wells se traslada a su nueva residencia: la Casa de las Espadas, y allí, cuidando su pre- caria salud, haciendo deporte y dedicando la mayor parte de las horas del día a la dura tarea de escribir, pasará los años mejores de su vida. Pronto dos hijos varones alegrarán las paredes de la nada ostentosa pero sí agradable mansión.

En 1883 un grupo de intelectuales había creado en Londres un club político: la Sociedad Fabiana, que propugnaba un socialismo evolucionista y moderado. La preocupación de H. G. Wells por los temas políticos y por el socialismo en concreto era ya evidente aun antes de haberse consagrado como escritor. Una lectura atenta de La máquina del tiempo descubre que la reflexión sobre la posibilidad del socialismo o el comunismo ocupaba su mente. Al poco de publicar Anticipaciones, un ensayo sobre los problemas sociales y políticos de su tiempo, los Webb, fundadores del grupo de los fabianos, lo convencen para que se integre a ellos. Allí se encontrará con otros miembros destacados de la cultura inglesa, como el autor teatral y futuro premio Nobel, Bernard Shaw, y el filósofo Bertrand Russell. Para aquella sociedad escribió diversos manifiestos y dedicó a su organización y difusión gran parte de sus energías.

Su socialismo se basaba en la idea de que el progreso de la humanidad pasaba por la necesidad de erradicar la pobreza e incrementar la cultura. Veía en la educación el arma principal para la transformación del mundo. Resumía sus ideas en el eslogan «el hombre para el hombre», en oposición al comunismo, que lo entendía como «el hombre para el Estado», y al cristianismo, «el hombre para Dios». Su fuerte carácter individualista chocó pronto con las rígidas normas de los fabianos y su colaboración con ellos no se prolongó demasiado tiempo.

Su buena posición social, su más que sustanciosa fortuna y el éxito social que lo acompañó durante el resto de sus días no diluyeron sus ideales de buscar y defender la verdad y la libertad. Estuvo siempre al lado de los desventurados y de los perseguidos: apoyó el movimiento sufragista, luchó desde la tribuna de sus libros y escritos periodísticos contra la hipocresía de la moral burguesa, participó activamente en las campañas laboristas y continuó defendiendo la necesidad de educar a la humanidad. Aporta libros de divulgación histórica y científica con esa mira y continúa, dice en su biografía, «dándole cada día al martillo del trabajo literario».

En pleno siglo XVlll un ilustrado catedrático de Fisiología en la Universidad de Salamanca, don Fernando Mateos Beato, sostuvo la teoría de que la capacidad de amor dependía del volumen del bazo. Según tan excéntrico sabio, cada historia de amor producía la aparición de una señal circular en dicha víscera. Si tal afirmación fuese cierta, un análisis del bazo de H. G. Wells al final de sus años mostraría semejanzas con el corte transversal de un tronco de árbol. Un hombre como él, vitalista y apasionado, no podía menos de atraer con su fuerte personalidad a bastantes mujeres, y ser atraído a su vez por muchas de ellas. Dejando aparte su primera y fallida experiencia matrimonial, dos mujeres ocuparon un lugar destacado en su biografía: Amy Catherine Rollins, su segunda mujer, y Rebeca West, a quien conoció en 1914 y con la que tuvo un hijo varón. Para Wells su ideal femenino era una combinación armónica de atractivo sexual y camaradería intelectual, y defendió, frente a la hipocresía moral dominante, la necesidad de “un sistema nuevo de relaciones entre el hombre y la mujer, a salvo del servilismo, de la agresión, de la provocación y del parasitismo”. Sus novelas Ana Verónica y Juana y Pedro recogerán estas ideas.

Desde la primera guerra mundial desarrollará una exhaustiva labor dando conferencias, publicando nuevos libros y haciendo oír su voz desde los mejores periódicos mundiales. Su objetivo es conseguir que los hombres superen sus motivos de enfrentamientos, crear una conciencia común entre todos los pobladores del mundo e instru- mentar una organización, la Sociedad de Naciones (antecedente de la actual ONU), que gobernase el estado Tierra. La segunda guerra mundial supuso el fracaso de sus esperanzas.

Acosado por los achaques físicos que le habían perseguido a todo lo largo de su vida, tuberculosis y lesión de riñón, se refugió durante sus últimos años en su finca de Easton Glebe, dedicado a la revisión de sus obras completas. El trabajo siguió siendo su horizonte cotidiano. En la tarde del 13 de agosto del año 1946 llamó a su sirvienta y le pidió un pijama. Desde su lecho miró a los amigos que lo acompañaban y les dijo: «Proseguid: yo ya lo tengo todo.» Pocas horas después murió. Como el viajero del tiempo, también él había entrado en el futuro.

 

© Grupo Anaya,S.A.,1982
    Constantino Bértolo Cadenas