Tercer final
El pastor se puso muy contento por su suerte.
—Bendito sea este anillo —decía y el que me lo ha dado.
Pero desde aquel momento, el miedo a perder el anillo no le dejaba tranquilo.
En el bolsillo —pensaba— no puedo tenerlo: cualquier día, al sacar el pañuelo, se me caerá y adiós muy buenas. Es mejor que nadie me lo vea, podría robármelo un ladrón. Lo esconderé... Pero ¿dónde? Ya está, en aquella planta, donde hay aquella hendidura...
Y así lo hizo. Luego se llevó a pastar a las ovejas, fantaseando sobre lo que podría hacer con el anillo encantado. Todas eran unas fantasías preciosas, pero destinadas a seguir siéndolo. Pues mientras tanto, una urraca había encontrado el anillo, se lo llevó a su escondite, a saber dónde. Y así es como en vez de un pastor invisible hubo un anillo invisible e inencontrable.