El anillo del pastor


 

Había una vez un pastor que apacentaba su rebaño en los campos que rodean a Roma. Por la noche, retiraba las ovejas al redil, comía un poco de pan y queso, se tendía sobre la paja y dormía. De día, siempre afuera con las ovejas y el perro, con sol o tramontana, agua o viento. Lejos de casa durante meses y meses, siempre solo. Es dura la vida del pastor.

Una noche, cuando se iba a acostar, oyó una voz que le llamaba.

—¡Pastor! ¡Pastor!

—¿Quién es? ¿Quién me llama?

—Amigos, pastor, amigos.

—La verdad es que, aparte de mi perro, no tengo muchos amigos. ¿Quién es usted?

—Sólo un caminante, pastor. He andado durante todo el día y tengo que caminar todo el de mañana. Yo no tengo dinero para trenes. Me he quedado sin cena y sin provisiones. He pensado que a lo mejor tú...

—Entre y siéntese. No tengo más que pan y queso. La leche no falta para beber. Si se da por contento, sírvase.

—Gracias, eres muy generoso. Buen queso este. ¿Lo has hecho tú?

—Con mis propias manos. El pan es un poco viejo, hasta mañana no me lo traerán fresco. Si fuese ya mañana por la noche...

—No te preocupes, este pan también es excelente. Cuando se tiene hambre es mejor el pan pasado hoy que el fresco mañana.

—Veo que está al tanto de los problemas del estómago.

El caminante comió y bebió. Luego el pastor le cedió la mitad de su paja para que pudiera descansar. Por la mañana se levantaron juntos, con las primeras luces del alba.

—Gracias una vez más, pastor.

—Anda que, por un poco de paja...

—He dormido mejor que en una cama con doce colchones.

—Veo que también entiende de camas duras.

—He dormido tan bien —siguió el caminante— que quiero dejarte un pequeño recuerdo.

—¿Un recuerdo? Pero... pero si es un anillo...

—Vamos, sólo es un anillito de hierro, sin ningún valor. Un recuerdito como te he dicho. Pero procura no perderlo.

—No lo perderé.

—Podría serte útil.

—Si usted lo dice...

Se saludaron. El pastor se guardó el anillo en el bolsillo y se olvidó de él. Aquella noche llegaron dos bandidos a su redil, armados hasta los dientes.

—Mata a un cordero —ordenaron al pastor y ásalo al espetón.

Con tipos de esa calaña no quedaba más remedio que obedecer.

—Sal, ni poca ni mucha.

El pastor saló la carne sin respirar.

Menos mal que la cena pareció de su gusto. Incluso, aquel de los bandidos que hablaba y daba ordenes y tenía todo el aire de un jefe, en determinado momento dijo:

—No sé lo que vales como pastor, pero como cocinero estás en forma.

—Bah, se hace lo que se puede...

—Exacto. ¿Qué podías hacer? Cocinar. Y has cocinado. ¿Y nosotros qué podemos hacer? Comer. Y estamos comiendo. El resto vendrá después.

—¿El resto? No comprendo.

—Comprenderás, pastor, comprenderás. Tu desgracia es habernos visto la cara.

—No me parece una gran desgracia —dijo el pastor, como diciendo: «Bueno, no os menosprecieis de esa forma, tampoco sois tan feos». Pero el bandido le explicó de qué desgracia se trataba.

—Querido mío, si vuelves al pueblo y hablas de nosotros, las cosas podrían ponerse mal, ¿no te parece? Puedes describirnos a los guardias: uno es viejo y ciego de un ojo, el otro es más joven y tiene una verruga en la nariz...

—Pero no tiene ninguna verruga en la nariz.

—Lo decía por decir. El hecho es que ahora eres un peligro para nosotros. Pero no te preocupes, te haremos una hermosa tumba, y hasta te plantaremos florecitas...

—¿Una tumba? Pero... ¿qué quieren hacerme?

—Hijito, no querrás que te metamos vivo en la tumba ¿no?

—¡Quieren matarme!

—Pastor, eres verdaderamente duro de mollera. No queda más remedio. Pero será cuestión de un minuto, un minutito. Cuesta menos morir que trabajar. Será cosa de... ¡Eh, pastor... Eh, digo! ¿Dónde te has metido? ¡Pastor! Adelante, socio: tú búscalo por aquel lado y yo le buscaré por aquí. Pastor, sal, era una broma. Nadie quiere matarte. Venga, deja ya de jugar al escondite... ¡Pastor!

¿Qué es lo que había pasado? Lo que había pasado es que mientras escuchaba las amenazas de los bandidos, el pastor se metió la mano en el bolsillo y había tocado el anillito de hierro distraídamente. En ese mismo instante se hizo invisible. Estaba allí, sentado junto al fuego, y los bandidos no podían verle.

Le buscaban, le llamaban, con las armas empuñadas, dispuestos a matarle. Y él no se había movido. Le daba demasiado miedo hacer un solo movimiento. Tenía miedo, hasta de respirar.

Primer final

Segundo final

Tercer final­