Primer final
Una noche el señor Puk oye que golpean una puerta del palacio y no se equivoca, dice: «Es la puerta hecha con esos antiguos táleros de María Teresa.»
Va a ver y no se ha equivocado. Son los bandidos.
—Por favor, señores, entren y observen: no tengo bolsas ni bolsillos.
Los bandidos entran y no se toman ni siquiera la molestia de mirar a las paredes, las puertas, las ventanas, los muebles. Buscan la caja fuerte: está llena de sabanas y desde luego ellos no están allí para comprobar si son de hilo o de papel afiligranado. En toda la casa, desde el primer al duodécimo piso, no hay ni una bolsa ni un bolsillo. Hay extraños montones de algo, en ciertas habitaciones, en los sótanos, en las buhardillas, pero está oscuro, no se ve de qué se trata. Además, los ladrones son gente concreta: ellos quieren la cartera del señor Puk, y el señor Puk no tiene cartera.
Los bandidos primero se enfadan y luego se echan a llorar: han atravesado todo el desierto para efectuar ese robo y ahora tienen que volverlo a atravesar con las manos vacías. El señor Puk, para consolarles, les ofrece limonada fresca. Luego los bandidos desaparecen en la noche, derramando lágrimas en la arena. De cada lágrima nace una flor. A la mañana siguiente el señor Puk puede contemplar un bellísimo paisaje florido.