El flautista y los automóviles


Había una vez un flautista mágico. Es una vieja historia, todos la conocen. Habla de una ciudad invadi­da por los ratones y de un jovenzuelo que, con su flauta encantada, llevó a todos los ratones a que se ahogaran en el río. Como el alcalde no quiso pagarle, volvió a hacer sonar la flauta y se llevó a todos los niños de la ciudad.

Esta historia también trata de un flautista: a lo mejor es el mismo o a lo mejor no.

Esta vez es una ciudad invadida por los automóviles. Los había en las calles, en las aceras, en las plazas, dentro de los portales. Los automóviles estaban por todas partes: pequeños como cajitas, largos como buques, con remolque, con caravana. Había automóviles, tranvías, camiones, furgonetas. Había tantos que les costaba trabajo moverse, se golpeaban, estropeándose el guardabarros, rompiéndose el parachoques, arrancándose los motores. Y llegaron a ser tantos que no les quedaba sitio para moverse y se quedaron quietos. Así que la gente tenía que ir andando. Pero no resultaba fácil, con los coches que ocupaban todo el sitio disponible. Había que rodearlos, pasarlos por encima, pasarlos por debajo. Y desde por la mañana hasta por la noche se oía:

—¡Ay!

Era un peatón que se había golpeado contra un capó.

—¡Ay! ¡ Uy!

Estos eran dos peatones que se habían topado arrastrándose bajo un camión. Como es lógico, la gente estaba completamente furiosa.

—¡Ya está bien!

—¡Hay que hacer algo!

—¿Por qué el alcalde no piensa en ello?

El alcalde oía aquellas protestas y refunfuñaba:

—Por pensar, pienso. Pienso en ello día y noche. Le he dado vueltas incluso todo el día de Navidad. Lo que pasa es que no se me ocurre nada. No sé qué hacer, qué decir, ni de qué árbol ahorcarme. Y mi cabeza no es más dura que la de los demás. Mirad qué blandura.

Un día se presentó en la Alcaldía un extraño joven. Llevaba una chaqueta de piel de cordero, abarcas en los pies, una gorra cónica con una enorme cinta. Bueno, que parecía un gaitero. Pero un gaitero sin gaita. Cuando pidió ser recibido por el alcalde, la guardia le contestó secamente:

—Déjale tranquilo, no tiene ganas de oir serenatas.

—Pero no tengo la gaita.

—Aún peor. Si ni siquiera tienes una gaita ¿por qué te va a recibir el alcalde?

—Dígale que sé cómo liberar a la ciudad de los automóviles.

—¿Cómo? ¿Cómo? Oye, lárgate, que aquí no se tragan ciertas bromas.

—Anúncieme al alcalde, le aseguro que no se arrepentirá...

Insistió tanto que el guardia tuvo que acompañarle ante el alcalde.

—Buenos días, señor alcalde.

—Sí, resulta fácil decir buenos días. Para mí solamente será un buen día aquel en el que...

—...¿la ciudad quede libre de automóviles? Yo sé la manera.

—¿Tú? ¿Y quién te ha enseñado? ¿Una cabra?

—No importa quién me lo ha enseñado. No pierde nada por dejarme que lo intente. Y si me promete una cosa antes de mañana ya no tendrá más quebraderos de cabeza.

—Vamos a ver, ¿qué es lo que tengo que prometerte?

—Que a partir de mañana los niños podrán jugar siempre en la plaza mayor, y que dispondrán de carruseles, columpios, toboganes, pelotas y cometas.

—¿En la plaza mayor?

—En la plaza mayor.

—¿Y no quieres nada más?

—Nada más.

—Entonces, chócala. Prometido. ¿Cuando empiezas?

—Inmediatamente, señor alcalde.

—Venga, no pierdas un minuto...

El extraño joven no perdió ni siquiera un segundo. Se metió una mano en el bolsillo y sacó una pequeña flauta, tallada en una rama de morera. Y para colmo, allí, en la oficina del alcalde, empezó a tocar una extraña melodía. Y salió tocando de la alcaldía, atravesó la plaza, se dirigió al río...

Al cabo de un momento...

—¡Mirad! ¿Qué hace aquel coche? ¡Se ha puesto en marcha solo!

—¡Y aquel también!

—¡Eh! ¡ Si aquél es el mío! ¿ Quién me está robando el coche? ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!

—¿Pero no ve que no hay ningún ladrón? Todos los automóviles se han puesto en marcha...

—Cogen velocidad... Corren...

—¿Dónde irán?

—¡Mi coche! ¡Para, para! ¡Quiero mi coche!

Los coches corrían desde todos los puntos de la ciudad, con un inaudito estruendo de motores, tubos de escape, bocinazos, sirenas, claxon... Corrían, corrían solos.

Pero si prestaban atención, habrían oído bajo el estruendo, aún más fuerte, más resistente que él, el silbido sutil de la flauta y su extraña, extraña melodía...

Primer final

Segundo final

Tercer final