Segundo final

Los automóviles corrieron hacia el río y se lanzaron uno detrás de otro con un último gemido del claxo­n. El último en zambullirse fue el coche del alcalde. Para entonces la plaza mayor ya estaba repleta de niños jugando y sus gritos festivos ocultaban los lamentos de los ciudadanos que habían visto cómo sus coches desaparecían a lo lejos, arrastrados por la corriente.

Por fin el flautista dejó de tocar, alzó los ojos y únicamente entonces vio a la amenazadora muchedumbre que marchaba hacia él, y al señor alcalde que caminaba al frente de la muchedumbre.

—¿Está contento, señor alcalde?

—¡Te voy a hacer saber lo que es estar contento! ¿Te parece bien lo que has hecho? ¿No sabes el trabajo y el dinero que cuesta un automóvil? Bonita forma de liberar la ciudad...

—Pero yo... pero usted...

—¿Qué tienes tú que decir? Ahora, si no quieres pasar el resto de tu vida en la cárcel, agarras la flauta y haces salir a los automóviles del río. Y ten en cuenta que los quiero todos, desde el primero hasta el último.

—¡Bravo! ¡Bien! ¡Viva el señor alcalde!

El flautista obedeció. Obedeciendo al sonido de su instrumento mágico los automóviles volvieron a la orilla, corrieron por las calles y las plazas para ocupar el lugar en el que se encontraban, echando a los niños, a las pelotas, a los triciclos, a las amas de cría. Todo volvió a estar como antes. El flautista se alejó lentamente, lleno de tristeza, y nunca más se volvió a saber de él.

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