Primer ­final

Los automóviles corrían hacia el río.

El flautista, sin dejar nunca de tocar, les esperaba en el puente. Cuando llegó el primer coche —que por casualidad era precisamente el del alcalde— cambió un poco la melodía, añadiendo una nota más alta. Como si se tratara de una señal, el puente se derrumbó y el automóvil se zambulló en el río y la corriente lo llevó lejos. Y cayó el segundo, y también el tercero, y todos los automóviles, uno tras otro, de dos en dos, arracimados, se hundían con un último rugido del motor, un estertor de la bocina, y la corriente los arrastraba.

Los niños, triunfantes, descendían con sus pelotas por las calles de las que habían desaparecido los automóviles, las niñas con las muñecas en sus cochecitos desenterraban triciclos y bicicletas, las amas de cría paseaban sonriendo.

Pero la gente se echaba las manos a la cabeza, telefoneaba a los bomberos, protestaba a los guardias urbanos.

—¿Y dejan hacer a ese loco? Pero deténganlo, caramba, hagan callar a ese maldito flautista.

—Sumérjanle a él en el río, con su flauta...

—¡También el alcalde se ha vuelto loco! ¡Hacer destruir todos nuestros hermosos coches!

—¡Con lo que cuestan!

—¡Con lo cara que está la mantequilla!

—¡Abajo el alcalde! ¡Dimisión!

—¡Abajo el flautista!

—¡Quiero que me devuelvan mi coche!

Los más audaces se echaron encima del flautista pero se detuvieron antes de poder tocarle. En el aire, invisible, había una especie de muro que le protegía y los audaces golpeaban en vano contra aquel muro con manos y pies. El flautista esperó a que el último coche se hubiera sumergido en el río, luego se zambulló también él, alcanzó la otra orilla a nado, hizo una inclinación, se dio la vuelta y desapareció en el bosque.

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