Tercer final

Los automóviles corrían, corrían... ¿Hacia el río como los ratones de Hammelin? ¡Qué va! Corrían corrían... Y llegó un momento en el que no quedó ni uno en la ciudad, ni siquiera uno en la plaza mayor, vacía la calle, libres los paseos, desiertas las plazuelas. ¿Dónde habían desaparecido?­

Aguzad el oído y los oiréis. Ahora corren bajo tierra. Ese extraño joven ha excavado, con su flauta mágica calles subterráneas bajo las calles, y plazas bajo las plazas. Por allí corren los coches. Se detienen para que suba su propietario y reemprenden la carrera. Ahora hay sitio para todos. Bajo tierra para los automóviles. Arriba para los ciudadanos que quieren pasear hablando del gobierno, de la Liga y de la luna, para los niños que quieren jugar, para las mujeres que van a hacer la compra.

—¡Qué estúpido —gritaba el alcalde lleno de entusiasmo—, que estúpido he sido por no habérseme ocurrido antes!

Además, al flautista le hicieron un monumento en aquella ciudad. No, dos. Uno en la plaza mayor y otro abajo, entre los coches que corren incansables por sus galerías.

 

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