Segundo final
Va a abrir. Son dos niños perdidos en el desierto. Tienen frío, tienen hambre, lloran.
El señor Puk les da con la puerta en las narices. Pero ellos continúan llamando. Al fin el señor Puk se apiada de ellos y les dice: —Coged esta Puerta.
Los niños la cogen. Pesa, pero es toda de oro: se la llevan a casa, podrán comprarse café con leche y pastas.
En otra ocasión llegan otros dos niños pobres y el señor Puk les regala otra puerta. Entonces se corre la voz de que el señor Puk se ha vuelto generoso y llegan pobres de todas partes del desierto y de las tierras habitadas y nadie se vuelve con las manos vacías: el señor Puk regala a uno una ventana, a otro una silla (hecha de moneditas de cincuenta céntimos), etcétera. Al cabo de un año ya ha regalado el techo y el último piso.
Pero los pobres continúan llegando en largas filas desde todos los rincones de la tierra.
«No sabía que fuesen tantos», piensa el señor Puk.
Y, año tras año, les ayuda a destruir su palacio. Después se va a vivir en una tienda, como un beduino o un campista, y se siente tan, pero tan ligero.