Segundo final

El taxi despegó y, como era más veloz que las flechas que le seguían, enseguida se encontró fuera de peligro.

—A lo que parece —observó Peppino— usted tampoco tiene mucha experiencia espacial ¿eh?

—Usted ocúpese de conducir —refunfuñó el Aldebariano—. Yo me encargo del resto.

—Muy bien, procure acertar.

Volaron durante unos minutos, a la velocidad de la luz (más un metro), superando distancias incalculables. Y al final del viaje se encontraron en... Milán, ¡en la plaza de la catedral!

—¡Maldición, he vuelto a equivocarme! —gritaba el Aldebariano, tirándose del pelo con sus veinticuatro dedos—. ¡Vamonos!

—No, gracias —exclamó el taxista, saltando al suelo—, yo me encuentro muy bien aquí. Si quiere, quédese con el coche: pero piénselo antes de causarme este trastorno. Sólo tengo esas cuatro ruedas para dar de comer a mis hijos.

—Paciencia —gruñó el Aldebariano—, iré a pie.

Salió del coche, mordisqueó su «chocolate azul» y desapareció. Antes de irse a casa, el Compagnoni Peppino entró en un bar a tomarse un aguardiente para quitarse el susto.

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