Erase una vez un contable. Se llamaba el contable Bianchi y trabajaba en un banco. Estaba casado con la señora Rosa y tenían un niño de pocos meses. Un precioso niño de ojos avispados e inteligentes. Con su buena mata de pelo negro. Lo que se dice un niño guapo.
Se llamaba Giovanni Batista, pero como un nombre así resultaba demasiado largo para un niño todavía tan pequeño, sus padres le llamaban Tino.
Tras el primer cumpleaños vino el segundo. Pero antes de que llegase el tercero, Tino manifestó los primeros síntomas, los primeros indicios de una enfermedad un tanto insólita.
Un día, al volver de la compra, la señora Rosa le vió acuclillado sobre una alfombra jugando melancólicamente con un caballo de goma. De repente, a la señora Rosa se le encogió el corazón... Tino... eso era; Tino le parecía tan pequeño, francamente más pequeño de como le había dejado cuando salió... Corrió hacia él, le cogió en brazos, llamándole por su nombre, acariciándole... Menos mal, se había equivocado: Tino era el mismo de siempre. No había cambiado el peso, ni la estatura, ni tampoco la vivacidad con la que volvía a jugar con el caballo de goma, golpeándolo enérgicamente contra el suelo.
Otro día el contable Bianchi y la señora Rosa dejaron solo a Tino en el cuarto de estar durante un momento. Cuando volvieron, lanzaron un grito al unísono.
El niño levantó los ojos, sonrió ... La señora Rosa lanzó un suspiro de alivio:
—De repente me pareció, no sé ... como si estuviera más delgado, más pequeño...
—Por un momento, le vi tan pequeño como un muñequito.
—Sabes, a mi me pasó otra vez; volví del mercado y le vi allí, en aquel rinconcito, tan pequeno, tan chiquinín tan chiquinín...
Aquel día el contable Bianchi y la señora Rosa se tranquilizaron. Pero más adelante volvió a repetirse lo mismo, y otra vez más. Entonces, como es lógico, decidieron llevarle al médico. El médico reconoció a Tino, le midió, le pesó, le hizo decir treinta y tres, le ordenó toser, le miró la garganta con una cuchara, y concluyó:
—Me parece un niño estupendo. Sano, fuerte. Todo bien.
—Entonces, entonces... Vamos a hacer una prueba. Saldremos los tres, dejándole solo un momento y vamos a ver qué pasa.
Salieron del despacho y se quedaron escuchando detrás de la puerta. Ni un ruido. Tino no lloraba, no se movía, no daba señales de seguir allí dentro.
Cuando volvieron a entrar, vieron los tres lo mismo: vieron que Tino se había hecho pequeño, pero pequeño pequeñísimo... Aunque sólo por unos instantes. En cuanto vio al papá y a la mamá y al médico volvió a ser el que era: un hermoso chiquillo, sano y fuerte, incluso bastante alto para su edad.
—Ya entiendo, ya entiendo. No es exactamente una enfermedad, pero es una cosa rarísima. Solamente sucedió una vez, hace cien años, en América...
—¿Y de qué se trata? —preguntó el contable Bianchi.
—¿Es grave? —apremió la señora Rosa.
—Grave no, no diría eso. Es una cosa así —murmuró el doctor.
—Díganoslo, doctor, no nos deje con esta preocupación...
—Calma, calma, señores —dijo el médico—. No hay motivo para alarmarse. Este niño lo que necesita es no quedarse nunca solo. Cuando se queda solo, empequeñece. Esto es todo. Necesita compañía, ¿entienden?
—Pero nosotros nunca le dejamos solo.
—Entiendo, entiendo. Pero no se trata de esto. El niño necesita estar con otros niños de su edad, ¿comprenden? Un hermanito, amigos. Mandarle al colegio, buscarle compañeros de juego, ¿entienden?
—Gracias, doctor. ¿Y siempre será así?
—Quiero decir: ¿incluso cuando crezca tendrá que estar siempre con alguien para no hacerse pequeño pequeño?
—Eso se verá —dijo el médico elevando los brazos al cielo—. Pero aunque fuera así, ¿sería una desgracia?
El contable Bianchi y la señora Rosa se llevaron a casa al pequeño Tino: bueno, como ya he dicho, no tan pequeño, y se preocuparon por él aún más que antes. Tino tuvo un hermanito, fue al colegio, crecía bien en todos los sentidos, o sea que se hacía alto, inteligente y activo... Verdaderamente era un chico estupendo y todos le querían: no iniciaba una riña, era él el que ponía paz entre los contendientes. Luego se hizo un mozalbete, fue a la Universidad...
Una vez, cuando ya tenía veinte años, estaba estudiando en su habitación. Esa vez estaba totalmente solo, aunque de costumbre venía algún amigo a estudiar con él... El contable Bianchi y la señora Rosa tuvieron el mismo pensamiento.
—No sé. Ya han pasado tantos años...
—Vamos, anda... quiero saber si todavía...
Y de puntillas, uno detrás de otro, miraron por el agujero de la cerradura...