­Primer final

...Después de mirar, el matrimonio Bianchi se echó los brazos al cuello y estalló en llanto.

—¡Pobre Tino!

—¡Pobre hijo nuestro!

—No se ha curado, no se curará nunca...

Tino, de golpe, había vuelto a hacerse pequeño como un niño de tres o cuatro años. Seguía teniendo su cara de jovencito, los pantalones largos y el jersey verde, pero tenía la estatura de un enano.

—Es inútil —suspiró el contable Bianchi—, no se le puede dejar solo ni un minuto.

—Es inútil —sollozó la señora Rosa—, quizá ha sido culpa nuestra: no le hemos dado suficientes vitaminas.

—¿Qué hacemos? —preguntaron al médico, por teléfono, para recibir antes la contestación.

—Vamos, vamos, no se desesperen —contestó el doctor—, hay una solución. Que se case con una buena chica, tendrá hijos que no le dejaran en paz ni un minuto y ya no correrá peligro.

—Pues es verdad —exclamó muy contento el contable Bianchi.

—Pues claro —se alegró la señora Rosa—, ¡se nos podía haber ocurrido a nosotros!

 

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