Tras los últimos cambios geopolíticos de la zona, la antigua Ragusa ha quedado aislada del resto de la República de Croacia por una estrecha franja que permite el acceso al mar a Bosnia Herzegovina. Su actual territorio parece exiguo, pero es casi el mismo que dominaba cuando era un poderoso país rodeado por el Imperio Otomano. Esta situación se mantuvo hasta que, a principios del siglo XIX, Napoleón le arrebató su independencia. Para el viajero que llega a Dubrovnik, la ciudadela aparece como algo irreal, salido de un cuento de hadas. Hay pocas ciudades en el Mediterráneo que se hayan conservado tan perfectamente y que, al mismo tiempo, sigan llenas de vida. El tráfico automovilístico ha sido totalmente eliminado, y las terrazas de las cafeterías se han adueñado de las calles y plazas, siempre recubiertas de una piedra blanca brillante que parece una prolongación de los edificios que las circundan. Si en el último asedio fue bombardeada, las huellas ya han desaparecido. Afortunadamente, nada refleja esa terrible experiencia en el casco antiguo. Rojo sobre blanco.
Antes de sumergirse en sus calles, es recomendable rodear el perímetro urbano por el paseo superior de las murallas que circunvala toda su extensión. En el interior, los tejados rojos contrastan con la piedra blanca de los edificios, mientras que, mirando hacia el mar, el Adriático sorprende por sus transparencias tornasoladas. Al otro lado, el monte Srdj, a menos de 10 kilómetros de distancia, recuerda la proximidad de la frontera. Para entender la grandeza de los monumentos de Dubrovnik -o grad (la ciudad), como la llaman sus habitantes- hay que conocer su historia, cuando representaba uno de los grandes poderes mediterráneos, a caballo entre Occidente y el Imperio Turco. En la catedral trabajaron artistas procedentes de Venecia Su capacidad comercial y espíritu de supervivencia hicieron que tanto ella como su territorio circundante fueran uno de los lugares más ricos del Mediterráneo oriental hasta el siglo XVIII, compitiendo incluso con Venecia. Los edificios, que mezclan el estilo gótico con las líneas clásicas del Renacimiento, recuerdan a la ciudad italiana, ya que muchos artistas del país vecino trabajaron, en aquella época, en la catedral, en el Palacio del Rector y en otros monumentos civiles y religiosos. Sus gentes se consideran croatas pero no olvidan su pasado, pues conservan un dialecto que recuerda al italiano y unas costumbres muy peculiares. Y sin embargo, Dubrovnik no es una ciudad-museo anclada en el pasado. Respira un dinamismo que pronto hará funcionar todas sus posibilidades turísticas. Si el casco antiguo es único en el Mediterráneo, sus alrededores son espectaculares. La carretera que serpentea la costa hacia el sur, salpicada de cipreses y otras especies autóctonas, nos muestra restos del esplendor que vivió en el siglo XIX. Frente a las playassurgen continuamente islas rocosas cubiertas de espesos bosques de coníferas. En Lokrum, la más cercana, se encuentra el palacio de verano del desdichado emperador Maximiliano de México, hermano de Francisco José. Hay monasterios en lugares recónditos, pero a medida que nos alejamos del centro urbano surgen huellas indelebles de la guerra: hoteles y casas quemadas, pueblos destruidos y vegetación arrasada. Aunque ya está todo en marcha para que desaparezca tal desolación. Un pueblo cuidado.
Pasando el aeropuerto, que también fue dañado, se llega a Cavtat, un pueblo enclavado en una bahía, que parece salir de un anuncio publicitario. Densos bosques rodean las construcciones de esta pequeña localidad donde nada sobra y todo se refleja en el espejo del mar. Más al sur aparecen otras, como Molunat y Vitaljina, muy cerca de la frontera con Montenegro. De camino hacia las cercanas montañas de Snijeznica, a 1.234 metros de altura, se divisa Bosnia. Hay que explorar las cercanías deLjuta, donde se encuentra un paraje idílico, lleno de cascadas y de vegetación. En la Península de Lapad, al norte de Dubrovnik, se concentraron muchos de los grandes complejos hoteleros de la zona. Desgraciadamente, fue uno de los puntos más castigados por la guerra, pero poco a poco va recobrando la normalidad. Muy cerca está Gruz, el verdadero puerto actual de la ciudad, que ya en tiempos de la antigua Ragusa era un centro importante, como lo demuestran las construcciones palaciegas de los siglos XVII y XVIII que bordean la costa. Desde aquí salen los transbordadores hacia las islas circundantes, varios puertos italianos y las ciudades costeras de Croacia. La carretera que conduce hacia el norte nos lleva por parajes muy agrestes que lo son aún más desde la guerra. Frente a la costa, las islas Elefati muestran las siluetas de algunos de sus inconfundibles edificios góticos. Jardín botánico.
En la isla de Lopud, donde vivía el representante de la República en el archipiélago, se conserva un castillo al que misteriosamente se le llama el español. Por la carretera aparecen ruinosos palacios, como el de Arapovo, del que se dice que pertenecía a un noble florentino. El primer pueblo importante es Orasac, que hasta 1399 marcó la frontera con Bosnia.
En Trsteno, hay que visitar el espectacular jardín botánico que se extiende entre la carretera y el mar. Se diseñó en el siglo XVI y desde entonces es una referencia para la historia de la jardinería. Sus fuentes y estatuas se erigieron en el siglo XVIII. Más adelante, Slano parece anclado en el pasado. Su iglesia de San Jerónimo, del siglo XV, guarda las tumbas, ricamente decoradas, de la poderosa familia Ohmucevic.
Nada nos prepara, sin embargo, para la grandiosidad de Mali Ston, donde se construyó el complejo de fortificaciones más ambicioso de todo el Adriático. Ha sido parcialmente destruido, pero conserva parte de sus 41 torres. Los más grandes arquitectos de los siglos XV y XVI intervinieron en su construcción, incluido Michelozzo Michelozzi. En la actualidad esta península es un extraño paraíso, alejado del mundanal ruido, donde se conservan docenas de pueblos pintorescos. Colocados en lugares inverosímiles, nunca están demasiado lejos del mar.
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