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PSICOPATOLOGÍA DE LA SANTIDAD

 

    Publicado en "Papeles del Padre Jofré", edición electrónica.   

 

Un estudio sobre "La tía Tula" de Miguel de Unamuno.


 

La amplia galería de tipos humanos que pueblan la literatura española hacen atractiva la tarea de acercarse a ellos con la perspectiva del psicopatólogo o “alienista”, como se diría en la época en que fue escrita la novela que comentamos, pero es curioso destacar la escasa presencia de la figura de un médico verdaderamente interesado por dar un enfoque “psiquiátrico” a las situaciones planteadas en cualquiera de las obras, sin duda porque en España el sentimiento religioso ha tenido tal presencia en el inconsciente colectivo que todas la conductas y todas las pasiones han sido filtradas por el tamiz de la catolicidad, otorgando al sacerdote el papel que debería atribuirse al psiquiatra.

            Y así, en La Tía Tula encontramos el exponente de un sacerdote “buen aconsejador” y un médico proyectando sus propias necesidades para resolver la situación, es decir, la antítesis de lo que habría hecho alguien formado en las corrientes psicoanalíticas que por esa época se extendían por Europa. Porque aun en España, a principios del siglo XX , “el alma sólo es de Dios” como en el verso calderoniano y el médico sólo lo es, fundamentalmente, del cuerpo.

            Nos dice Fernando Savater, hablando de Unamuno, que es uno de esos autores “para los que su obra es ni más ni menos que una coartada expresiva, irrelevante si no se les tiene presentes a ellos”, por lo que el abordar el estudio de un personaje de una novela de D. Miguel, es acercarse a él, a su propia personalidad, en muchos aspectos patológica si nos atenemos a un criterio de diagnóstico estadístico. Porque se puede hablar (siguiendo de nuevo a Savater) de un “narcisismo trascendental” en Unamuno que se manifiesta en su ansia de inmortalidad, y en su ansia de polémica como propósitos de autoafirmación, pero ello no es óbice para que de ambas instancias quede constancia en unos planteamientos filosóficos plenamente vigentes, y de estos planteamientos sean portavoces los protagonistas de sus novelas.

             De entrada, Unamuno fecha el prólogo sobre su “Tía Tula” el día de los desposorios de la Virgen de 1920. No es gratuita esta forma de elegir el día, señalando el conflicto entre los conceptos esposa y virgen, y nos costa que un conflicto late siempre en el fondo de todas las neurosis.    Un conflicto que lleva hasta sus últimas consecuencias nuestra protagonista.

            En la Tía Tula se formula, una vez más en Unamuno, la reclamación de inmortalidad bajo apariencia religiosa, pero el narcisismo definitivo de la negación de la muerte acaba siendo hondamente ateo, por eso Tula no es una santa, es una enferma.

            Habla el autor de las raíces teresianas y quijotescas que él, sin pretenderlo al escribirla, encuentra en su obra, raíces que enlazarían a la Tía Tula con dos de los personajes más grandiosos en su psicopatología de la historia y la literatura española, grandiosos también en sí mismos a los ojos de Unamuno porque han trascendido a la inmortalidad por sí mismos, no sólo por sus obras. Así también Tula es una magnífica “loca”, tanto más cuanto que nunca tiene conciencia de ello y su patología se identifica con santidad, fortaleza de espíritu, capacidad de sacrificio, renuncia y abnegación, sin tener en cuenta que el transfondo natural de todos estos sentimientos es el amor y Tula está enferma de amor, está enferma porque no puede amar, porque no sabe amar, porque no se atreve a amar.

            Y así, como todos los “locos”, sufre y hace sufrir sin darse cuenta, sin saberlo, sin querer y queriendo querer y creyendo que quiere.

            No trata el autor de evitar el proyectarse también en Tula y al describírnosla describe sus propias angustias. Y así  en “Del Sentimiento Trágico de la Vida” dice: “… y todo esto de engendramiento es un dejar de ser, total o parcialmente lo que se era, un partirse, una muerte parcial …” y un poco más abajo “… nos unimos a otro, pero es para partirnos; ese más íntimo abrazo no es sino un más íntimo desgarramiento”. Y del mismo modo piensa  del amor físico, humano, carnal,  Tula, la mujer que por temor a ese desgarramiento se reproduce en otras mujeres.

            Y Tula es también la que hace realidad otra afirmación de Unamuno en la citada obra: “… y es posible que haya quien para mejor perpetuarse guarde su virginidad. Y para perpetuar algo más humano que la carne”.

            Busca pues Tula-Unamuno la inmortalidad y vemos cómo su penúltimo capítulo comienza con un “¿murió la Tía Tula?”. La gran pregunta para D. Miguel, que no quiere morirse y se aterra ante una religiosidad que le hace afirmar a Teresa de Jesús “muero porque no muero” ante una Fe que le conmina a querer morir.

            “La Tía Tula” se considera también -la considerá así su propio autor- la novela de la “sororidad” (neologismo que emplea Unamuno para describir la relación fraterna entre hermanas), como un homenaje a la “hermana soltera”, la tía, figura tan familiar en la España de su época, la mujer que cumplía una especie de papel complementario del ama de casa y madre de familia, allí, en segundo término, en una postura nada airosa de “recogida”, porque entonces una mujer decente no podía vivir sola e independiente y se entendía que tenía y debía proyectar sus afanes, su único papel posible de mujer madre, en los sobrinos, ya que su falta de encantos o de fortuna le había privado de hijos propios. Por eso, en un momento dado de la obra, así se lo hace decir el autor a la protagonista, y éste es posiblemente el primer nivel que podemos encontrar en la novela; el que aparece a primera vista, el de la inmolación de la vida de una mujer para mantener el fuego sagrado del hogar de la hermana muerta como ofrenda de amor hacia ella, como forma de cumplir su destino de mujer-madre y a la vez virgen tan ensalzado por la religión profundamente machista de aquel tiempo, que de esto también hay algo en la novela, reflejando Tula la rebeldía contra la condición femenina que le impide elegir, decidir, que tan sólo le deja una vía posible. Pero detrás de esta visión simplista late ya el conflicto, porque Gertrudis, Tula, no ha nacido para ocupar un segundo plano, ni para ser elegida, ni para que decidan por ella. La personalidad de Tula no soporta quedarse en este lugar y por ello pondrá en marcha todos sus mecanismos de defensa.

            Pero vamos a tratar de ir desmontando estos mecanismos de defensa para que nos resulte explicable, que no comprensible algunas veces, su conducta para consigo misma y para con los demás.

            Intentaremos conocer realmente a Tula, algo que probablemente jamás ella nos habría consentido de ser una mujer de carne y hueso, algo que le habría causado terror aunque hubiese sido el único medio para salir de su tremenda soledad.

            Porque Tula jamás buscaría nuestra ayuda, ni siquiera puede permitirle a su confesor “... que no su director espiritual. Porque esta mujer había rehuido siempre ser dirigida y menos por un hombre”, que trate de romper sus planteamientos tan racionalizadores, que le haga mirar dentro de sí, encararse a sus sentimientos. ¿Cómo, pues, iba a aceptar que le hicieramos hurgar en lo más hondo? Eso sólo lo puede hacer ella misma, ya al final de la novela, cuando la muerte próxima, la muerte al fin, omnipresente en toda la historia de su vida, le autoriza ya a abandonarse para toda la eternidad.

            Porque solamente cuando la muerte ronda puede atreverse a liberar sus sentimientos (como cuando ve que su cuñado va a morir): cuando ya no teme a la pérdida de lo que ya ha perdido, puede admitir su deseo, cuando ya el objeto no la poseerá a ella, puede aproximarse ella a él.

            Acerquémonos, pues, a Tula, a Tula y a Rosa, porque Tula y Rosa forman “una pareja al parecer indivisible y como un solo valor”, porque ya de entrada se nos presentan las dos mujeres como la encarnación de la dualidad latente y precisa para la armonía del Universo.

            Y así, Rosa es luz y Tula sombra; Rosa es ardiente, Tula fría; Rosa es alegre, Tula triste y seria; Rosa es presente y Tula eternidad. Pero ambas son una misma y no existirían una sin la otra, incluso más allá de la muerte.

            Porque en un principio fue la muerte, la muerte de los padres de Tula y Rosa en una edad temprana, la que decidió el futuro de las dos hermanas.

            Y Tula no pudo aceptar la pérdida y el duelo quedó ya para siempre unido a la vida de Tula (ojos de luto que asustan a su pobre tío el capellán), ojos de luto se repite en la novela como un estribillo agorero.

            La pérdida precoz de los padres está considerada como uno de los más destacados factores de riesgo en la génesis de la depresión. ¿Es Tula una depresiva, o tal vez habría que hablar más de una melancólica? Quizás ella introyecta la profunda agresividad que le desencadena la pérdida y la convierte en un sentimiento de culpa tan hondo, tan sentido que le impide gozar de cualquier cosa, que sólo se calma con su ascetismo, su religiosidad, su férrea disciplina, su sentido del deber hipertrofiado hasta lo indecible, castigándose sin tregua.

            Y ¿qué hace Tula con todo el inmenso caudal de libido que ha quedado sin objeto a la muerte de sus padres? Es decir, ¿qué hace Tula con todo su amor defraudado porque el destino, contra quien nada puede, le ha privado del depositario natural?

            Lógicamente hay una regresión narcisista: ya no volverá nada ni nadie a privarle de sus objetos de amor, será en ella misma, en su Yo y en todo lo que ella invista como Yo, en quien depositará esta carga libidinosa.

            En primer lugar su hermana, Rosa, es ella misma en realidad, es para Tula una parte de su Yo, la parte gozosa de su Yo, la parte que puede permitirse las satisfacciones que su sentimiento de culpa le prohibe. Por eso comienza a vivir el noviazgo por delegación; Ramiro ha visto primero a Rosa, era natural, pero luego la distingue a ella, a Tula, y sin embargo Tula coloca a Rosa en su puesto y ella se queda fuera - “lo que empezó a cuajar la soledad de Gertrudis”-.

            No le impide a Tula aceptar a Ramiro, cuando éste se ha dado cuenta de su error inicial y trata de hacerle ver que es a ella a quien desea, el amor que siente por su hermana. No rechaza tampoco al hombre por orgullo herido de no haber sido elegida la primera, porque realmente no lo rechaza, sino que delega en Rosa la función de esposa y madre, y de este modo lo retiene.

            Y así vemos en toda la primera parte de la novela como Gertrudis, Tula, sigue omnipresente en la vida de la pareja; y como Rosa la reclama a su lado, como si sin ella no supiera tampoco cumplir con su papel adecuadamente.

            Tula le insta a querer a Ramiro como le quiere ella misma. Tula goza a Ramiro con el cuerpo de Rosa y pare hijos con el cuerpo de Rosa, porque Tula no puede permitirse perder el control, romper los límites del Yo, abandonarse al amor porque cuando lo hizo, cuando amó a sus padres, éstos murieron, la dejaron, fue castigado su amor por ellos con la pérdida de éstos; así que ella no puede amar del todo; Rosa amará a Ramiro en su nombre y Rosa la hará madre.

            De nuevo se desdobla la figura femenina en las dos expresiones de la femineidad: la que recibe alborozada la simiente del hombre y produce sus frutos con la sencillez y la naturalidad de la buena tierra, y la que vigila, cuida y protege a los hijos desde la más absoluta pureza, sin que pueda empañar su imagen el menor atisbo de sexualidad. Otro nivel de conflicto que no puede superar sino patológicamente.

            Porque Rosa muere, y en su lecho de muerte Tula le promete que sus hijos no tendrán madrastra “porque ya tienen madre”, ella, la madre virginal.

            Tula comienza a apartarse de la realidad en su conducta: ¿cómo puede pretender que Ramiro entienda? Ramiro necesita a la mujer total, Rosa era también espíritu, él lo comprobó cuando la conoció más a fondo, y Tula es también cuerpo, él lo siente día a día en su convivencia con ella, al impregnar con su presencia su cotidianeidad hogareña.

            Tula cree amar a sus sobrinos como una madre, puede permitirse amarlos porque puede amarles a su manera narcisista, porque ellos no le suponen una amenaza a sus límites, precisamente porque no siendo su madre biológica nunca ha estado fundida con ellos realmente, y al mismo tiempo, los siente parte de su Yo, pero de un Yo que ella controla, porque nacieron merced a su intervención: “y ahora... a darnos muchos hijos”, le dijo Tula a Rosa al casarse ésta.

            Tiene muy claro que si tuviera hijos propios sí sería la madrastra de sus sobrinos; y los hijos propios le aterran porque se habría sentido invadida, no habría podido controlar conscientemente el desarrollo de ellos dentro de sí.

            La angustia de Tula es que no quiere perder a Ramiro, pero Ramiro ha de ocupar el espacio que ella le asigna, ni un milímetro más, ha de permanecer a la distancia exacta que ella precisa: siempre que él trata de acortar esa distancia el “y basta” de Tula levanta un muro infranqueable.

            Luego entra en escena la hospiciana, más hijos que Tula acapara, separándolos de su madre, en nombre de un sentimiento caritativo, pero viéndose claramente que Manuela, la hospiciana, la criada, no existe para Tula. En esta parte de la obra se pone en evidencia cómo para Tula lo que no percibe como suyo, su Yo, no existe, y por ello no le importa casar de nuevo a Ramiro, esta vez con Manuela, Manuela no es, por lo tanto, ella, Tula, sigue siendo.

            Tanto no es Manuela que está ya condenada a muerte de antemano, parirá también hijos (lo que Tula no se siente capaz de hacer) y desaparecerá, habrá cumplido su papel y dejará de existir tan anónimamente como había vivido: sin raíces, sin futuro “y murió como había vivido .... más bien como un enser”.

            Impresiona la inclusión de este personaje en la obra, verdadero contrapunto de Tula, el no Yo de Tula, que por lo tanto no es percibido como una rival siquiera, pero con quien Tula sigue desplegando su narcisismo, imponiéndose absolutamente, anulando la ya casi nula voluntad de la otra.

            Atisba Tula a estas alturas en varias ocasiones cómo su virtud hace daño: “santos que hacen pecadores”, y justifica la dedicación a los hijos de la hospiciana al considerarlos “hijos de su pecado”. ¿Qué ocurriría si nosotros sustituimos el concepto de pecado por el de enfermedad, y la “idea inhumana de la virtud” no fuera sino las defensas terriblemente neuróticas ante esta enfermedad?

            ¿Tiene Tula una personalidad esquizoide con fuertes defensas narcisistas? Probablemente: de ahí su soledad, su tendencia al ensueño -“no ves que me he pasado la vida soñando”-, su aislamiento, su distancia afectiva, su frialdad aparente: ‑no he estado nunca ni viva ni muerta”-, su miedo a la fusión y, al mismo tiempo, su necesidad de controlar, de organizar el mundo a su imagen; todo el despliegue de abnegación, de cuidados físicos hasta el agotamiento de sus fuerzas de los seres que la rodean, no encubre sino su necesidad de sentirse ella la fuerte, la poderosa, la dispensadora de todos los bienes que de su mano han de venirle a los demás: “un simple vaso de agua que yo le sirva le hace más provecho que todo lo que los demás le podais hacer”, pero sin permitirse recibir de los otros nada más que un distanciado y respetuoso agradecimiento, sin satisfacer jamás una demanda formulada.

            Más adelante reaparecen los indicadores de síntomas depresivos: reaparecen los sentimientos de culpa, los autorreproches: “decirles que toda mi vida ha sido una mentira, una equivocación, un fracaso...”, la desvalorización, los mecanismos obsedentes, las dudas repetitivas sobre la pureza.

            Y comienza a ver claro también su narcisismo: “Yo le hice desgraciado ... por amor propio ...”.

            Porque en su lecho de muerte, recupera la lucidez, al igual que Don Quijote, desaparecen de golpe todas las defensas que habían sostenido la impresionante arquitectura de su personalidad, y les habla a los suyos, por primera vez, del amor auténtico, de comprometerse con otro ser humano hasta fundirse sin miedo a hundirse con él en el fango y en la podredumbre que tanto la asustan, si fuera necesario, antes que perderle: “que no se ahogue él allí... o ahogaos juntos... en el albañal”.

            El autor nos habla después de cómo la sombra de la tía Tula, la Tía por antonomasia, se proyecta sobre la familia, imponiendo incluso desde el más allá su concepción de la vida, interactuando en la dinámica familiar en la que, como es natural, se van produciendo conflictos y disensiones. Ha conseguido pues la inmortalidad.

            Hay quien recoge su antorcha: Manuela, la última de las hijas de Ramiro, la que se identifica totalmente con ella porque ha carecido de otros modelos de identificación (muertos su padre y su madre a su nacimiento) y, en el perfecto papel de “narcisista complementaria”, según la terminología de Willi, se erigirá en sacerdotisa del culto a la Tía: “canonizamiento doméstico de una santidad de hogar”. Es la postura anaclítica del dependiente cuyo narcisismo se manifiesta por identificación con el narcisismo del otro.

             En conclusión, podemos pues incluir a la tía Tula en el Panteón de los Locos Ilustres de nuestra literatura.

            Su recia figura cumple con suficientes de los criterios de la nosología actual, pero como criatura literaria magistralmente dibujada, es decir, como ser humano posible que es, no puede constreñirse a una fría etiqueta diagnóstica.

            Y como la proyección de su locura es doméstica no tiene los tintes grandiosos o heroicos de aquellos que exhiben una psicopatología volcada al exterior, a lo público, es una locura “femenina” que pasa mucho más desapercibida y que tan solo se proyecta en su entorno inmediato y es ahí donde se hace sentir, pero no es por ello menos dramática, porque la muerte la ronda desde niña, porque la muerte parece emanar de ella misma cuanto más se empeña en impulsar la vida. De nuevo la bipolaridad presente.

            Cumple pues Tula los criterios de Depresión Mayor con Melancolía, y se aferra a lo obsesivo en muchas ocasiones. Presenta rasgos esquizoides de personalidad y elabora defensas narcisistas, pero con todo ello es “el cimiento y la techumbre de aquel hogar” en donde la vida se perpetúa.

            Se diría, al fin, que Unamuno, preso en su infinita angustia existencial, conjurara su terror a la muerte y a la nada mediante la locura. Es la locura de Tula la que la hace inmortal en su familia. Como si sólo la locura fuera capaz de vencer a la muerte.